Que los viejos puedan sentir el sol

En su primer texto en 88 Grados, Francisca García nos narra la situación de Gloria, Katia y Rosario, protagonistas de algo que pasa desde hace mucho tiempo y que cada familia enfrenta de diferentes modos: la vejez, los hogares para ancianos, las sospechas de abusos y la lucha por la dignidad.
Editado por : Adrián Nieve

La encontró sentada al sol, en el banquito plegable que tenía desde hace 20 años, el sombrero de tela y una mandarina sobre sus rodillas a la que le quedaban tan solo cinco gajos. Sabía que Gloria había pasado una mala mañana después de haber recibido esa llamada de Katia, que cada vez se hacía más frecuente: “¿Hola?, ¿sí? La mamá se cayó otra vez”.

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Las dificultades que llegan con la vejez no se limitan a lo físico; ahí, en el mundo externo, esperan muchas otras más. / Foto: iStock

Mientras la mira con ternura, Rosario no puede evitar pensar en su fragilidad, su cuerpo cada día más pequeño, la piel más oscura pegada a los huesos y el rededor de la boca llena de jugo de mandarina porque hasta comer se ha convertido en un reto constante.

“Mami, deja que te revise”, intentará levantar la venda que horas antes su hermana le había puesto para curar la nueva herida en la frente. Sabe que no podrá ir al Policlínico 9 de Abril porque se encuentra lejos de casa, no hay un lugar para estacionar y, además, se tiene que reservar la atención desde las siete de la mañana junto con un gran número de personas, entre ellas jubilados que se levantarán muy temprano, se pondrán un gorro de lana, guantes y llevarán una mantita para poder cubrirse las rodillas durante las largas horas de espera dentro de aquel ambiente ófrico que apenas deja pasar la luz del día. Todos ellos parecen necesitar atención de manera más urgente que Gloria, quien tiene la herida cerca a la sien, pero ya no recuerda cómo se la hizo.

Rosario aprovecha que su mamá se encuentra tranquila y va por un poco de agua. En el camino, coge una toalla, las tijeras, el cortaúñas y la crema que se encuentran en el tocador y, cuando vuelve, comienza a cortarle las uñitas de la manera más delicada que puede, mientras le pregunta si le duele la herida. “¿Qué herida? Yo no me caigo, no sé qué ha pasado, pero no me caigo, puedo hacer las cosas sola”, es la eterna discusión entre Gloria y sus hijas, que hacen hasta lo imposible para no dejar sola a mamá.

Se habían prometido desde hace años que no la mandarían a los hogares de ancianos, dónde la comida nunca tiene buen sabor, no les permiten moverse y los visten con ropa ajena. Rosario aún recuerda la imagen de su papá en una silla de ruedas, con un pantalón viejo que no era suyo y preguntando dónde estaba su reloj mientras intentaba llevar la cuchara a la boca, porque las pastillas y tranquilizantes le impedían mover los músculos de las manos e incluso caminar había dejado de ser una opción. Su papá murió en ese pabellón, donde los viejos que no pueden ser independientes deben permanecer encerrados y no disfrutar del inmaculado jardín. Murió ahí adentro, donde los días soleados pasan completamente desapercibidos, y que al mirar con un poco de atención se puede ver en sus rostros la angustia de estar rodeados de extraños lejos de su casa y de su familia, la misma angustia que muestran cuando no son capaces de encontrar sus pertenencias, ya sea el reloj, el monedero o los caramelos que les trajo un nieto cuando los visitó el mes anterior. Murió en aquel pabellón donde al entrar se puede sentir cómo el frío va recorriendo el cuerpo y no se puede evitar la sensación de que viven bajo un a permanente penumbra.

Desde entonces que se les hizo inevitable prestarle más atención las noticias que hablan de aquellos viejos a quienes no les quieren dar una atención digna en las oficinas públicas; sobre aquellos que trabajaron toda su vida y a quienes les quitaron sus pertenencias; aquellos que tienen que ver cómo sus familiares se deshacen entre sí para repartir lo poco que todavía conservan, como si no estuvieran presentes; o sobre los que, todavía en sus casas, sufren maltratos físicos por ser considerados una carga; incluso aquellos que fueron dejados en hogares de ancianos donde sufren abusos sistemáticos por parte del personal. Y después del horror de todas esas noticias, se alegrarán de que Gloria pueda disfrutar de los rayos del sol en las mañanas sin formar parte de esos seis de cada sesenta ancianos a quienes les arrebataron sus hogares, el cariño y hasta la dignidad.

Katia pasará por ellas en la tarde, acudirán –otra vez– al consultorio privado donde puedan curar la nueva herida. Total, ya tienen la historia médica de todas las caídas anteriores, pagarán por la tomografía de rutina y comprarán los medicamentos en caso de que los necesite. Les gustaría contratar a alguien para que cuide a mamá durante algunas horas, pero el seguro y la jubilación no alcanzan para pagar un sueldo mínimo incluyendo beneficios y mucho más si es que desean una persona especializada, aquellos son lujos que no pueden permitirse. Solo les queda cuidarla entre ellas, pese a que en cualquier momento una recibirá la llamada de la otra diciendo “la mamá se ha caído otra vez”.

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