Sinfonía silenciada

Muchos le llaman “progreso”, pero al hacerlo olvidan los sonidos y armonías perdidos bajo el concreto. Francisca García recuerda cuando su antiguo barrio era un refugio del ruido de la ciudad en un texto que reflexiona sobre todo lo perdido por construcciones ilegales “legalizadas”.
Editado por : Adrián Nieve

Mi viaje favorito siempre fue el de retorno a casa. No, no hablo de la acostumbrada caminata diaria por la avenida Saavedra bajo el sol calcinante del medio día a la salida del colegio, ni de las largas esperas en la calle Villalobos, buscando con la mirada la posible aparición de aquel desvencijado micro rojo con la letra “Y” en frente que aparecía cada muerte de obispo y que igual llegaba abarrotado de gente. El verdadero viaje empezaba en la cima de aquella ladera, antes de que la mancha urbana estirara sus largos brazos, cuando casi todos los pasajeros habían llegado a su destino y en el micro quedábamos tan solo las señoras de pollera que retornaban a casa con las cantinas de leche ya vacías y los niños que volvían de la escuela. 

780
Un panorama todavía verde que, algún día, podría tornarse color concreto. / Foto: Francisca García

Era en esa cima cuando mi cuerpo se disponía a descansar, sentada junto a una ventana abierta, la mochila a un lado y los pies cubiertos por medias blancas y zapatos negros que aún no llegaban a tocar el piso y colgaban balanceándose por el traqueteo de aquella lata con ruedas. Cuando gran parte de los pasajeros habían llegado a destino en las laderas de la ciudad y el micro rojo se disponía a descender por el zigzagueante camino, yo empezaba a sentir el aire fresco y puro, sin los bocinazos de la avenida Saavedra, ni el aire cargado por los puestos de comida que nunca faltaban a medio día. 

Al cabo de algunas curvas, y cuando empezaba a perderse de vista el Illimani, podía divisar los cerros, mis cerros, aquellos que entre sus brazos resguardan a ese pequeño valle, que no tenía más que un puñado de casas rodeadas de sembradíos de choclo y haba, y que a lo lejos enmarcaban un pequeño bosque de retamas. 

No faltaban las ocasiones en que ningún vetusto colectivo que mostrara la letra “Y” en el parabrisas hacía su aparición y lo único que quedaba era mover los pies recorriendo aquel camino serpenteante desde la cima de la ladera, aunque eso solo hacía que el retorno fuera más satisfactorio. Olvidando el peso de la mochila cargada de cuadernos, y poniendo en pausa las ganas de descansar después del largo día, me dejaba guiar por la inercia de mis pasos en busca de aquel aire que se hacía cada vez más fresco mientras nos alejábamos de la ciudad. El ruido de coches y gente era rápidamente suplantado por la música del agua dulce de las vertientes, que alimentaba de energía aquellos sembradíos a través de ríos, arroyos y acequias cristalinas. A la melodía del agua se unía el cantar de las aves al atardecer, los mugidos de las vacas y los desafinados rebuznos de algún jumento que retornaba a casa llevando en el lomo la ropa que sus dueños habían lavado en río. 

En esa imagen, es imposible no pensar en aquel portón, compuesto de un tronco y trozos de calamina colgando que, con el soplo del viento, se convertían en la percusión perfecta completando esa sinfonía que ponía el ritmo a mis pasos, siempre con la mirada clavada en aquellas montañas verde intenso —en los días de verano— y que hacían que se me acelere el corazón al sentirme protegida por su magnificencia.  

Cuando era pequeña no me daba cuenta de las dificultades de vivir lejos de la ciudad. Para mí la vida fue jugar con corderos, corretear entre los sembradíos, ir a jugar al río y buscar hongos para ponerlos en mi pequeña canastita de paja, como si viviera dentro de un cuento, sin saber que todo eso se acabaría, casi sin darme cuenta, mientras me ligaba más a la ciudad y me alejaba del lecho del río. 

781
“Mientras los vecinos denuncian estos atropellos desde el año 2015, y pese a que la Alcaldía confirmó 118 procesos contra avasalladores hasta el año 2022, las autoridades municipales seguirán observando, como quien mira llover a través de la ventana, y buscarán la manera de legalizar lo ilegalizable”. / Foto: Francisca García

Pero la irracional expansión de la ciudad es incontenible. En algún momento, la melodía del agua se fue apagando, las acequias ya no tenían sembradíos que alimentar, los alaridos de los animales se hicieron lejanos y escasos, aquel portoncito de calaminas se convirtió en una enorme puerta de metal, las señoras dejaron de lavar la ropa en el río, las grandes rocas desaparecieron y aquel micro viejo y cansado fue sustituido por minibuses cumbieros.

Las casitas se convirtieron en esqueletos de ladrillo, los árboles fueron arrancados de raíz para hacer un vaciado de cemento en el que ahora se estaciona el taxi nuevo que los hijos de los antiguos pobladores se compraron con el dinero de los terrenos de cultivos vendidos a uno o varios postores, quienes a su vez levantarían otros esqueletos deformes de ladrillo, que nunca terminarán porque ya se conformaron con poner tiendas o snacks en la planta baja pues no hay nada más importante que generar ganancias. El bosquecito de retamas ya no será visible para quien visite el valle y serán tan solo un par de personas que saldrán a la ciudad a vender un poco de leche en aquellas cantinas que nunca más estarán llenas. 

En nombre de la Ley de tierras y el progreso, “familias organizadas” buscarán cualquier espacio de tierra que parezca vacío para avasallar, levantarán un muro y una nueva construcción de ladrillo sin estudio de suelos, instalación de servicios ni alcantarillado, porque siempre es mejor pedir perdón que pedir permiso. Mientras los vecinos denuncian estos atropellos desde el año 2015, y pese a que la Alcaldía confirmó 118 procesos contra avasalladores hasta el año 2022, las autoridades municipales seguirán observando, como quien mira llover a través de la ventana, y buscarán la manera de legalizar lo ilegalizable mientras empresas constructoras, quienes consiguieron sospechosos papeles y autorizaciones, seguirán aplanando cada cerro y montaña que encuentren a su paso y botando todos los desechos a esos ríos que no solo ya no traen aguas y piedras, sino que deben soportar el peso de la basura y los escombros.  

El camino de regreso seguirá siendo conmovedor, pero ya no por la magnificencia de aquellos cerros, sino por el dolor de verlos agonizar. El canto de aquel río cansado se convirtió en el recuerdo de un susurro apagado por el ruido de la planta de cemento, y los mugidos matutinos son el sonido lejano devorado por el estruendo de las dinamitas que intentan desplomar todo lo que se encuentre a su paso para hacer nuevas urbanizaciones, dejando al pequeño valle completamente desprotegido, pero con edificios, tiendas, un taxi en el garaje, televisor de pantalla plana, antenas parabólicas que permiten admirar hermosos paisajes naturales atrapados dentro del arresto domiciliario de los esqueletos de ladrillos. 

19 me gusta
484 vistas