La Era de Acuario
Marchan, uno, dos, uno, dos, botas camino de Vietnam. Mi amigo Frank —mientras acabamos una botella de Canadian Mist— tiene los ojos en las selvas, en descabezados niños guerrilleros muertos. Uno, dos, dos, uno, uno, uno, dos, dos, marchan. Cuenta que mientras asaba ardillas en los bosques donde se escondió al retornar a Estados Unidos oía el crepitar del napalm, tapires que huían aterrados con medio cuerpo incendiado. Oigo, Claudio, oigo y marcho, uno, dos, dos, tres, cuatro, cinco, uno, uno. Marcho. El whisky barato tiene color de orangina. Quema. Pesa. La habitación en penumbras, sótano de Maryland, se llena de humo y gritos. Me quedo a dormir pero en realidad me traslado. Llevo un uniforme, marcho, marcho. Whisky, marcho mientras las Shirelles cantan Soldier Boy.
Con mucho alcohol en un jergón en el piso. Frank murmura entre sueños, no lo puedo entender. Cuando al quitarme las botas vio que mis calcetines tenían agujeros en la parte del dedo gordo, fue a su cajón y me regaló media docena de medias militares.
De Vietnam no trajo victorias pero sí una pequeña y hacendosa mujer de rasgados ojos. No de Saigón, de por ahí, de los arrozales donde las cobras se alimentan de vietcongs muertos. Le dio dos hijas y él corrió a la floresta de Maryland para no salir nunca más. Cargamos camiones, Frank suda, moja sus anteojos; se detiene a ratos para secarlos. Cajas de iceberg, de papas rojas, hasta de paltas chilenas. Dos, tres años vivió de lo que proveía el camino, animales atropellados por los carros a velocidad. Venados, ardillas, mapaches, serpientes de agua, cuervos atrapados antes de alzar vuelo, distraídos con la carroña. En un techado de cartones y madera aguantó. Suelen ser tremendos los inviernos de la costa este pero aquí estaba, recibiendo órdenes de Joe Day, What the fuck are you looking at, bitch? Get your ass to work! Fuck you, Joe! Varios de ellos son veteranos: Ernst el viejo, Will, el mismo Joe, Tyronne. Todos negros y todos pobres, bueno, quizá Joe no al ser capataz, pero le gusta tanto la “mierda”, el crack, que no sé si le queda algo. Pussy alrededor, sexo femenino carente de lírica, mojado hoyo que alivia el mal recuerdo.
No vio otra vez a su familia, no la buscó. Un día faltó al trabajo. Apareció al día siguiente y lo expulsaron a empujones, casi tirándolo fuera del dock. Jamás lo volví a encontrar. Está en mi mente, claro, siempre, cuando contemplo mi historia en cinta sinfín. Mis pupilas no envejecieron como el resto. En ellas guardo el humo de roedores asándose entre árboles de hoja caduca en algún lugar entre el norte y el oriente. Suena un tango ruso. ¿Emula aquella tristeza? O poca la suya comparada a correr entre piernas desgajadas cuando los cañones del Tet caían sobre la trinchera.
Usé aquellos calcetines de campaña que me regaló. Me sirvieron para el terrible invierno del 89. En la penumbra de mi dormitorio escuchaba a Bob Dylan, los Everly Brothers, Del Shannon. Estoy aquí, me decía, aquí donde he estado tanto en libros, donde en los bosques de Thoreau se mueven refugiados asesinos, buenos asesinos algunos, del sudoeste asiático. En Whitman, en Emerson, en The Red Badge of Courage… Stephen Crane.
“No tiene memoria ni miedo ni esperanza/ más allá de la hierba y las sombras a sus pies”. Hart Crane.
“No era la Muerte, pues yo estaba de pie/ Y todos los muertos están acostados (…)” Emily Dickinson.
“Quizás te consideres un oráculo, / portavoz de los muertos o algún dios. / Yo llevo treinta años esforzándome / por limpiar de fango tu garganta / y no he aprendido nada”. Sylvia Plath.
El metro nos lleva a Tacoma Park, ¿O era Silver Springs? Maryland, de todos modos. Ya cuando el sol de marzo calentaba la espalda, cuando los dardos del invierno no crucificaban el rostro ya no más, pensé en mujeres. Nam, Vietnam, se aletargó, despertó el cuerpo, dejé que el Reuben James se hundiera en las aguas heladas, los marinos pegados al suelo oceánico y yo pegado a tu cuerpo, ni sé cómo te llamabas, rubia que gemías. Carol, sí, Carol. Tu gato se lamía las patas y la escalera de Arlington que llevaba a tu pieza habíala yo pintado con los colores de Gabrielle Münter. Luego te llevé a comer comida china, de cincuenta centavos el cucharón.
Si todavía estaba vigente la Era de Acuario no lo puedo decir. Pero el aire venía de allí, aquello estaba todavía muy cerca y los hippies no se habían aburguesado tanto como para el oblivion. Hair, triste maravilloso film, con música de The Fifth Dimension. De la rubia caí en piernas de la antropóloga judía. Gritaba y el sexo era con luz y ventana abierta. Después encendía, ella, un cigarrillo y hablaba de Teresinha, Brasil, y de caimanes de barro.
Subía el zipper y bajaba por la colina de Adams Morgan. Me emborraché en el Montego Bar, con Red Stripe, cerveza jamaiquina. Hasta el vaso olía a ti, ese aroma entre zorrino y azahar.
¿Si era la de Acuario cuál es esta otra? Pasaron treinta y añadidos años. Supongo que el vendaval los dejó muertos, amigos y conocidos, entre el mejunje de alcachofas y reefer; entre remolacha y hash. Frank llevará décadas de calavera. No iba a vivir mucho. Nadie carga el horror por demasiado tiempo. Recuerdo cuando nos escondimos en aquel sótano de Maryland, detrás de la mesa, porque caían misiles rusos y dejaban el dormitorio como retamas sangrientas. Sombreritos negros entran a los apartamentos por oleadas, pequeñitos, guerrilleros enanos como decía Boogie el aceitoso, alegando que no había niños en Vietnam.
Oh, Summer of Love!
21/01/2023