La llegada del color

En 1974 se resuelve para un privilegiado grupo de vecinos en Tarija el misterio de la imagen. Por fin, las voces tienen rostro. Los recuerdos que Celia Romero guarda en su memoria y la pluma de Isabel Antelo confeccionan este texto.

Los primeros equipos de televisión a color llegaron a Bolivia a principios de los años 70, siendo Tarija una de las primeras ciudades beneficiadas por un curioso error de cálculo. En 1974, mi abuelo Luis Romero sufría la tercera de las embolias que eventualmente acabarían con su vida. Mi mamá, Celia Romero, tenía once años y escuchaba las telenovelas mexicanas de moda en una radio de transistores, imaginando con los ojos cerrados a los personajes interpretados por diferentes voces. Y mi abuela, Adela Lema, trabajaba como jefa de la carrera de Enfermería de la Universidad Autónoma Juan Misael Saracho, hecho que le permitió acceder a uno de los primeros equipos de televisión a través de un crédito exclusivo para funcionarios de la institución.

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Las primeras imágenes de televisión en Bolivia se emitieron en 1969 por medio de Canal 7 Televisión Boliviana. /Foto: Pixabay.

La primera televisión que tuvo mi mamá fue también la primera televisión a la que tuvo acceso el barrio en el que vivía y una de las pocas existentes en toda la ciudad. Se trataba de un aparato enorme y pesado, que con el tiempo sería olvidado en algún cuarto oscuro para ser completamente habitado por ratas, pero que ese año ocupó un privilegiado puesto de honor en medio de la sala, para deleite de la familia Romero y de los vecinos de toda la cuadra. En ese tiempo, vivían en una casita de la calle Virginio Lema que contaba con un par de puertas enormes, mismas que si se abrían del todo, dejando la sala expuesta a la calle; es decir, permitiendo el acceso de todos los vecinos al misterio que sucedía en el interior.

La televisión, o más bien, las funciones de cine que improvisaban vecinos y familiares se brindaban los días martes, jueves, sábado y domingo, con programación seleccionada desde las seis de la tarde hasta las diez de la noche, rango horario en el que la ciudad entera adquiría las características desoladas de un desierto abandonado y reinaba el completo silencio. Se posponían compromisos importantes, se interrumpían eventos deportivos, se abandonaban tareas escolares, se echaba a correr cuando apremiaba el tiempo, se callaba a los niños y se arrastraban las sillas de los vecinos de la familia Romero hasta la entrada de su casa. Luego era todo luminosidad sobre los rostros obnubilados de chicos y grandes que, en su algarabía, cantaban a coro el tema del canal 9 durante los comerciales.

Mi madre recuerda preparar maíz purita y refresco de sobrecito en grandes cantidades para repartir entre los vecinos visitantes por indicación de mi abuela que, como es de esperarse, era una anfitriona excelente y disfrutaba de la repentina atención vecinal. La novedad de la televisión había llegado para cambiar las vidas de los habitantes de la calle por completo, y el único puerto de acceso era un aparato gigante en medio de la salita de los Romero, en donde finalmente se resolvía el misterio de las voces actuadas de la radio y se podía observar en carne y hueso a los personajes por tanto tiempo imaginados. Es decir, magia pura.

A las siete daba inicio la función más especial de la noche, pues se transmitía El Bienamado, una telenovela brasileña estrenada en 1973, que desde entonces ha sido retransmitida y varias veces versionada en numerosos países. La telenovela cuenta la historia del pequeño pueblo de Sucupira, un lugar en la costa de Bahía, Brasil, en donde un corrupto alcalde llamado Odorico Paraguaçu ambicionaba la inauguración de un cementerio con fines maliciosos. Dicha inauguración se dilataba cada vez más debido a la falta de fallecidos en el pueblo y a que los intentos maquiavélicos e hilarantes del alcalde por lograr que alguno de los otros personajes perezca terminaban siempre siendo infructuosos.

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Debido a la tecnología digital, la manera de ver televisión ha cambiado radicalmente. Hoy es más un acto prácticamente individual. / Foto: Pixabay.

Casi cincuenta años después, mi madre recuerda la telenovela y la trama vívidamente. Todavía se ríe cuando cuenta las peripecias de Odorico para conseguir que alguno de los habitantes del pueblo resulte herido. Recuerda las risas de la gente sentada en sillas sobre la calle, con los ojos pegados a la pantalla. Las novedades de El Bienamado eran de lo único de lo que se hablaba al día siguiente en el colegio. Hace poco la vio de nuevo, me cuenta, no una de las  nuevas adaptaciones que se hicieron, sino la misma de esa vez, la brasileña, con las voces dobladas y los colores que ahora le parecieron opacos y sin chiste: “Ya no es lo mismo”, me dice. La recordaba diferente, la recordaba como un evento fabuloso por el que valía la pena parar el tiempo, olvidarse de todo y arrastrar una silla hasta la casa del vecino. La recordaba como un suceso trascendental de la vida, como la transfiguración de lo escuchado y la materialización misma del color insospechado. No, ya no es lo mismo. 

Desde una esquina de la casa, mi abuelo también participaba del jolgorio. Ya postrado de manera permanente en su silla de ruedas y con una manta sobre las rodillas, observaba el alboroto en silencio. De pronto mi mamá o alguno de sus hermanos lo recordaba y corría a empujar la silla hasta un sitio de preferencia, desde donde su padre pudiera absorber un poco del encanto de lo observado. Mi mamá no sabe si en algún momento fue capaz de llegar a captar algo, si es que sus ojos vidriosos percibían lo que percibían los de los demás, o si es que era solo una ilusión de la luz sobre su rostro paralizado la que le daba un aspecto risueño. Pero “él estuvo ahí”, dice ella, estaba vivo todavía cuando la televisión llegó a Tarija. Fue parte de ese suceso.

Más adelante vendrían los días difíciles. La muerte del abuelo, la mudanza de la familia a La Paz, la lucha que parecería eterna contra las cientos de adversidades. Mi mamá dejaría los once años y caminaría la delgada línea de la adultez, cargando el peso de la pérdida de su padre por mucho tiempo. Luego llegarían más aparatos a la cuadra, se llenarían los canales, alguien inventaría el control remoto. En un parpadeo sutil, se cerrarían las puertas de la sala y se enclaustraría la magia para siempre. Pero aquel año fueron los reyes de la cuadra, dice mi mamá, pues llevaron el color que ya nunca más se fue.

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