Ya no juego Tekken

Los juegos de pelea pueden ser violentos, pero la realidad puede ser más terrorífica. En esta crónica Gabriel Zuna nos narra un duelo de Tekken bajo la atenta mirada de un aterrador y violento bully.
Editado por : Adrián Nieve

Cuando llegué al nuevo colegio a mitad de año, mi principal preocupación era con quién jugaría durante los recreos. El profesor me presentó frente al resto de la clase y de un vistazo recorrí sus caras: expresiones de resignación y cansancio, ojeras demasiado profundas para pertenecer a niños de diez años. Supe que me costaría hacer amigos porque estaban invadidos por la misma tristeza que yo. Nadie quería estar ahí.

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Fuente: Gabriel Zuna

Pasé el día sin hablar con nadie, ya existían grupos con dinámicas establecidas en el curso y no tenía la habilidad social necesaria para incorporarme o irrumpir en ninguna de ellas, pero a la hora de salida un compañero, R, se acercó para decirme “vamos al tilín” y lo seguí a través de calles que se desviaban de la ruta que me habían enseñado para regresar a mi casa.

Cuando llegamos al tilín, luego de una caminata más o menos silenciosa, R pagó por dos fichas, una para mí y una para él. No entendía por qué se comportaba tan solidario conmigo, tal vez porque también era el primer año que él cursaba en esa escuela y comprendía la dificultad de ser el nuevo, pero intuí que la verdadera razón era otra cuando, luego de poner las fichas en la máquina del Tekken 3 y escoger nuestros personajes para la pelea, él me dijo “el que pierda compra cinco fichas más”.

No le había dicho que solo tenía dinero para pagar el pasaje de regreso a casa, aunque dudo que eso le hubiese importado. Era plata suficiente para cumplir con el compromiso que involuntariamente acepté. Estaba nervioso porque estábamos en una parte de la ciudad que no conocía; cerca de su casa, pero lejos de la mía, y no sabía si mi micro pasaba por alguna calle próxima o si estaba condenado a deambular por la ciudad y extraviarme. 

No podía perder.

Jugué con el Doctor Gepetto. El personaje me parecía tan ridículo que siempre me hacía reír y era el único del que conocía los combos. Me tomó un tiempo aprender la distribución de los botones, estaba acostumbrado a jugar en una máquina diferente, pero cuando descubrí que el botón rojo era para golpear, el verde para patear, el amarillo para bloquear y el azul para saltar, supe que tenía la partida ganada.

Claro que R sabía jugar bien, pero yo era más hábil y apenas pudo acertar un par de golpes mientras yo conectaba la mayoría. Me emocioné y empecé a apretar los dientes, incapaz de atender a algo que no fuera la pantalla. No percibí la frustración en el cuerpo de R hasta que sentí un codo clavándose en mi costilla que me apartó completamente de la máquina. “¡No sabes jugar, buey!”, me riñó con un insulto que jamás me habían dirigido. ¿En serio dijo “buey”? Sonaba a doblaje mexicano. 

Intenté regresar a mi posición para ganar la partida, el contador de vida de los personajes mostraba que el suyo estaba a un golpe de perder, mientras el mío todavía aguantaría cinco golpes o un combo bien hecho. No logré sobrepasar a R, que interpuso su cuerpo entre el mío y la máquina, a la vez que pulsó con rapidez los botones de su lado para acertar los cinco golpes que debía dar con tal de ganar. “Ahora te toca pagar”, dijo y me apunto al chico que atendía el lugar. 

R había ganado con trampas, pero no existía árbitro que le cobrara la falta. ¿Por qué no lo aparté cuando me impedía el paso? ¿Por qué acepté la condición que puso al inicio de la partida? ¿Por qué no le dije que prefería jugar Metal Slug o House of the Dead? ¿Por qué no dije, simplemente, que no iba a pagar una apuesta que no acepté? Cualquiera de esas cosas me habría ahorrado el golpe que le di y la expulsión del tilín. Después no habría tenido que agarrarme a puñetes con él en medio de la calle ni explicarle a mi madre porqué llegaba a casa con el pantalón nuevo sucio y roto en la rodilla. ¿El dinero del pasaje? Se salió de mi bolsillo mientras me revolcaba en el suelo. Llegué a casa cuatro horas después, luego de perderme varias veces, sin ganas de volver a saber de la escuela, del Tekken o del tilín.

