Un nacimiento prematuro y una muerte prematura
Cuando salga de esta, iré corriendo a buscarte.

Te diré, con los ojos, lo mucho que te echo de menos.
Guardaré en un tarrito todos los abrazos, los besos
para cuando se amarre en el alma la pena y el miedo.
“Aves enjauladas”, Rozalén
Naciste con la prohibición de salir de la incubadora, luego con la prohibición de salir de casa. En medio mismo de la cuarentena te enjaularon al nacer.
Si te hubieras mantenido dentro de lo planificado, nacer el siete de abril de dos mil veinte, las cosas no hubieran sido tan desastrosas. Tu mamá no hubiera tenido que caminar más de un kilómetro con la mano en la cintura, jadeando bajo un atardecer indolente en la calle 6 de Junio de El Alto.
Cuando todo empezó, las noticias eran muy lejanas: había un nuevo virus al otro lado del mundo. No quedaban claros los detalles, los más informados –amigos del trabajo y personas escandalosas que se asustan por cualquier cosa– sabían que era algo así como un resfriado fuerte. Habían muerto algunas personas en China, Europa; todo sonaba tan lejano. “Además, en esos países el sistema sanitario tan perfeccionado hace que las personas no desarrollen bien sus defensas naturales”, decía tu abuelo por esos días, justo cuando se supo que tú estabas en camino. “Aquí tenemos más defensas. Allá en Europa se mueren porque desde que nacen tienen todos los medios para cuidarse. Aquí hasta agua sucia toman las wawas de las señoras que venden en el mercado”. Cuando era joven había querido ser boxeador, su metro sesenta de estatura y cuarenta y ocho kilos eran apenas suficientes para encuentros en la categoría mosca. Un día llegó un pugilista extranjero muy famoso, preguntó quién quería hacer guante –ejercicios con golpes sin intención de noquear, pura práctica de estilo–; tu abuelo subió al ring, con menos peso y poca experiencia, el campeón lo noqueó casi enseguida.
¿Quieres saber más sobre tu abuelo? Era médico. El día de tu nacimiento, tu familia no podía acudir a él porque estaba lejos, vivía separado de tu abuela desde hacía veinte años.
Tu papá, Juan Carlos, es médico también, no de los que traen niños al mundo, él suele trabajar en empresas dedicadas a la explotación de recursos naturales; sobre todo en campamentos de explotadores de petróleo. Cuando ibas a llegar a este mundo él estaba sin empleo porque todas las empresas del rubro estaban paralizadas por la cuarentena. Todo estaba paralizado por la cuarentena. Había una orden de no circulación para vehículos sin permiso especial, entre muchas otras medidas.
¿Sabías que tu mamá vino al mundo en la propia casa de sus papás? Un veinticinco de diciembre de mil novecientos ochenta y ocho, cuando la casa estaba adornada con un pesebre sin niño –la figurilla del nazareno chiquito se había roto al sacarlo de su caja– tu mamá, Carla Rocío, evitó llegar al hospital para nacer. Tu abuelo llegó de su turno en el hospital de Achachicala a las tres de la tarde, por suerte tenía su maletín preparado. Y tú estabas en el mismo trance aquella tarde. ¿Llegarías a nacer en el hospital?
Tu mamá sintió las molestias más graves a las diez de la mañana. Había pasado una noche pésima de calores y arcadas. Al mediodía apenas probó bocado. Desde hacía unos años, tu mamá, tu papá y tu hermano mayor, dos años mayor, vivían en casa de tu abuela materna; fue ella quien notó la labor de parto. “Pero, falta una semana”, dijo tu tío, tan encuadrado en ideas fijas como siempre. “En el hospital le han dicho para el siete de abril, ¿no? Falta una semana”.
