El culto de mi barrio

Maurizio Bagatin nos da un evocador recorrido a través del tiempo en Sarcobamba, permitiéndonos vislumbrar cómo era la Llajta de los 90. Entre sus letras habita la nostalgia y el carisma de los vecinos del barrio, ahí se conserva ese espacio encantador que se fue desvaneciendo en nombre del “progreso”.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

Un barrio no es una aldea, no es el campo, no es la ciudad.

Hoy muchos ni siquiera saben los que fue la mita para el riego. Nuestro turno era el nocturno, y debíamos aprovecharlo antes de que el borracho del don José viniera a cerrar la entrada y desviar así, hacia su lote, el agua que bajaba del Tunari. Íbamos con linternas chinas que habíamos comprado en 10 bolivianos, alumbrando el curso del agua en el surco que el sabio Gregorio había preparado durante el día. Su buena pendiente permitía regar los pepinillos —los cornichones insistía en llamarlos mi suegro—  destinados a la industria Dillmann, y a las flores que llevábamos a la Celestina, al mercado Calatayud.  Así vivíamos a mediados de los 90.

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Algunas casas aún conservan la nostalgia de lo antiguo frente a la modernidad del presente. / Fotografía: Maurizio Bagatin.

Era aún campiña, periferia del pueblo grande que se ha vuelto hoy la Llajta. Ni chaucheros, ni colectivos ni tampoco micros llegaban hasta Sarcobamba. Ir hasta allí era una excursión dominguera; para muchos, solo significaba los mojazones en carnaval y la Noche de San Juan. En esos tiempos, solo eran cuatro familias cochabambinas, donde todos presumían saberlo todo de todos. Existían dos tienditas, la de Doña Ali, cruzando el imaginario de la futura avenida más grande del país y la de Jaime Lora, alias James Parrot, en la cual podías encontrar “solo lo que piden los clientes”, casi nada porque clientes ahí hubo siempre muy pocos. Los cigarrillos se los fumaba don Jaime, los dulces y las galletas se los comían sus hijos. En la noche, cuando fungía de silpanchería, debías tener mucha paciencia, a veces les faltaban los huevos o debían ir a prestarse papas o un litro de aceite de algún vecino para satisfacer tu pedido. Nunca nos sirvió el silpancho con el infaltable locoto encima.

No es una exageración decir que, en esos tiempos, la casa al lado de la nuestra no tenía baño y todas las mañanas, inviernos incluidos, una enana y su hermana iban a mear “en plein air” —como bromeábamos con mi suegro— en medio de su patio, mientras los vecinos, desde nuestras ventanas, queríamos admirar el sol que, detrás del Cristo de la Concordia, lanzaba sus primeros rayos. Cuando llegó el progreso, este baño privado “en plein air” se volvió un surtidor de gasolina y terminó así también el gran espectáculo matinal. 

La gente del barrio iba aún en su Raleigh y en su Hércules, en sus “roba cholitas”. Los vecinos que bautizaron la OTB con el nombre de un santo, San Jorge, lo hicieron solamente porque la avenida principal debía tomar el nombre de la capital del país que habría financiado su ejecución, Beijing. Y así fue San Jorge, donde mandaron a fabricar un dragón que debía hacer de llunk’u a los financiadores de la gran avenida. Un gran dragón de fierro, kitsch oxidado hasta en el fuego que sale de sus fauces, invita a pasear por una jardinera regada con las aguas fétidas del río Rocha. Desde la ciudad, hasta “Teléfonos automáticos” llegaba solo la línea 20 de bus. 

En 2003, antes que la Guerra del gas derrumbe un palacio del poder para abrir el paso a la construcción de otro, la OTB San Jorge de Sarcobamba organizó las elecciones de un nuevo directorio. Un frente formado casi exclusivamente por warmis cochalas de pura cepa se enfrentó a los dinosaurios de la política local, la de barrio, la que es el trampolín para la política de siempre. Las elecciones se llevaron a cabo en el primer colegio cubano-boliviano de Cochabamba. La directora era Gloria, una caribeña que con la sola mirada enderezaba a cien cubanos. Ganaron con un monumental fraude los de siempre, los mañudos, preámbulo de acciones futuras.

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“Un gran dragón de fierro, kitsch oxidado hasta en el fuego que sale de sus fauces, invita a pasear por una jardinera regada con las aguas fétidas del río Rocha”. / Fotografía: Dico Solís (Archivo Opinión).

Ya entrando al siglo XXI, una interminable fila de eucaliptos enormes iba limitando lo que los vecinos de entonces llamaban “La frontera”. El barrio 18 de Mayo, este sí existía, así como el Hipódromo donde “terminaba” el progreso y la ciudad. Una chichería seguía existiendo, en una esquina antes de la acequia que conducía al Complejo Fabril, allí servían chicha Clicot de Cliza.Después de disfrutar de esta delicia, algunos se arriesgaban a darse un baño en las aguas de la acequia mientras se lamían los bigotes por el dulzor del néctar valluno por excelencia. 

En 2020 fue el primer barrio cochabambino en ser encapsulado durante la cuarentena. Andaban fantasmas buscando alguien de otros barrios que les acerquen las compras; la peste nos introduce a una arqueología del presente. Ni que hablar de los nombres de las calles, en la mía cuelga el nombre de un matón de la época de la Revolución del 52, en la esquina un pasaje tomó el nombre de un viejo habitante de la zona, nombre que pusieron los mismos familiares. Como en todo el país, una avenida dedicada al invasor, una plaza al libertador y una calle al caudillo aún en vida. 

Cuando llegué este barrio no existía. Y con eso he dicho todo.

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Este texto forma parte del especial El culto de mi barrio