Lo que no se dice que hace falta. Un perfil de Julio Sánchez Maldonado

¿Son importantes las palabras de para sentirse querido?, ¿y si nuestra historia de vida, como una correa de fuerza, no permite que las expresiones de cariño se liberen de sus amarras? En este texto, Emma Sánchez responde esta y otras preguntas que surgen conforme se avanza en la lectura.
Editado por : Alicia Mariscal Monge

Ahí estaba, como todos los domingos, sentado sobre un grueso tronco de madera de espaldas a la cocina. Una pequeña radio reproducía, a volumen bajo, el programa Confidencias de la estación de radio Panamericana. Él leía, totalmente abstraído, la edición dominical del periódico El Diario, sus hojas largas lo cubrían casi totalmente dejando ver únicamente sus piernas cruzadas siempre ataviadas con pantalones de vestir. Sus pies, invariablemente envueltos por calcetines largos de color azul, café o negro. Completaban el atuendo visible unas chinelas para el agua de color azul con letras blancas.

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“Cuando estaba enfermo lo abrazaba con cariño, le decía que lo quería, que lo quería mucho...”

—Cuando ya estaba  enfermo lo abrazaba con cariño, le decía  que lo quería, que lo quería mucho.
—¿Y él qué te decía?
—Se ponía a llorar.

Julio Sánchez nació el 4 de octubre de 1931 en la ciudad de La Paz y falleció el 27 de enero del año 2019 a sus 88 años. Vivió una vida llena de altibajos, aunque la mayoría de ellos, aún hoy, son un misterio, un misterio que residió en los recovecos más profundos y oscuros de su memoria, probablemente esperando que el polvo del olvido cubriera su recuerdo o lo aliviará. Su padre, Alberto Sánchez, era comerciante, agricultor y benemérito de la guerra del Chaco: un episodio de su vida que marcaría a sus generaciones posteriores. Su madre, Candelaria, era agricultora y ama de casa. Julio tenía dos hermanas: Juana y Francis, ambas vendedoras en el mercado Rodríguez de la zona de San Pedro en la ciudad de La Paz. Él era el hermano del medio y el único varón.

—Mi papá no hablaba de su infancia ni de su familia, rara vez. Era muy reservado.

Se podía imaginar cómo había sido realmente su vida, cómo había sido él, cómo sentía, cómo pensaba. Se podía llenar los huecos, las dudas, las ausencias con la imaginación. Ese era el problema.

—A veces uno se pregunta: ¿Por qué mi papá no me da un abrazo? Nosotros como hijos queremos ese cariño, pero si no lo recibimos será por algo, quizás porque su papá y su mamá fueron así: fríos.

Vivió su infancia en una casa ubicada en la zona de Huaricana, en un pueblo que dejó de existir: “se lo llevó la mazamorra, todo el pueblo lo ha hecho desaparecer, se ha llevado casas, todo, todo lo ha tapado, solamente los techitos se veían”, me cuenta Juan Carlos Sánchez, el segundo hijo de Julio. En la puerta de alguna de esas casas se despidió Alberto Sánchez para ir a la Guerra del Chaco. Su esposa, Cadicha como la llamaban de cariño, lo esperaría junto a sus tres pequeños. Esa misma puerta recibiría a don Alberto totalmente cambiado.

—Su papá lo maltrataba mucho, a veces llegaba borracho y lo botaba de su casa, muchas veces dormía en la calle siendo un niño —en ese entonces tenía entre 10 o 12 años—. En algunas ocasiones, tomaban juntos el abuelo Alberto y la abuela Candelaria —cuando ella iba a buscarlo— lo que empeoraba la situación de mi papá. Su vida se volvió un problema. Por esa razón estudió solo hasta 4to básico, no estudió más, se dedicó a trabajar.

Antes de la guerra, don Alberto era comerciante, viajaba a los yungas, hasta Chulumani. Compraba coca, café y en la ciudad lo cambiaba por papa, zanahoria, etc.”, dice Juan Carlos. Este oficio, después de ir a combate, quedaría relegado en el pasado. Le dedicaría el resto de los 43 años de su vida al alcohol, probablemente en un intento por olvidar las imágenes que le dejó el campo de batalla.

Solo a uno de sus hijos —Juan Carlos— le habló de los fantasmas de su infancia. El problema es cómo los demás llenaron esos huecos.

