I believe in miracles
Tras un principio suave, Pearl Jam fue directo al grano: Matt Cameron empezó a darle a la batería como una furia, dando inicio a “Why go”, una de las canciones más explosivas del Ten, el primer álbum del mítico grupo de Seattle. Fue como si a todos en la fosa les hubiera dado repentinamente el mal de San Vito. Saltarines y electrizados, a todos esos muchachos y muchachas de ojos vidriosos y expresiones torvas no les faltaba sino la espuma en las comisuras de la boca para completar el cuadro clínico. Yo estaba a pocos metros del escenario, con una vista inmejorable de los cinco miembros del grupo –ídolos de la adolescencia–, pero nada más empezar “Why go” fui madrugado por los cuatro costados. Solo atiné a pensar en mis lentes de miope y estos, como si me hubieran leído la mente, se deslizaron por mi nariz y cayeron al suelo, debajo de decenas y decenas de jóvenes furiosos, cuyo oleaje vehemente, a pesar de mis empujones y codazos defensivos, me alejó en cuestión de segundos del escenario y de mis lentes caídos.
Sin mis lentes, el mundo se volvió borroso y hostil, una lucha sudorosa contra las fuerzas oscuras del mosh. Pronto me di cuenta de que mis esfuerzos eran vanos. No solo no podía acercarme al lugar donde había perdido mis lentes –me lo impedía un verdadero ejército de energúmenos–, sino que, de lograr esa proeza, seguramente los encontraría hechos añicos. A los pies de una turba de pisadores de uva poseídos por el demonio del grunge, ¿qué esperanza de supervivencia tenían mis lentes? Todo a mi alrededor era un bullir de mareas encontradas, una guerra confusa enardecida sucesivamente por “Do the evolution”, “Severed hand”, “Corduroy”, “Whipping”. Esas canciones no están pensadas precisamente para ser escuchadas de fondo mientras se toma un té con masitas o se juega al rummy entre cotilleos; son perfectas, en cambio, para una batalla campal. Yo las oía vagamente, como debajo del agua, mientras trataba de sobrevivir repartiendo a diestra y siniestra sopapos de ahogado.
Pobre iluso de 24 años, esa mañana había viajado desde Toulouse a Marsella para ver a Pearl Jam en concierto, cumpliendo así un sueño de juventud, y ahora debía resignarme a la evidencia: ese sábado 9 de septiembre de 2006, bajo la cúpula del Dôme de Marsella, en la terrible oscuridad de una muchedumbre desatada, con 45 grados centígrados por lo menos y una humedad selvática de sudores compartidos (¡ah, el calor humano!), no iba a poder ver nada. Por supuesto, ocupado como estaba en no dejarme pisotear en esa fosa de fieras, tampoco iba a poder escuchar un carajo.
Tenía la impresión, además, de que la gente se ensañaba con nosotros. Estaba con un amigo boliviano y otro peruano, y los tres habíamos hecho varias horas de viaje en tren para asistir al concierto. Deseosos de sacarle el jugo a la experiencia y de ahorrarnos el gasto del alojamiento, habíamos decidido que, después del evento, pasaríamos la noche en una discoteca, bailando hasta el amanecer. Por eso llevábamos camisas (obligatorias a la hora de entrar en una discoteca franchuta). Craso error. Imaginen a tres sudamericanos con camisas más o menos elegantes en medio de mil huestes de jeans rotos y poleras negras estampadas con el nombre de algún grupo de Seattle: ¿qué puede salir mal? Esa noche comprendí que llevar camisa en un concierto de rock es una provocación, un escupitajo burgués en la cerveza del rebelde. Por supuesto, ni ellos eran rebeldes ni nosotros burgueses; pero, ¡ah, la ilusión de ser especial en medio de un tropel de ovejas negras!
Así, pues, mi impresión era exacta: mis amigos y yo éramos el chivo expiatorio de las hordas rockeras, y tuvimos que defendernos de las agresiones con tenacidad. Por suerte, los tres habíamos bailado tinku en el colegio y solíamos terminar la danza con una batalla campal auténtica: puñetazos y patadas y cabezazos. Así que, tras la sorpresa inicial, nos dejamos llevar por la corriente y, para cuando el grupo tocaba “Even flow”, ya nos sentíamos en nuestro elemento. Solo que este tinku parecía no tener fin. La violencia del mosh era tal que, en más de una ocasión, se oyó claramente la voz de Eddie Vedder pidiendo a los fans que tuvieran cuidado: “Watch your heads!” (Eddie recordaba sin duda la tragedia ocurrida pocos años antes, durante un concierto en Dinamarca, cuando nueve asistentes murieron aplastados).
Terminada la primera parte del concierto, nos pareció que amainaba la furia de los fans. Sedientos, colorados y acezantes, empapados de sudor y con las camisas abiertas y los puños en alto, como esos borrachitos que buscan pelea con las sombras últimas de la noche, durante un rato fuimos tres tinkus defraudados por la falta de resistencia de los europeítos.
