Huele a Navidad

Cerramos el año con un texto en el que vivimos la Navidad a través de los sentidos y la memoria. Francisca García junta varios testimonios navideños en un texto que te hará evocar hasta los recuerdos navideños más lejanos. ¡Felices fiestas y próspero 2024!
Editado por : Adrián Nieve

El olfato, ese sentido que, junto al gusto, tiene el poder de transportarnos en el tiempo. Sentimos olores que nos recuerdan momentos tristes, felices, que nos causan rechazo o que no recordamos del todo, pero nos parecen familiares. 

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Foto: Francisca García

Son los olores los que marcan ciertos tiempos. Como el incienso y el azúcar quemada de agosto, el olor a pan que marca el final del mes de octubre, el olor a cuetillo y cerveza que denota al carnaval, el olor a palo santo y alcohol que transporta a aquel bar de la calle Jaén donde nunca preguntaban tu edad, o aquel olor a tierra mojada que indudablemente nos transporta a diciembre. Y no puedo dejar de pensar en que, un día cualquiera, mi prima, con la que compartí lo mejor de la infancia, dijo: “huele a Navidad”. 

Pero, ¿a qué huele la Navidad?



La casa se mantenía limpia todo el año, aunque con los niños corriendo alrededor solía ser un reto diario. A veces con tan solo barrer bastaba para darse por satisfecho, ya que en cualquier momento entrarían los nietos con los zapatos mojados y cubiertos de barro; no valía la pena preguntar cómo se habían ensuciado porque pasaría más de una vez al día. 

Pero la víspera de Navidad era una excepción. Con Adamo sonando a todo volumen a través de radio Panamericana, los adultos de la familia empezaban con el proceso de limpieza y los niños debían permanecer en patio sin importar el clima mientras los adultos pasaban la virutilla que dejaba pálido el piso de madera, como si se sintiera triste, para posteriormente pasar un trapo empapado de cera Tigre que venía en lata de metal y que tan solo al tocarla las manos se llenaban de grasa. El olor a cera indicaba que la casa se vestía de fiesta y tan solo después de muchos ruegos y la urgencia de ir al baño se permitía que los niños entren a la casa pisando cuidadosamente sobre el papel periódico que estaba tendido en el piso, marcando el camino como si fueran piedras para atravesar un río. Aquellos saltitos serían un juego más para los niños, mientras que para los adultos era una situación de vida o muerte, que se terminaría la mañana de Navidad, cuando los niños dejarían las marcas de los patines nuevos por cada rincón de la casa, el olor a cera sería opacado por el olor a comida y papel de regalo. Hasta el día de hoy, sentir que la casa ha sido recién encerada trae a la memoria momentos festivos en los que la casa entera se viste de gala, aunque sea por solo una noche.  



Buscar los adornos de Navidad viene de la mano de la mano de un fuerte estornudo imposible de contener, detonado por el polvo y el olor ha guardado de aquellas cajas que permanecieron los últimos once meses en el rincón donde se acumulan las cosas que no son utilizadas con frecuencia. La primera caja en ser abierta será la de los adornos y las luces, pues se hará un recuento de los daños: adornos rotos que posiblemente permanezcan en el fondo de la caja junto a los adornos desechados de los años anteriores y se hará la tan ansiada —y a la vez temida— “prueba de las luces”. Aún recuerdo el olor de aquellos bombillos de vidrio, un ligero olor a cable quemado y plástico que solía ser el resultado de un sobrecalentamiento que empezaba a derretir de a poco alguna rama del árbol de Navidad.  

Entre las cajas empolvadas está aquella, la más firme, la que contiene todas las estatuillas de yeso que son parte del nacimiento. Ahí el olor es de yeso, de pintura y cola que se mezclan con el olor de los diarios viejos con que las figuras están envueltas. Mamá pedía que seamos cuidadosos para no desportillar ninguna, mientras ibas desenvolviendo las figuras, dejando los papeles viejos desparramados por el salón, verificando que estén en buen estado, sin poder evitar lamerse el dedo para limpiar la nariz del Rey Mago que se quedó un poco manchada con la tinta del papel. 

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Foto: Francisca García

Tengo la seguridad de que el pico más alto en las ventas de periódicos es el mes de enero, no por interés en las noticias de la semana, sino porque siempre se necesitaba más papel para guardar las estatuillas de yeso y todas las cosas delicadas que deberían conservarse para repetir la misma operación al año siguiente con la menor cantidad de daños y la mayor cantidad de papeles viejos que pueden contar la historia de más de una generación. 



La Navidad empezaba cuando papá llegaba con un pino cortado que compró en la calle Figueroa, que era donde se instalaba la Feria Navideña, donde los productos más destacados eran árboles, coronas, pesebres y el pasto artificial que no eran más que plantas de aire teñidas con añelina.