Tu papá, un hombre hogareño de ojos redondos y sin un solo cabello, salió a ver si había manera de sortear los diez kilómetros necesarios para llegar al hospital de Cotahuma, en La Paz. Volvió a los minutos, nada, la cuarentena rígida en apogeo. Ese uno de abril de dos mil veinte todo era un solo desierto de ausencia. Nada.
Tu tío tenía una motocicleta, mi negra, la llamaba. Por la cabeza calva de tu papá surcó el brillo de trasladar a tu mamá en ese vehículo, mala idea. Tu tío hizo los cálculos, tal vez cabía la posibilidad de llevar a tu mamá, el problema era que no conocía el dichoso hospital donde tenían todo el historial médico. ¿Qué hacer?
Quince minutos después del mediodía llamaron una ambulancia, de las que ofrecían sus servicios en las puertas de los hospitales, tu tío tenía una tarjeta que le habían dado hacía unos días con la promesa de acudir al primer llamado. El operador de El Alto explicó que no había unidades de servicio por la zona, que debían llamar a La Paz y dieron un número telefónico. Llamaron al servicio de La Paz, les dijeron que como tu mamá estaba en El Alto debían llamar al servicio de ahí; dieron otro número telefónico. Volvieron a llamar y por fin obtuvieron la promesa de una ambulancia que jamás llegó. Pasadas las dos de la tarde llamaron a un taxi cuyo conductor, vecino y amigo, nunca contestó.
Así llegaron las tres de la tarde.
Había que hacer algo.
Tu hermano nació dos años y ocho meses antes que tú. Cuando tus papás creyeron que cabía la posibilidad de que fuera niña decidieron que se llamaría Valentina, pero no, fue Sebastian (así sin tilde, insiste tu mamá). Así que tu nombre estaba reservado desde mucho antes: Valentina Salvatierra.
Tu abuela es hija de una matrona, tu bisabuela, mamá Flora Lira, traía bebés en la mina de Ocurí, pero tu abuela no heredó ni la más mínima habilidad médica, así que no había manera de que nacieras en casa.
Sebastian –que había heredado la morfología craneana de su papá, así como los ojos redondos, ahora de pestañas, que envidiaría cualquier candidata a miss– se quedó con la abuela, mientras todos, a las tres y media, cansados de esperar, fueron a buscar algo en que llegar al hospital.
Tu tío fue el primero en salir a la avenida, solo soledad y tierra, viento y sol seco. Miró hacia Viacha allá a lo lejos. Vio un vehículo solitario en medio del silencio opresor, no recuerda qué marca tenía ni de qué modelo era, tal vez era un minibús. Le hizo señas para que se detuviera. El conductor, acompañado de una mujer, aceptó llevarlos solo hasta el principio de la avenida 6 de Marzo.
Condujo deprisa.
Cuando llegaron al cruce entre la carretera a Viacha y camino a Oruro, tus papás intuyeron que no habría manera sencilla de hallar otro vehículo.
—¿Nos puede llevar hasta Cotahuma? —Tu papá, se veía, tenía el pecho comprimido.
—No puedo, joven, tenemos que ir a ver a mi suegra, está mal.
—Por favor, mi esposa está con trabajo de parto. Le vamos a pagar.
—No es eso, joven —el conductor los miraba por el retrovisor—. No tengo permiso para ir a la ciudad.
—Por favor, si aparece policía yo le voy a explicar.

—No puedo, van a disculpar —concluyó el conductor que mascaba coca.
El vehículo los dejó una cuadra más allá del cruce entre la carretera a Viacha y Oruro. La mujer miró a tu mamá consciente de que no podía hacer más, seguramente deseosa de poder hacer algo más, solo pudo desearle suerte.
Los dejaron en la avenida 6 de Marzo en un día despoblado.
Tu tío bajó del vehículo, el primero. Una cuadra más allá no había nada. Miró a la movilidad que los había llevado, se alejaba dejando un polvo que brillaba como aura del pavimento, ese día a las cuatro y cuarto de la tarde el silencio era tal como el de una media noche en el altiplano. ¿Qué hacer? Les dijo a tu papá y a tu mamá que fueran caminando despacio, que iría a buscar algo en qué ir al hospital.