Aproveché el descanso para buscar mis lentes. En vano. Trabamos conversación con un grupo de mexicanos que, envueltos en su bandera patria, no dejaban de gritar “¡Edieeeeeee!”, “¡Edieeeeeee!”, “¡Edieeeeeee!”, como gatos en celo. Aseguraban que este era su tercer o cuarto concierto de Pearl Jam en Europa y que, después de este, seguirían al grupo a París y luego a Alemania y a Austria y a Italia y a Croacia. No recuerdo el detalle del itinerario, pero sí la impresión de desconcierto que me produjo la existencia confirmada de los groupies.
En la segunda parte, los agentes de seguridad –buenos samaritanos con brazos en forma de morcilla– nos salpican de tanto en tanto con botellas de agua que vacían sobre una multitud de bocas sedientas. Ese rocío de agua mineral fue, sin duda, lo mejor del concierto. También el momento en que, mientras Pearl Jam toca “Alive”, su canción más famosa, logro abrirme paso –nunca repartí tantos soplamocos en mi vida– hasta el borde del escenario y, con la camisa empapada de sudor y agua, y sin duda con cara de iluminado, miro a Mike McCready, quien a su vez, sorprendido por mi pinta incongruente, se queda mirándome. Entonces, no sé por qué, en una inspiración extraña, me alzo por sobre la multitud con el brazo en alto y le dirijo a él, al solista de Pearl Jam, la mano cornuta –ese gesto que hacen los metaleros, pero nunca los rockeros del grunge–, y la muevo en un gesto oscilante y triunfal. De repente, con la cara fruncida, Mike McCready echa la cabeza hacia atrás, tal vez preguntándose: “¿Cómo? ¿Hacerme a mí la mano cornuta? ¿Quién se ha creído este loco?” Ahora sé que la mano cornuta, si se hace con un movimiento oscilante, es insultante: significa que la persona que uno tiene delante es un cornudo. También sé que Mike McCready, considerado como el solterón del grupo, había contraído matrimonio apenas un año antes del concierto de Marsella. La vida de los rockeros debe estar llena de zozobras: ¡tantos meses fuera de casa en esas giras sin fin y sin nadie que garantice el buen comportamiento de la amada! Es entendible que una sugerencia maliciosa de ese calibre, proveniente de la marea de los fans, en pleno concierto, indigne a un pobre rockero concentrado en su solo de guitarra.
Pearl Jam toca “Better man”, “Dirty Frank”, “Comatose” y “Fuckin’ up” (un cover de Neil Young) y finaliza el concierto. “Thank you, Marseille!”, se despide Eddie Vedder. En las últimas canciones ha destrozado tres panderetas de tanto azotarlas y las ha repartido luego entre la multitud jubilosa de brazos tendidos; McCready reparte decenas de plectros verdes y la gente se los arrebata de las manos como si fueran rubíes y esmeraldas; Stone Gossard, Jeff Ament y Matt Cameron saludan tímidamente con la mano y, tal vez temiendo que Eddie les pida tocar una más, huyen del escenario como si hubieran visto al diablo (tal vez esa noche lo hayan visto realmente en los ojos brillantes de los fans).
Al vaciarse, el Dôme de Marsella se convierte en un inmenso campo donde ha habido batalla, una batalla mítica. Si fuera césped lo que tenemos bajo nuestros pies, no habría sobrevivido ni una brizna de hierba. Entonces, cuando ya solo quedan unos cuantos nostálgicos instantáneos caminando por aquí y por allá como quien estira las piernas después de un linchamiento, ¿qué veo? ¿Será posible? ¿Son esos mis lentes, mis queridos lentes de miope, allí, en el suelo, a unos pasos del escenario ahora vacío? El corazón latiéndome con fuerza, los pongo delante de mis ojos achinados y, lo juro por el dios del rock, esos lentes, caídos al principio del concierto y recogidos tras más de dos horas de mosh brutal, no tienen ni un rasguño. A pesar de que hace varios años Pearl Jam incluye en sus conciertos la canción de Ramones, “I believe in miracles”, no creería nunca en este milagro.
En los días siguientes, cuando alguien me preguntaba qué tal había sido el concierto, contestaba la verdad: no tenía la más remota idea. Tuve que descargarlo de internet varias semanas más tarde para descubrir la música que Vedder y los suyos tocaron en esa noche de locura. Recuerdo muy bien las caras de mis amigos cuando, sudorosos y pálidos, nos miramos como si nos hubiera pasado por encima la locomotora febril de la juventud y nos preguntamos si, como nos habíamos propuesto antes del viaje, tendríamos el ánimo de bailar en una discoteca hasta el amanecer.
Durante horas anduvimos como zombis por el puerto viejo de la ciudad –un puerto oscuro y maloliente– en busca de un bar imposible donde sentarnos a cabecear derrotados, y en un momento dado evitamos el impacto mortal de una bolsa llena de botellas que alguien nos tiró desde lo alto de un edificio –sin razón alguna, simplemente porque así es Marsella– y que se estrelló en el piso de cemento con un estruendo de vidrios rotos. Y esa noche tuvimos que dormir en un parque frente al mar, à la belle étoile, como dicen los franchutes, envidiando a los vagabundos profesionales que, envueltos en sus sacos de dormir, roncaban apacibles a nuestro lado. Pero esa, amigos, es una historia menos milagrosa que no voy a contar aquí.