Nunca sabremos cómo metían el árbol al coche, pero sí sabemos cómo lo sacaban y debo reconocer que el escándalo era parte del proceso. Mientras todos intentábamos meter las manos para coger una parte del tronco, papá no paraba de gritar que tengamos cuidado. Ponerlo en pie era un reto mucho más grande que meterlo dentro de casa. Habíamos pasado gran parte del día buscando piedras y latas de leche en polvo que servirían de pedestal, debíamos meter las piedras y parte del tronco dentro de la lata y aun así no eran suficientes para poder hacer contrapeso y lograr que el árbol quede erguido. Ninguno de aquellos esfuerzos era suficiente, por lo que teníamos que escoger la mejor esquina para que pueda apoyarse no en una sino en dos paredes para poder mantenerse en pie, como si estuviera borrachito. 

Con las ramas tristes por el peso de los adornos y ante la llegada del inminente fin de su vida, el pino no dudaba en impregnar el ambiente con su fuerte aroma, incluso en aquellas ramitas secas que se tornaban de color café y que caían a los pies, incluso ahí permanecía el olor de la Navidad que se hacía presente cuando, sin intención alguna, eran pisadas al pasar. 

Son muy raros los lugares donde aún puedes encontrar pinos por épocas navideñas, y cuando los hay, el olor de aquellas ramas frescas lo anuncian a una cuadra de distancia. A veces no puedo evitar sentir el deseo de comprar algunas ramitas, solo para poder sentir el aroma en casa y que pueda hacer un contraste con el olor a plástico del nuevo árbol, que tiene por mayor virtud el poder sostenerse solo y sin esfuerzo.


 
Era una Navidad más para esa familia típica americana que me acogió mientras estaba lejos de casa. Tenían un gran árbol decorado con todo tipo de adornos, incluyendo aquello con fotos familiares que no son muy estéticos, pero que son parte de la tradición: un nacimiento enorme con figuras hechas de madera que se encontraba fuera de la casa rodeado de luces de colores que tomaba un tono pálido mientras caía la nieve en aquel pueblo alejado en el Estado de Illinois. No había grandes cenas o comidas familiares en la víspera de Navidad, pero sí había dulces esperando por cada uno en las botitas navideñas hechas a mano que tenían el nombre de cada uno bordado en la parte superior. Pero el mejor de los dulces era aquel que estaba hecho en casa. 

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Foto: Francisca García

Mary no nos dejaba entrar a la cocina mientras lo preparaba, por tanto, nunca conoceré la receta, solo sé que eran de canela. El olor a canela invadía la casa hasta el punto de hacer sentir ardor en los ojos y Mary salía de la cocina colorada como un tomate, como si se hubiera frotado todo el rostro con locoto y pidiendo que nadie se acerque a aquella fuente en la que el dulce empezaba a cuajar como si fuera gelatina. Al día siguiente partiríamos el dulce que se trizaba cual vidrio ante el golpe de un martillo. Salían trozos irregulares y hasta punzo cortantes, la canela se sentía ni bien te acercabas y una vez que lo tenías en la boca empezaban a picarte los ojos, la lengua, la nariz y hasta salía vapor por tus orejas. Parecía un dulce poco convencional, pero lo manteníamos en la boca mientras, dentro del coche, paseábamos por el pueblo admirando las luces y decoraciones de cada una de las casas y las comparábamos con las del año anterior, aunque para mi todas eran nuevas y hermosas. 

Ahora estoy lejos y los dulces de canela son difíciles de conseguir, así que me conformo con probar un shot del whisky llamado Fireball, que te deja la misma sensación que los dulces de Mary, y dejo viajar mis pensamientos hasta ese pueblito de Illinois deseando que los arreglos navideños sean tan impresionantes como los del año anterior, y el anterior, y el anterior.  



El momento más importante del año empezaba cuando la abuela sacaba el bañador rojo y dejaba caer en él grandes trozos de levadura fresca acompañada de un chorro de agua tibia que hacía que aquel olor rancio que despedía fuera aún más fuerte. El olor se combinaría con el de la harina, la mantequilla y los frutos secos que esperaban pacientemente su turno de entrar en aquella mezcla que iba tomando cuerpo con las fuertes amasadas del abuelo. 

Mientras la suave mezcla reposaba escondida bajo un mantel, los nietos nos preparábamos para ayudar; no, no podíamos amasar, pero teníamos la importante tarea de evitar que las pasas, almendras y el resto de frutos secos escapen a su destino de ser incorporados a la masa de aquel pan dulce. Con las manitos lavadas y las mangas remangadas, con las rodillas apoyadas sobre las sillas y medio cuerpo sobre la mesa, los cinco pequeños estábamos listos para vivir momentos de adrenalina. 