Al día siguiente volví a ir al colegio. Intenté evitarlo quedándome de más en el baño antes de salir, pero mamá me recriminó que, luego de llegar tarde y con la ropa rota, ahora de paso pretendía faltar a mi segundo día de clases. Caminé lento, quería que, al llegar, la puerta de la escuela estuviera cerrada y un portero autoritario me ordenara que me vaya. Aunque llegué tarde la puerta seguía abierta y el portero utilizó su autoridad para traerme hacia adentro. Amenazó con arrancarme las patillas si no me las recortaba y volvía a llegar tarde.

Entré en mi salón, los niños seguían trepados sobre las mesas y fingían que fumaban churritos de papel sin relleno, humo puro directo a los pulmones. Pregunté a alguien por el maestro y aprendí que el nuestro acostumbraba llegar tarde. Fui a sentarme en el lugar que me habían asignado el día anterior, seguía sintiéndome incapaz y desganado de incorporarme en los juegos de los demás. Miré a mi alrededor, el único que estaba sentado como yo era R, con la cabeza apoyada sobre su mesa y cubierta por una capucha. El día anterior, cuando peleamos, le había reventado el labio y él me había arrancado cabellos y dejado varios moretones en el cuerpo que mi madre no notó. Me habría conformado con eso y hasta podría haber dicho que estábamos a mano, pero no olvidaba que yo deambulé perdido por varias horas y lo culpaba por haberme hecho perder el dinero para el pasaje. 

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Fuente: Gabriel Zuna

Ya desde la noche anterior estaba pensando en eso, en que si lo volvía a ver querría cobrarle, así no fuera en dinero, y ese era el motivo por el que no quería ir. Mi único intento de amigo en el colegio nuevo y yo con ganas de arrancarle una uña con alicate, como había visto en una película hace poco.

Fui hacia su mesa y le quité la capucha. “¡R!”, grité, llamé la atención de todos, “¡devolvéme mi plata!”. Él levantó la cabeza para verme. Además de una costra pequeña y más o menos fresca en el labio inferior, la herida que yo le hice recién empezaba a curarse, pero tenía también un ojo moreteado y el cachete izquierdo hinchado con un pequeño tajo, que podía ser resultado de un golpe muy torpe que le hubiese reventado la piel o de uno con mucha técnica, con mucha precisión de los nudillos, que se la hubiese cortado. Sabía que eso no se lo había hecho yo, eran lesiones demasiado graves. Parecía que había peleado con un pugilista profesional luego de enfrentarse conmigo. Me dio un pequeño susto verlo.

“Yo no tengo tu plata, buey”, respondió, se puso la capucha y otra vez apoyó su cabeza en la mesa. Durante los segundos en que ocurrió ese intercambio el resto de la clase se volvió para vernos. Ya estaban enterados de que algo sucedió entre R y yo, y hasta donde sabían él se quedó con mi dinero. Si dejaba las cosas así asumirían que podían quitarme la plata impunemente. Me di cuenta que habría sido mejor no decir nada, pero ahora que ya todo estaba iniciado y debía continuar el conflicto. Le agarré la capucha de nuevo, esta vez más fuerte, y me aseguré de agarrar también algunos de sus cabellos que jalé para que me mirara. “Tienes hasta la salida para devolverme o sino vamos a arreglar de otra forma”, dije ante su cara de dolor y ante la cara de morbo de los otros.

Regresé a mi asiento con una sensación incómoda, me costaba respirar. Otro compañero se acercó a mí y preguntó si yo le había hecho a R las heridas que tenía en la cara. Me sumí en un silencio reflexivo, pero él supuso lo que quería suponer. Unos segundos después se acercaron otros chicos para felicitarme. “Es un cojudo”, dijo alguien. “Es bien confianzudo. Tienes que sacarle la mierda”.

Al parecer a nadie le caía bien R, nadie intentó defenderlo. A la hora de salida él tenía todas sus cosas listas y salió corriendo del curso. Escuché una voz que dijo: “Agárrenlo, se tiene que pelear con el nuevo” y un par más se apresuraron en ir detrás de él. Yo me tomé mi tiempo, si R corría significaba que ya tenía la pelea ganada, no importaba si ya no lo encontraba ese día, al siguiente volveríamos a vernos y eventualmente arreglaríamos las cosas. Caminé hacia la salida del edificio acompañado de los amigos que me apoyaban circunstancialmente y cuando llegué a la calle vi que él no había escapado, había ido a buscar refuerzos.

Junto a R estaba un tipo alto, vestido con buzo y una polera sin mangas que permitía ver unos brazos torneados. Sus rasgos faciales lo vinculaban inconfundiblemente con él, debía ser su hermano. Tenía los nudillos sobresalientes y una expresión ruda. Maldito R, otra vez había hecho trampa y todos los compañeros que me daban esquina y caminaban detrás de mí para ver cómo lo reventaba ahora se alejaban calle abajo. Me dejaron solo para que me enfrentara a los dos.

