Crystal del Chaco
Cuando el coronel Pérez, hombre conservador y típicamente boliviano, se enteró de que uno de sus conscriptos se escapaba del cuartel y volvía de madrugada vestido de mujer, lo mandó a arrestar y lo confinó a una celda. En la Cuarta División del Ejército Boliviano –que estaba a su cargo– esos escandaletes no podían empañar el rígido, disciplinado y sacrificado trabajo que había estado cumpliendo desde hacía ya varios años. Preocupado, también, por el cierre anual de gestión, el coronel no sabía muy bien cómo proceder así que repitió lo que los militares de la época mejor hacían: mandó que le dieran una paliza.
Crystal aún recuerda con claridad las botas pesadas, los cinturones afilados, los insultos y amenazas, y los certeros golpes que le propinaron sus propios camaradas, con esa saña y ese deseo de justicia moral que solamente los militares tienen rebalsando en sus ojos. Muchos años después se los encontró, autoidentificada como mujer trans, y los enfrentó con un saludo cordial y escandaloso, como solamente ella sabía hacerlo. Por otro lado, ellos seguían sorprendidos y seguían sin entender el cambio de imagen y la transgresión que Crystal había cometido, pero, al contrario de la última vez, reaccionaron de una manera amigable, educada y hasta íntima. “Me limpié la sangre y volví a hacer lo que tenía que hacer, porque faltaba una semana para el licenciamiento y yo quería salir bien del cuartel”, contaba con algo de nostalgia. Crystal se licenció y una vez afuera, asumió su identidad de género y se definió como mujer. Era una de las dos travestis que caminaban por las calles de Camiri, altiva y orgullosa, exhibiendo los tatuajes del cuartel y luciendo una larga cabellera oscura, que se movía silenciosa al compás del caluroso viento del chaco boliviano.

Ella trabajaba casi todos los días de la semana, pero las ojeras de sus ojos rojos no disimulaban las noches de juerga que había disfrutado. “Yo trabajo mucho y también me divierto. Tengo derecho”, decía, antes de llamar a su madre para indicarle que iba a viajar de nuevo. Su entorno social siempre había estado cerca del jolgorio, la celebración y el consumo desmedido de alcohol, así que ella, incluso en el cuartel, rodeada de militares, se acostumbró a esa dinámica social tan enraizada en la cultura popular de Bolivia. Se dedicaba al comercio: compraba coca al por mayor y la vendía al raleo. Recibía un taque de 50 libras (más o menos unos 25 kilogramos) desde el caluroso territorio de los yungas de La Paz, y lo convertía en cientos de bolsitas verdes de 1, 2, 3 o 4 onzas “bien pesadas y bien yapadas”, como siempre decía. Crystal viajaba por varios pueblitos con sus bultos cargados, con su entusiasmo criollo y transparente, con una sonrisa temeraria; viajaba así, vestida de mujer, ganándose el pan de cada día y la cerveza de cada noche. Cuando la entrevisté, llegaba de Gutiérrez y pronto se iría a Cabezas, Itanambikua, Imbochi y finalmente a Cuevo, desde donde mandaba coca a otras comunidades del chaco camireño profundo.
Decía que ella, personalmente, no había sentido mucha discriminación en los últimos tiempos. Lo atribuía a su trabajo honesto, o a que las personas con las que se relacionaba habitualmente habían terminado por aceptarla y respetarla como lo que era: una mujer trabajadora. Pero no siempre fue así, por supuesto. “Antes nos correteaban, nos insultaban. Una vez me pegaron bien feo. Pero eso me sirvió para seguir queriendo ser mujer, porque eso era lo que yo quería. Y lo logré”, contaba seriamente, con una mezcla de rabia e impotencia. Ella, como tantas otras mujeres travestis, transgéneros y transexuales en el mundo, han sufrido el odio desmedido de una sociedad intransigente, violenta y transfóbica, que las ha perseguido sin compasión alguna. “Estoy un poco gorda, pero es por la diabetes”, decía, y luego reía con una risa más bien delicada, bajita y agradable. Una mueca de resignación se escondía en esos pómulos alzados y se ocultaba en la viveza de sus ojos valientes y decididos.