Caminó rápido, cuenta que pensó en algo que había oído en las noticias: si bien en las avenidas principales del país no había vehículos, los taxis solían eludir la restricción por las calles paralelas. Así, corrió hacia las calles Jorge Carrasco, Franco Valle, Raúl Salmón, alejándose de la avenida principal, y nada. Ni siquiera vehículos estacionados, absolutamente nada. Ni un alma a quien preguntar. La garganta se le hizo rasposa, se paró en una esquina, silbó a ver si algo pasaba, lo que fuera; si alguien salía de algún edificio podría preguntar. Nada. Se apoyó en una pared para pensar.
Cerró los ojos.
Oyó un motor, miró, era una ambulancia, hizo gestos con las manos para que se detuviera. El alivio le mojó los ojos, todo estaba solucionado, creyó.
La ambulancia ni siquiera disminuyó la velocidad cuando pasó por su lado, casi lo atropella. Gritó “¡Mi hermana está en trabajo de parto!”. No lo oyeron, o no quisieron oírle.
Siguió caminando sintiéndose culpable de no poder hacer algo efectivo, llegó a gritar una larga “a”, un sonoro “¿hola?”. Silbó aún más fuerte. Silencio.
Sin darse cuenta había vuelto a la avenida principal, no vio a tu mamá por ninguna parte, corrió desandando sus pasos. Tu mamá apareció, oculta en una esquina, jadeaba agarrada al brazo de su esposo con una mano y con la otra se frotaba la cintura.
A tu tío se le ocurrió la peregrina idea de preparar una especie de camilla de campaña con chamarras, como le habían enseñado en primeros auxilios cuando estudiaba enfermería, hacía unos años, antes de abandonar la intención de ser miembro de los profesionales de salud y decidirse a ser abogado –profesión harto inútil en esas circunstancias–. Había pasado mucho tiempo, pero recordaba lo suficiente para hacer esa camilla: había que quitarse las chamarras, él y su cuñado, tenderlas en el suelo, amarrar las mangas de una con las de la otra, tender a tu mamá encima, aprovechar las mangas de una chamarra como cinturón de seguridad y asir los extremos de la camilla y caminar con alguna oración en los labios.
Ya iba a proponer eso cuando vio una patrulla, saltó en su lugar y corrió, pero estaba demasiado lejos para alcanzarla, gritó, nada. Entonces se le ocurrió la idea de ir al peaje de la autopista; si había alguna persona con quien hablar en medio de ese hoyo de ausencia, era ahí.
Corrió.
—Buenas tardes —tu tío apenas podía cazar bocanadas de aliento—, mi hermana… trabajo de parto… ayuda…
El uniformado que resguardaba el peaje entendió lo indispensable.
—Tiene que llamar una ambulancia.
—Llamamos, pero nadie viene.
El policía tomó su radio portátil y llamó a alguien. Tu tío oyó que le decían que no había ambulancias, que mañana con seguridad.
—¡Mi hermana está con trabajo de parto, ahora!
—No se puede. No hay ambulancias.
Miró en derredor, tal vez un auto aparecería. La autopista parecía un espejo agonizante, la luz del día se marchaba prematuramente.
Se acercó otro uniformado.
—¿Qué pasa?
—Dice que su hermana va a tener su hijo, mi sargento.
El sargento pidió detalles a tu tío y le dio un número telefónico. Tu tío sacó su teléfono móvil que se le deslizó entre los dedos.
—Tranquilo nomás, joven.
El sargento dictó un número, tu tío notó que sus dedos temblaban, respiró largo, a pesar de la conciencia de que debía controlar sus movimientos, no podía. Caminó para calmarse. Al fin pudo comunicarse con una señorita que le dijo lo mismo que todos esa tarde.