“Me he enterado que dices que el R es un ladrón”, dijo el hermano, “pero el verdadero ladrón eres vos, ¿por qué no pagas tus apuestas?”. Conocía el problema desde la perspectiva de R y yo quería contarle la mía. Cuando estás en una situación de desventaja de poder, tiendes a acudir al razonamiento en vez de la fuerza; pero no permitió que yo abriera la boca y me dio un rodillazo en la boca, pero del estómago.

Esperó a que recuperara el aliento para seguir hablando: “Sé que el R es un mamoncito, así que antes de sacarte la mierda te voy a dar el beneficio de la duda. Vamos al tilín y ahí vamos a ver quién es el que está mintiendo”. Mientras decía eso R lo observaba con temor, como si se arrepintiera de haberle pedido ayuda.

Seguimos al hermano hacia el mismo tilín del día anterior. Aunque caminaba libremente me sentía como si me estuviera jalando de la oreja. Llegamos y el chico que atendía el lugar, el mismo que el día anterior nos había botado y ordenado no regresar, se achicó ante el hermano y le entregó varias fichas sin pedir dinero a cambio. Él nos dio dos a R y dos a mí y dijo “jueguen”. Nos acercamos a la máquina del Tekken y seleccionamos nuestros personajes. Yo escogí el mismo.

Empezamos el juego. Me costaba concentrarme porque en el reflejo de la pantalla veía al hermano de R, con los brazos cruzados, y sentía su respiración sobre mi hombro. El rodillazo que me dio fue muestra suficiente de su fuerza y tenía miedo de lo que planeaba hacerme si perdía la partida; deseaba ser capaz de defenderme como el Doctor Gepetto, que a pesar de su aparente debilidad podía dominar los combates contra la mayoría de los otros personajes, si sabías controlarlo bien. No tenía esa posibilidad, debía concentrarme en ganar el juego contra R.

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Fuente: Gabriel Zuna

A pesar de la presión y de perder las dos primeras rondas, pude concentrarme en la partida y entrar en el juego en el último momento. R estaba relajado, sentía que tenía todo bajo control, pero cuando gané la tercera y la cuarta ronda sin ninguna dificultad se puso tenso. Aunque todo a mi alrededor estuviera desmoronándose, cuando un juego era importante para mí podía absorberme en él por completo, y esa era una ventaja que mi oponente desconocía: desde mi punto de vista el hermano y el resto del mundo habían dejado de existir desde hace rato.

La última ronda fue fácil. Ahora, con la presencia de un árbitro, R no se atrevió a hacer trampa. Lo vi mover un pie hacia mí, como si quisiera patearme, pero fui más hábil y antes de que me alcanzara en la pantalla apareció una señal de K.O. Había ganado.

El hermano de R se veía furioso. Al vernos jugar confirmó la sospecha de que R le estaba mintiendo y salió del tilín jalándolo del brazo. Lanzó el resto de las fichas en la cara del chico que atendía, que cuando yo salía se asomó por encima de su mesa para pedirme que pague por las fichas que utilizamos.

Afuera alcancé a ver a R tirado en el piso, cubriéndose la cara con el brazo, y su hermano que gritaba “¡Qué vergüenza que me das, buey!”, mientras le pateaba en la espalda. Yo caminé en sentido contrario lo más rápido y silenciosamente que pude. Detrás de mí escuchaba más insultos y los gritos de R, que pedía basta, pero no volteé para verlo. 

En ese momento sentí una mezcla de pena, rabia y satisfacción. No recuperé mi dinero ni me desquité con R, por lo contrario, tuve que enterarme de que su hermano lo abusaba, y deseaba ayudarlo, pero también me alegraba de que recibiera su merecido. Qué estrecha era mi visión de las cosas. No vino al colegio todo el resto de la semana y cuando por fin lo hizo ya no le hablé, ni él me dirigió la mirada siquiera.

Mientras me iba a casa ese día pensaba que siempre que jugara Tekken, las peleas del videojuego terminarían traducidas en peleas reales. Decidí no volver a jugarlo. Al fin y al cabo, no me gustaban tanto los juegos de combate, prefería los de disparos. Tampoco volví a ir a ese tilín, pero me quedé con una de las fichas que el hermano de R me dio para jugar contra él; no hizo falta utilizar el segundo crédito. Todavía ahora la tengo, mezclada junto con monedas de otros países.

Terminó el año y R se cambió de escuela. Volvimos a vernos varios años después, yo lo reconocí, pero él ni siquiera recordaba con qué letra empezaba mi nombre.

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Este texto forma parte del especial Mi vida y los videojuegos