Chicago

A veces, para viajar, solo se necesita un buen narrador y así lo demuestra Hugo José Suárez con este texto en el que nos transporta hasta la ciudad de Chicago y los diferentes escenarios que la hacen una ciudad fascinante y hermosa.
Editado por : Adrián Nieve

Chicago, cuántas veces has pasado a mi lado, y nunca te descubrí. Te he leído, te he escuchado. Ahora llegas. Todo surge de manera sorpresiva, como un regalo. Mi amigo y colega, el que conocí en París cuando ambos fuimos profesores invitados en la Sorbona, me invita a que dé unas conferencias a la Universidad de Notre Dame, que está en South Ben, a dos horas de la gran ciudad. No dudo en aceptar.

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“Me desplazo entre los edificios imponentes, aquellos que rasguñan los cielos, hasta llegar al Millennium Park, donde se encuentra el frijol, que es una estructura con esa forma, pero enorme en medio de la plaza y con la particularidad de ser un espejo gigante por donde lo mires”. / Fotografía de Hugo José Suarez

Llega el día. Hago mi maleta pequeña, solo tengo diez kilos de equipaje de mano; 50% lo ocuparé con los libros que tengo que llevar, lo demás ropa y un mezcal de regalo. El azar me sonríe: voy a finales de octubre, me acoge el colorido otoño y las vísperas de Halloween, la fiesta más dinámica de E.U.

El primer día paseo por Evanston, donde estoy alojado, un suburbio elegante al norte, a 20 minutos en tren. El primer paseo es un traslado al universo de colores y tonos que regalan las hojas de los árboles, en plena transición, a medio camino entre el verano y el invierno.  En ese estado intermedio, entre el verde intenso y el vacío, cada árbol exhibe su encanto. Hay hojas amarillo intenso, rojas rubí, anaranjadas, cafés, beige, y todas sus combinaciones y degradé posibles. Salir a caminar es un paseo, es entrar a un sueño generoso en sensaciones y ambientes. Las calles anchas, apacibles, con varios metros entre la calzada y la entrada del domicilio, sin reja, con varios árboles en el jardín que riegan como nieve sus hojas cuando el viento las arranca de las ramas. Al rato, me veo caminando encima de la alfombra de colores. No sé dónde detener la mirada, en la hoja rubí que acaba de caer y que recojo del piso, en el tronco del árbol que las retenía con elegancia, en el viento que las levanta en un baile romántico y armónico. Donde mire hay magia.

Y es tiempo de fiesta. En unos días los niños pasearán por todas las puertas, disfrazados, pidiendo dulces: “Trick or treat”. Varias casas se toman en serio la celebración. Imagino cuánto tiempo invierten en adornar sus espacios, sus ventanas, sus balcones. ¿Por qué? ¿Qué les atrae tanto a los estadounidenses de este momento? Los jardines tienen esqueletos, brujas, calaveras, huesos, piratas -estamos lejos del mar-, tumbas. Hablo con varios dueños de casa que lucen orgullosos sus arreglos, cuentan que están esperando a los niños, nuestra conversación fluye entre bromas y halagos. Se combinan las palabras sobre el miedo, la estética y el juego. Los arreglos evocan brutalmente la muerte y el esqueleto como su más dramática expresión, pero van de la mano del buen gusto en la decoración, de la simpatía. Es el juego a tener miedo, es quitarle contundencia a la muerte, convertirla en un entretenimiento infantil sin drama. Es creerse que no se le teme, olvidarse de ella, hacer a un lado su rostro tenebroso y a través una fiesta en su honor. 

Entretanto, los adornos combinan mensajes políticos. Varios jardines tienen el cartel “Black lives Matter” sembrado entre el pasto. Me dicen que lo pusieron ahí cuando estalló el movimiento aquél, y ahora toca compartir el lugar con los huesos de plástico regados entre tumbas artificiales. Política y cultura. En alguna casa, la fiesta de Halloween es motivo para dar lugar a todas las manifestaciones y demandas sociales, incluso religiosas. Un cartel sintetiza el manifiesto de lo que podría llamarse la izquierda norteamericana: “We believe: Black lives matter. No human is illegal. Love is love. Women’s Rights Are Human Rights. Sciences is real. Water is life. Injustices Anywhere Is a Threat to Justice Everywhere”.

