Pelea de perros
Puede una inocente pelea entre perros de barrio derivar en una trifulca.

Claudia, mi vecina que vive años en mi pequeño edificio de cuatro pisos en Coyoacán, salió a pasear con sus cuatro perros como siempre lo hace, a las 8 de la noche. Cuando volvía, tuvo que atravesar por el grupo de borrachos ―y a menudo consumidores de marihuana― que se reúne a la misma hora casi en la puerta de la construcción, también con sus animales domésticos. Nada nuevo: se conocen desde niños, su madre era la maestra de la escuela pública de la zona y los chicos que ahora son adultos, igual que Claudia, eran sus alumnos. Viven en la vecindad de al lado.
En lo que Claudia, su hijo de 18 años y sus cuatro perros se abrían paso entre las botellas vacías en el semicírculo de los bebedores, los canes empezaron un intercambio de gruñidos que luego fueron ladridos y pelea. La tensión creció y en pocos segundos los golpes llegaron a los adultos, entre otros; el hijo contra uno de los ebrios agresores terminó siendo el más lastimado.
La trifulca creció involucrando a toda la cuadra, la gente salió de sus casas, tomó la calle o se acercó a sus ventanas. Entre gritos y ladridos, puños y botellas, insultos y jaloneos generalizados, llegó la Policía bastante más tarde de cuando había empezado el desmadre. La patrulla, que constaba de cinco uniformados, intentó poner orden, lo que incrementó la tensión. Decidieron que tenían que detener a unos de los borrachos, pero este, frente al pequeño contingente, los desafiaba con altanería desde la entrada de la vecindad: “¡Llévenme, cabrones, llévenme!”; a la vez, se dirigía hacia Claudia, y en realidad hacia todos los del edificio que veíamos el espectáculo callejero: “Para llevarme a mí, necesitas cincuenta de estos cabrones, ¡y lo sabes!”. Su mensaje de guerra reposaba en su cuerpo ―tenía un físico cultivado― y en la seguridad que le ofrecía estar en la puerta de su barrio, con la certeza de que todos saldrían a apoyarlo, si la cosa se ponía más fea.
Entretanto, el borracho que inició la pelea, desde media calle, gritaba en dirección a nosotros, que observábamos desde la ventana: “¡Esto es una guerra contra los del edificio, todos van a chingar a su madre, todos!”. Otra persona le decía directamente a Claudia: “Si levantas una demanda en el Ministerio Público, te las vas a ver conmigo, te voy a matar, perra, te lleva la chingada”. A la vez, le recriminaba por haber acudido a la autoridad: “Te dije que no quería que llames a la Policía, ¡te lo dije!”. Como el pleito adquirió dimensiones mayores, ya con mucha gente en la cuadra, continuaron los intercambios. La esposa de uno de los bebedores le recordó a Claudia que alguna vez les había dicho algo a sus hijos y le advirtió: “Te prohíbo que te dirijas a ellos”, mientras que su marido repetía que ella trabajaba en la Alcaldía, muy cerca del Alcalde ―“Trabaja con él en su oficina”―, por lo que debíamos cuidarnos. Ya sabíamos que era la operadora política de un partido de izquierda local.
Las cosas se fueron calmando cuando la Policía se retiró con las manos vacías; Claudia y los suyos, incluidos los perros, se metieron al departamento, y los borrachos continuaron la juerga en la acera hasta la hora que les dio la gana.

El bochornoso episodio dejó entrever varias dimensiones de la vida urbana en la Ciudad de México. La ineficacia de la Policía era tan grande como la bravuconería del vecino ebrio que se atrevía a desafiar a la autoridad, botella en mano, en flagrante violación de las normas. Imagino cómo reaccionaría la autoridad policial en otros países y contextos. El borracho trataba de demostrar que es él quien marca la ley en ese territorio y que no tiene por qué obedecer a nadie. A la vez, la exigencia de no llamar a la Policía implicaba que las cosas tenían que regularse al interior de las reglas de la calle, donde Claudia era la desprotegida. ¿Para qué las leyes?, ¿qué tiene que hacer una autoridad aquí? A la vez, la amenaza de muerte en caso de denuncia significaba que si el conflicto atravesaba por una instancia jurídica ―que sabemos es tan ineficiente como la Policía― la que sufriría las consecuencias sería la víctima: el agresor jamás pagaría su afrenta, y Claudia tendría que arreglárselas sola. Y la cereza del pastel: la valentía de los borrachos reposaba en un pilar más; su vínculo político directo con la burocracia local.
El esquema de la violencia en el barrio era el resultado de la combinación perversa de la fuerza física de los vecinos, la ausencia e ineficacia de la autoridad (policial o judicial) y la aceitada relación de grupos violentos con partidos políticos que controlan la Alcaldía. Al medio, los ciudadanos que ensayan la sobrevivencia, lidiando con matones, borrachos y funcionarios públicos.
Si las reglas de la anárquica pelea de perros, donde sobrevive el más fuerte, se traslada con igual facilidad a la confrontación entre vecinos: el macho del barrio tiene las de ganar. Cosas de perros.