Donde van a morir los elefantes

A propósito de una novela de José Donoso, Manuel Vargas recuerda cuando pudo hablar con el famoso autor: un encuentro literario entre Bolivia y Chile en el Santiago de los 90. Esas memorias, llenas humor y anécdotas, albergan los respiros de una generación de escritores que al pasar el tiempo se va yendo así nomás, de súbito.

Entresaco unos fragmentos de unas memorias inéditas que comencé a escribir —¡cómo pasa el tiempo!— a fines del siglo pasado. Y decía así:

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Manuel Vargas frente al mar chileno. / Fotografía: Gentileza de Manuel Vargas.

La gente se está muriendo. Parece que eso ocurre especialmente desde el año pasado, cuando varios amigos y cercanos conocidos comenzaron a morirse pero así, en fila. Este año, por ejemplo, se murió mi amigo Eduardo Cassis, director de teatro a quien en los años del Teatro Nacional Popular frecuenté bastante; después ya no. Luego, no hace ni un mes, se fue como quien sueña, como quien duerme, mi amigo Medardo Fraile, cuentista español de los de antes. Publicó en mi editorial Correveidile, puedo decirlo con orgullo, una selección de cuentos, varios de ellos inéditos. Pero yo quería hablar de José Donoso, otro gran muerto, este gran chileno a quien conocí en la calle Bueno de la ciudad de La Paz. Sí, quiero hablar de Chile, de hace más de diez años, cuando José Donoso aún estaba vivo, y de mis brevísimos contactos con él.

¿Cómo es eso de la calle Bueno en La Paz? Pues resulta que yo estaba en una tiendita que abrimos con Silvia Peñaloza y Edgar Arandia, llamada PuertAbierta, antes de que ese nombre se hiciera conocido como el suplemento del desaparecido periódico Presencia. Ya se imaginarán lo antiguo que soy. Y en la puerta apareció José Donoso, buscando seguramente lo que nunca perdió. Y nos saludamos, y yo estaba comenzando a escribir mis primeros cuentos, y le regalé uno o dos libros donde aparecían mis cuentos y los de mi generación. Resulta que él andaba todo bueno por esa calle paceña, porque su esposa era boliviana y venían de vez en cuando (lo mismo pasó con otro muerto reciente: el peruano Enrique Congrains, qué tal).

Pasó eso. Y luego me voy a Santiago de Chile, junto a un grupo grande de escritores bolivianos, entre los que estaban Roberto Echazú, Álvaro Diaz Astete y el infaltable Humberto Quino, mi compañero de pieza, quien llegaba a dormir no a media noche sino por la madrugada.

Hubo un cóctel de bienvenida. Lo organizaba, y organizó todo ese famoso encuentro, el cónsul de Bolivia en Chile, don Herman Antelo. Así que ya se imaginarán de qué épocas estoy hablando. Del oscurantismo neoliberal...

¿Por qué me he acordado de José Donoso justo en estos días? Es que acabo de leer Este domingo, esa novela dura como son casi todas las de él, donde se contrastan los mundos casi imposibles de entenderse, de las clases sociales a inicios del siglo XX. Y la ternura de los niños, y la vitalidad de los adolescentes. Y de las animitas protectoras en los campos, con sus velitas y sus pequeñas santuarios en medio del viento (¿no es esto Bolivia también?, ¿por eso me llamó la atención esta novela breve?), y de esa abuela que no se morirá nunca (me acuerdo de una frase parecida en un cuento de René Bascopé Aspiazu). Sigo.

Estoy conversando con él en el cóctel de recepción, y le recuerdo que nos vimos en la calle Bueno. ¿Y qué escritores hay en Bolivia? He escuchado hablar algo, de un tal Jesús Urzagasti, ¿qué tal es él? Yo le comento que me gusta mucho su compatriota Carlos Droguett, desconocido en todas partes. Sí, vive en Suiza (vivía, digo yo ahora), es un caso muy especial. Gran escritor. Sí, gran escritor, corroboro. Y nos ponemos a despotricar de Isabel Allende. Es una débil mezcla de García Márquez y José Donoso, le digo. Mala, mala. Sí, estamos de acuerdo, vuelvo a corroborar. Y él me dice: ¿Y quién no va a estar de acuerdo en eso? Y ya no le digo nada.

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José Donoso había estado varias veces en Bolivia, pues su esposa Pilar Serrano nació en este país. / Fotografía: Elisa Cabot (Wikimedia Commons).

Me encuentro con Antonio Skármeta y le digo: ¿Así que ya no vives en Alemania? No. Pues, le sigo la charla, el año 83 se publicó en México una antología de cuentistas latinoamericanos, en siete tomos. En el tomo siete, estamos varios autores bolivianos, y tú lo prologaste, ¿te acuerdas? Sí, me acuerdo, el antologador, don Ángel Flores (también muerto ahora) me pidió que haga el prólogo. Pero, se adelanta Skármeta, hice el prólogo sin haber leído los cuentos, te prometo leerlos ahora.

Que sea motivo, pienso. Al día siguiente nos vamos al Mercado Central a comer mariscos (yo por lo menos, puro marisco), y en eso aparece Antonio Skármeta con sus cámaras, entrevistando a varios autores bolivianos. Era para un famosísimo programa cultural que por ese entonces dirigía desde Santiago. Y me llama y me dice, vamos a hacer una nota. He leído anoche tu cuento, “Tormenta”. Es de los mejores cuentos latinoamericanos... (y aquí me detengo para no ponerme rojo, pero fue una gran alabanza que siempre agradezco). ¿Y cómo es eso de Santa Cruz?, me dice. Cuéntame por qué te persiguieron y enjuiciaron cuando publicaste ese cuento, “Mal de ojo”, en el periódico Presencia (ese detalle estaba en mis datos de esa antología de marras). Y yo le cuento, cuento a las cámaras, del caso del borrachito que hablaba feísimo de las mujeres de Santa Cruz.

Vuelvo a sentarme y termino mi plato de mariscos. Entonces un mozo me llama y me dice: Señor, por favor, el dueño del restaurant quiere hablar con usted un minutito. Qué tengo que ver yo, no habré metido la pata... Era que quería sacarse una foto conmigo,¿no ve que yo acababa de ser entrevistado para la televisión?

Sigo. No me puedo quejar de ese día, ¿no? Y por la tarde estamos en el encuentro de escritores bolivianos y chilenos. Y José Donoso, Pepe le llaman sus amigos, asiste a las lecturas y conferencias. Ahí está, dos filas más adelante, y pienso, ahorita voy y compro su libro Donde van a morir los elefantes (a la entrada del salón estaba el puesto de libros para la ocasión), esperaré la pausa. Quino y Zurita se lanzan a un duelo poético con sus fuertes y dolidas voces. Alberto Fuguet lee un fragmento de no sé qué novela. Pausa. Voy a comprar la novela, vuelvo, ¿dónde está José Donoso? Pues acababa de irse, y con tal motivo me quedé sin su firma.

Ya en Bolivia, un año después, me entero que se fue también este grande adonde van a morir los elefantes. Yo debo ser el qhencha. ¿No es para preocuparse? ¿Qué está pasando en estos tiempos, cuando la gente así nomás se muere?

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