Al día siguiente me toca ir al centro de Chicago. Mientras viajo en el vagón, pasan por mi memoria las lecturas que hice de los sociólogos de la legendaria Escuela de Chicago, de quienes aprendí no solo el sentido de lo urbano sino, quizás, sobre todo, la importancia de la escritura y la descripción en el ejercicio de mi oficio. Tengo presente aquel clásico libro Entre las cuerdas, de Loic Wacquant, donde el autor nos narra su proceso de inserción a una escuela de box en un barrio negro, y la regulación de la violencia a través del deporte. Dilemas de sociólogos: Wacquant en algún momento se preguntó si su camino no sería la vida de pugilista; a mí la pregunta me vino en varios momentos, con la teología, con la fotografía, con la narrativa. Y entre que indago en mis patios interiores, el tren llega a mi destino. 

Camino un par de cuadras para entrar a la estación central de trenes, aquella que comunica Chicago con todo el inmenso país. Me viene la imagen de la Grand Central en Nueva York, donde pasé horas escribiendo y tomando café. Me desplazo entre los edificios imponentes, aquellos que rasguñan los cielos, hasta llegar al Millennium Park, donde se encuentra el “Bean” (del artista indobritánico Anish Kappor, 2006), el frijol, que es una estructura con esa forma, pero enorme en medio de la plaza y con la particularidad de ser un espejo gigante por donde lo mires.  

Es la intervención estética urbana más impresionante que he visto en los últimos años. Entre el paisaje recto compuesto por edificios que rodean el parque, el Bean quiebra el trazo rectangular. Todo reflejo es curvo, deformado, irrepetible. Caminas dos metros y cambia completamente el paisaje, renace. Dos más y otra vez una nueva invención. Parece que el artista estuviera desafiando lo sólido, lo estable. Le doy vueltas a la maravilla, al agasajo de la imaginación y la vista.  Voy por un lado, descubro una ciudad, por el otro, otra. No coincide, no se repite. Me miro a mí mismo, difícil de reconocerme, desconcertante. Camino por el pequeño pasaje interno, me detengo en el centro y miro hacia arriba, estoy en el epicentro de los reflejos por lo que con mi cabeza volteada hacia arriba veo un círculo perfecto. Me veo, aunque es una forma de decirlo. Me viene la imagen de El hombre de fuego de José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas en Guadalajara, aquel mural que desafió lo estable, la perspectiva que modifica la percepción, el hombre en llamas que cambia de posición -o más bien se transforma la sensación transmitida- de acuerdo al punto de vista: desde una esquina, el hombre de fuego desciende; desde la otra sube; una más: flota. Anish Kapoor soñó a Orozco; y más: diría que rinde un homenaje al muralista mexicano maestro de las perspectivas. Decía José Martí que toda la belleza del mundo cabe en un grano de maíz; Kapoor parece haber entendido el mensaje, con la forma simple, básica, banal de un frijol, renueva el sentido urbano de Chicago y nos regala una metáfora de la fluidez de la sociedad contemporánea.

Sigo el consejo de un amigo y tomo el tour de arquitectura que va por el río. La descripción es especialmente interesante. Descubro que las monumentales construcciones tienen movimiento, que el viento es tan fuerte que necesitan flexibilidad pues se ladean un metro a cada lado sin que nadie lo perciba. Las estrategias de la ingeniería para mantener la estabilidad son de lo más sofisticadas, desde huecos en determinados lugares, hasta un sistema hidráulico interno que permita distribución de los pesos y los equilibrios. Lo sólido no siempre lo es. Y en México decimos cuando algo es inofensivo: “como el viento a Juárez: no le hizo nada”. 

También me entero que en Chicago la relación con el río, en general con el agua, fue tan perturbadora como en otras grandes ciudades. Primero fue “colonizada”, receptor de todos los desechos. Nadie quería vivir en sus riveras por el mal olor y la suciedad. Como en otros lados, la vida se la construyó de espaldas al río.  Tuvieron que pasar muchas décadas de explotación y contaminación de las aguas para que se emprendan programas que reparen los daños. Se levantaron nuevas construcciones con otras exigencias, y poco a poco las orillas devinieron el lugar más preciado de vida y paseo. Algo similar sucedió en París, en Buenos Aires. En La Paz es un drama, se consideró a los ríos como una amenaza a ser controlada y una cloaca natural; desde hace más de un siglo que las autoridades se esforzaron por cubrirlos, “entubarlos”, ocultarlos. Hasta hoy a nadie se le ocurrió que las fuentes naturales alrededor de la ciudad podrían ser hermosos paseos recreativos, que el agua es una aliada de la buena vida, que la relación con el entorno puede ser armónica. 