El abuelo dejaba caer la masa que se expandía sobre el mantel de hule y, mientras amasaba, nuevamente la abuela empezaba a echar puñados de frutos secos sobre la mezcla que eran cubiertos rápidamente por otra gruesa capa de masa. De repente nuestros gritos ahogados anunciaban que las pasas y almendras habían abierto un bolsillito por el cual iniciaban su escape. Las diez manecitas empezaban a moverse rápidamente para recuperarlos y meterlos a la mezcla dando pellizquitos, teniendo cuidado de no quedar atrapados debajo la masa que era empujada con todas las fuerzas del abuelo. 

El abuelo no podía evitar reír a carcajadas ante los gritos de desesperación y alegría que dábamos mientras cumplíamos con tan importante misión. La casa olería a panetón durante las siguientes semanas, y más aún el cuarto del abuelo quien se llevaba uno o dos de los panes y los escondía en su cajón pensando que nadie se daría cuenta. 

La ceremonia del Pan Dulce de Navidad empezó cuando una vecina compartió una receta con la abuela y llegó a convertirse en una tradición familiar sin importar la ciudad o el país en donde nos encontremos. Y puedo asegurar que cada uno de los nietos aún podemos ver al abuelo, con sus lentes y su chompa café, riendo mientras cada uno emplea todas sus fuerzas para hacer que esas pasas, almendras y nueces queden atrapadas dentro de la masa. Algunos serán los brazos fuertes que ayudarán a la abuela a que la casa tenga el dulce olor del panetón por el tiempo que dure la Navidad. 

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Foto: Francisca García


Sabíamos que la Navidad tocaba las puertas de casa cuando al despertar por la mañana sentíamos el olor a sofrito y pimienta dulce que empezaba a invadir todos los espacios. Mamá trabajaba durante la víspera de Nochebuena, pero sin dejar que el cansancio la invada se despertaba muy temprano el 24 por la mañana para empezar a preparar la cena antes de salir apresurada para cubrir su turno. Durante el descanso de medio día volvía a casa para continuar con los preparativos y así asegurarse de que la picana esté lista a tiempo, sin importarle el hecho de que el cocinado duraría el día entero. 

Al llegar la noche y escuchar que un vino se descorchaba era la señal de que la deliciosa picana de mamá estaba lista para ser servida, y si alguna vez los hermanos nos pusimos de acuerdo fue para sentarnos a la mesa y disfrutar de aquel manjar que no solo reconfortaba el cuerpo sino también el alma. 

Al día siguiente, el olor de la comida sería invadido por el olor de la ropa nueva y los papeles de regalo que habían sido desgarrados y desparramados cerca del árbol de Navidad como si hubiera pasado un huracán, pero sin dejar de sentir una calma casi inexplicable. 

El olor a picana seguiría en el ambiente, aunque con menos intensidad, y se quedaría algunos días más mientras seguíamos disfrutando del “recalentado”, aumentando un poco de vino a medida que pasaban los días y sintiendo el sabor intenso en el paladar, el estómago y, por supuesto, en el corazón.


 
La víspera de Navidad solía consistir en una espera tranquila, sentados en el sillón en compañía de papá, mamá y los tíos queridos que siempre eran parte importante en los momentos especiales. 

Al acercarse la medianoche entrábamos en un momento de reflexión y recogimiento agradeciendo por todo lo bueno que nos había pasado mientras la ramita de palo santo y el incienso empezaban a consumirse ante el nacimiento donde, como los Reyes Magos, rendíamos tributo al mesías con aquellos pequeños regalos. 

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Foto: Francisca García

El olor a incienso permanecía hasta la mañana siguiente lo que confirmaba que la navidad había llegado dejando una sensación de paz.

Los años han transcurrido, y el olor a incienso es el mismo y, aunque papá y los tíos ya no estén con nosotros, sentir el mismo olor en la mañana de navidad es sentirlos en casa, sentir que como aquellas esencias ellos permanecen en cada tradición, cada agradecimiento y en cada momento familiar en los que siempre son importantes haciéndose casi tangibles al menos por algunos instantes, y eso es motivo más que suficiente para estar agradecidos. 



Reunir experiencias navideñas no es difícil. Parece que, en la gran mayoría de los casos, los recuerdos son momentos felices, pese a que muchos de ellos, en ocasiones, hayan sido empañados por cosas poco agradables. Pero, al momento de contar las historias, me da gusto saber que todos intentan sacar las cosas más placenteras. 

Definitivamente los olores no solo nos transportan a momentos, sino también a las personas que fueron importantes y quisimos guardarlas en esos recuerdos. Y aunque también estoy de acuerdo con que en muchas ocasiones nos vemos obligados a estar felices solo porque las fiestas lo demandan, y comparto el reclamo de mi amigo Arturo cuando demanda su legítimo derecho a sentirse miserable, no porque quiera hacerlo, sino porque no somos muñecos de cuerda que deben estar felices porque es “lo que se debe hacer”, no puedo evitar sonreír al saber que todos guardan un olor, un momento o una persona  en el corazón que hacen que la Navidad sea un momento de paz, alegría y —por qué no—  buena comida y mucho vino.

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