—Era reservado, de carácter fuerte, estricto, no era tan de compartir con nosotros. Venía, comíamos, se iba a su trabajo y volvía en la noche. Se dormía temprano, a las 8.00 ya estaba durmiendo.

—En realidad, no hablábamos mucho y mis hermanos tampoco. Trabajaba desde las 7.00 de la mañana hasta medianoche. A veces, incluso, no llegaba. Cuando viajaba con turistas, volvía después de tres o cuatro días. Teníamos contacto con él cuando jugábamos ajedrez y los fines de semana cuando jugábamos sapo, pero después no hablábamos mucho.

Es durante un viaje a Los Yungas paceños, específicamente a un pueblo llamado Suapi, que don Julio conoce a Rebeca Bolaños, su esposa y la madre de sus cinco hijos varones: Miguel, Juan Carlos, Raúl, Guido y Hugo. En este lugar comprarían una casa a unos padres jesuitas, ubicada en la plaza principal del pueblo. “Era una casa grande: tenía 15 habitaciones, 2 baños y un jacuzzi. Allí abrieron un hotel y una ferretería”, me cuenta Miguel Sánchez. En Suapi, Julio también retomó el negocio de su padre, se volvió comerciante: compraba y vendía café.

Años después, cuando los hijos mayores ya tenían uso de razón, la familia se mudó a La Paz, donde nació el último hijo: Hugo. La inmensa casa en Los Yungas quedaría suspendida en el tiempo, se prolongaría en ella una pausa. Esta vivienda se vendería muchos años después.

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“Él como papá ha cumplido todo, no nos habrá dado un cariño, así bien grande, pero nos ha dado lo necesario…”

Con la crisis del café, ya no había nada que hacer en el campo así que la gente migró a la ciudad. La casa en la que vivía la familia era un conventillo que tenía un patio gigantesco dividido a la mitad por una especie de maceteros, en él habían dos árboles, uno de ciruelos y otro de cantutas, también había gallinas. Vivían allí como 8 familias.

En la ciudad, Julio se dedicó a trabajar como taxista, fue uno de los fundadores de una cooperativa de taxis llamada Taxiservis. Trabajó en turismo muchos años. Tenía alianzas con los hoteles Sheraton y Trillón, de La Paz. Hacía viajes a Tiahuanaco, al Chacaltaya, a Coroico y a Caranavi. Después, a Puno, Ilo, Desaguadero e incluso Buenos Aires; sin embargo, durante la dictadura de Hugo Banzer, fue exiliado a Cuba acusado de ser comunista.

—Mi mamá nunca habló del exilio, simplemente dijo que se había ido de viaje a Cuba y mis hermanos lo creyeron.

—¿Durante ese tiempo tuvieron contacto con él?

—A lo largo de ese año, mi papá sólo mantuvo contacto con mi mamá y ella nos decía que estaba bien, que estaba trabajando. En cierta forma nosotros no queríamos saber, en esa época todas las noticias eran muy feas. Era época de dictadura. Todos intentamos bloquear eso.

De regreso en Bolivia “hubo un momento de crisis, mi papá no tenía trabajo hasta que consiguió uno en la Alcaldía, trabajaba en la división de vehículos. Trabajó ahí por más de 15 años hasta que se jubiló”, dice Hugo Sánchez.

En esa época también compró un terreno en la zona de Mallasa donde hizo construir una casa que se convertiría en la herencia de dos de sus hijos. Los tres varones restantes tendrían su espacio en la que fue su vivienda de infancia, en San Pedro. Allí, don Julio también hizo construir una casa tras la muerte de su padre.

—Mis hijos (Camilo y Melina) lo encontraron, llamaron a su papá y le dijeron “creo que el abuelo se ha muerto”, ambos lloraban —comenta Gladis Cabezas, nuera de don Julio.

En Mallasa vivió sus últimos años, rodeado de sus nietos.

—Bajamos a las 8.00 con Meli (hermana menor de Camilo) para darle su desayuno y no se movía. Me acerqué, nos desesperamos, lo quisimos levantar y no despertaba. Teníamos 20 Bs para las emergencias; corrimos a comprar una tarjeta para llamar a mis papás y esperamos en el patio hasta que lleguen. Fue muy difícil encontrarlo así.

—Él como papá ha cumplido todo, no nos habrá dado un cariño, así bien grande, pero nos ha dado lo necesario. Era seco en sus sentimientos: su papá lo ha criado así a él, se repite la historia.

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