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La ciudad puede exhibir diferentes colores, tanto en sus plantas, sus calles, como en las ideologías de su gente. / Fotografía de Hugo José Suarez

En términos geopolíticos, el agua fue un factor capital en la consolidación del este de Estados Unidos. Por el río la comunicación y el comercio fluyó desde Nueva York hasta Nueva Orleans, del pacífico al golfo, uniendo poblaciones distintas. Termino mi paseo con el descanso de la comida. Entro a Shake Shack, la tienda de hamburguesas que conocí en Nueva York; sencillas, con productos orgánicos, precios convenientes y con especial aura política pues se dice que Obama iba ahí. 

La última parada de este viaje es en Notre Dame University, en South Bend, a un par de horas de Chicago. Pasear por su campus da la sensación de una mezcla entre las antiguas construcciones de las universidades europeas donde estudié -en Lovaina, por ejemplo-, y la expansión frondosa de los cuidados jardines americanos. Estos “paraísos académicos” como los llamaba Roger Bartra, son espacios especialmente cuidados y atendidos en todos sus detalles. 

Entro a la biblioteca, a las aulas, a las oficinas administrativas. Paso al lado del campo de futbol americano, el gimnasio, la gruta de oración -es una universidad católica-, el lago. Todo me transporta a mis años lovainenses. 

Pero acaso lo más curioso sucede en el edificio central: una imponente construcción de cuatro pisos, con una gradería que termina en la puerta central y una cúpula dorada con una efigie en la cima. Cuando entramos al inmueble, mi amable amigo que me acoge y que me invitó a esta maravillosa experiencia, me dice que tenemos suerte, podremos ver los cuadros. “Explícate”, le pido inquieto. Me comenta que el pasillo de entrada tiene cuadros en gran formato a ambos lados que narran la vida y travesía de Cristóbal Colón. Dos de ellos son especialmente ilustrativos: en uno está siendo recibido por los indios que le brindan pleitesía, en el otro se presenta frente a los reyes con sus logros y súbditos: indios y negros. 

El caso es que los cuadros, que estuvieron por años en el mismo lugar, fueron ahora percibidos como un insulto humillante, y comunidades de indios -a quienes, por cierto, les pertenecía parte de los terrenos donde se instaló la Universidad- protestaron enérgicamente. Se nombró una comisión para dar una salida que fue ambigua: no se removerían las pinturas, no se las quemaría, no se haría unas nuevas obras en honor al mundo indígena o alguna de las múltiples “soluciones” posibles, sino que se las cubriría con una tela movible con motivos indígenas y las quitarían cuando fuera necesario. Pues bien, mi llegada coincide con esa ocasión, un pequeño anuncio lo informa: “los revestimientos que normalmente están en su lugar, serán removidos por razones institucionales en octubre del 24 al 28”. 

El episodio de los cuadros es parte de la discusión de la cena con varios académicos. El tema de la raza y la identidad está en el centro del debate americano, con distintas orientaciones, desde la que lo reivindican con entusiasmo, hasta los críticos. Lo más interesante es que se cuenta el caso de las “fake identity”, refiriéndose la estrategia de algunos académicos que, haciéndose pasar por pertenecer a alguna minoría (negra, latina, etc.), adquirieron beneficios, puestos e hicieron carrera universitaria, siendo que, en realidad, poco tenían que ver con el cualquiera de aquellos grupos. La pregunta de fondo es: ¿cómo se define una identidad, una pertenencia étnica?, ¿es el argumento biológico el que debe primar?, ¿es el cultural?, ¿ninguno de los dos? Debate complejo.

Vuelvo a la ciudad para emprender el retorno. Cierro con el mejor de los sabores: la última noche mi amigo me invita a cenar a un restaurante francés en el centro de Chicago. Llegamos y está repleto, por lo que nos toca sentarnos en la barra. Me dice que suele preferir esta opción porque es como tener el mozo para uno solo. Y tal cual. Corre la noche. El barman nos va sugiriendo y orientando, es un personaje de película: grande, de rasgos toscos, habla fuerte, generoso y torpe a la vez. Comemos anchoas, fuagrás, tuétano, acompañado de un vino blanco fabuloso. Coronamos con un postre con la exquisitez de la repostería francesa. Al final de nuestra velada, recordamos aquel pequeño local de vinos que mi amigo me hizo descubrir, cerca de Montmartre en París, a unas cuadras de mi casa, un par de años atrás. Cuántas noches habremos pasado ahí, entre vinos y quesos. Comer y beber, la mejor manera de cerrar el encuentro.

Dejo Estados Unidos nuevamente con sensaciones encontradas. Encantado por la lógica urbana de Chicago, impresionado con la infraestructura universitaria, atraído por la discusión académica, meditabundo respecto de las soledades, nostalgias y vacíos de la vida cotidiana. Vuelvo con la valija llena.

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