A los 18 años se enamoró de un camarada y dentro del cuartel vivió un romance de película. “Pero luego él se fue a estudiar a la ciudad y yo me quedé porque no tenía recursos. Lo he visto alguna vez. Está casado y tiene dos hijos. Yo aún me acuerdo de sus besos”, decía, y los ojos le brillaban cuando lo recordaba. Así han terminado todas sus relaciones: desgraciadas, maltrechas, tóxicas o imposibles. No tuvo suerte, o no la valoraron, que es lo mismo en el mundo de la gente que cree en el amor, o que quiere creer en el amor, como ella. “Yo lo ayudaba, le daba sus gustos y estábamos bien. Hasta que empezó a portarse mal y a tratarme mal. Yo estaba enamorada”, afirmaba contundentemente, y luego agregaba: “Pero no funcionó y listo. Espero algún día encontrar un hombre, formar un hogar. Si se aprueba el matrimonio gay, yo me caso. Y no sé, me gustaría adoptar un niño, si me dejan”. Ella creía que sería una buena madre, entregada a la maternidad decidida con cariño, comprensión y amor, quizás como el que le faltó cuando ella era niña.
Crystal nunca ejerció el trabajo sexual comercial. “Alguna vez se me pasó por la cabeza, pero no me animé. Tenía muchas deudas, muchas necesidades y alguien me ofreció la oportunidad, pero dije que no. Prefiero trabajar vendiendo coca. Gano más y no corro tanto peligro. Pero respeto a las chicas que lo hacen. Ellas tendrán sus motivos”, decía con algo de tristeza, como si en el fondo sintiera un poco de lástima. Entendía, eso sí, que la situación de cada mujer trans es única y diferente pero que, en el fondo, todas comparten la misma odisea de supervivencia en una sociedad empecinada en aislarlas, minimizarlas y maltratarlas. Su familia la tuvo que aceptar a la fuerza, pues ella nunca tuvo la intención de cambiar. Fueron años difíciles, muy complicados, los que vivió para poder ser aceptada. Fue expulsada de su casa y luego volvió, a pedido de sus hermanos, hasta terminar el colegio. Luego entró al cuartel para hacer su servicio militar porque no tenía otra opción, no le quedaba otra. Era eso o morirse de hambre, sola y en la calle, como esos perros vagabundos que son atropellados en la carretera. Pero en el fondo, muy en el fondo, ella estaba segura de su verdad, una verdad ineludible. “Yo lo único que quería era ser mujer, y nadie me iba a convencer de lo contrario. Y ahora soy mujer, como ve”.
En Camiri la miraban como a un bicho raro cuando pasaba por la plaza o cuando iba al mercado. Pero en los pueblitos, en donde convivía con otros comerciantes y con indígenas guaraníes, no se sentía tan hostigada. “Ellos me miran, se ríen, pero nada más. Me respetan. Y tengo varias amigas guaraníes. Es difícil, pero a veces me tratan como a una mujer”, dice con un poco de angustia en su voz, como la de una sobreviviente. No tenía vergüenza de mostrarse como lo que era, aunque supiese que, en el fondo, algunos seguían sintiendo asco al verla, o hablaban a sus espaldas, la insultaban y se burlaban. Ella lo aguantaba todo. Ya lo hizo. Y seguirá haciéndolo. Porque sabe que ser mujer en Bolivia es peligroso, es riesgoso y aun así, ella quiere serlo, ella lo es.

Crystal tiene al Chaco como patria y a su corazón como fortaleza. Vive, trabaja y ama en medio de esas montañas. Bebe la misma agua del río Parapetí que bebían sus antepasados heterosexuales y está tratando de llevar una vida normal. Es mujer, ha luchado para serlo, y morirá siéndolo.
(Una versión resumida de esta crónica fue publicada en Semanario Número Uno, en 2013)