—¿Qué dice? —el sargento.

—No hay móviles. No hay nada —tu tío.
—¿Dónde está su hermana?
Tu tío respondió que estaba a unas ocho calles, caminando por la avenida.
—Vamos en la patrulla a buscar ambulancia.
Cuando el sargento dio esa orden tu tío hubiera gritado de agradecimiento. Abordaron la patrulla, una camioneta con cabina suficiente para cinco personas. El primer uniformado que tu tío había encontrado en el peaje era quien manejaba, el sargento iba al lado de tu tío en la parte de atrás de la cabina.
—¿Hasta dónde quieren ir? —El sargento miraba al frente, pensativo.
—Al hospital de Cotahuma —tu tío recordaba el kilómetro que separa el peaje y el lugar donde los había dejado el vehículo que habían encontrado al principio de esa odiseica tarde.
Avanzaron mirando con atención.
—¿Seguro su hermana no habrá encontrado taxi? —el sargento.
Aparecieron otros uniformados caminando, hicieron señas y al vuelo subieron a la palangana de la patrulla.
Siguieron buscando.
—¡Ahí! —anunció tu tío.
Tu mamá y tu papá caminaban, apenas.
—¡Pero, está por tener parto! —dijo el sargento alzando la voz.
—Eso le dije a su camarada —Tu tío enseguida temió haber sido impertinente, ¿y si por atrevido no los ayudaban?
Llegaron hasta donde estaban tu mamá y tu papá. El sargento y tu tío se apearon, subieron a tu mamá. Se veía tan agotada.
Los uniformados que recién habían subido también bajaron saltando de la palangana. Se reunieron mientras tu tío pensaba en que era posible hallar una ambulancia con la ayuda de ese providencial vehículo, pero temía que tardaran. Se dio una orden y todos volvieron a subir.
—¿Quién es el papá? —dijo el sargento.
—Yo.
—Ya, usted con la señora en la cabina. El resto atrás.
—¿Adónde, mi sargento? —dijo el conductor.
—Al hospital de Cotahuma.
Tu tío no tenía experiencia en subir a la palangana de ninguna camioneta, los policías lo ayudaron riendo. Alguno que no terminaba de entender preguntó qué pasaba, tu tío respondió y pusieron cara de preocupación.
—Justo ahora que no hay nada —dijo alguno refiriéndose a la ausencia de motorizados.
Tu tío se sentó en el fierro casi con alivio:
—¿Cómo se llama el sargento?
—Es mi sargento Chávez. Buena gente es —esta última aclaración no era necesaria.
El viaje en la parte de atrás de una camioneta es de lo más accidentado que hay, las piedras y los rompemuelles hacen que saltes de nalgas si estás sentado, lo cual por lo general no es de las mejores ideas si el vehículo acelera, como en aquella ocasión. Tu tío se volvió a parar como pudo y se agarró de los tubos que, como costillas, rodeaban la palangana de la patrulla que encendió sus luces de emergencia. Tu tío recordó fugazmente que unos amigos le habían contado, hace muchos años, que fueron detenidos por beber en la vía pública. Recordó que esos amigos mencionaron esas luces parpadeantes de policía. Por alguna razón tuvo ganas de reír.

Cuando llegaron a destino los uniformados se apearon de un salto –tu tío bajó como si su cuerpo fuera prestado–. Las puertas del hospital estaban cerradas. La patrulla sonó su bocina hasta que el portero salió diciendo que debían ir por la puerta de atrás.
—¡Suban! —mandó el sargento Chávez, orden que tu tío no tuvo la pericia de obedecer, le quedó ir corriendo detrás de la patrulla.
Al llegar, los policías, sin perder un segundo, volvieron a saltar y ayudaron a tu mamá a bajar y llegar hasta la puerta del hospital.
Cuando tu tío llegó apenas pudo agradecer la ayuda, le faltaba el aire. El Sargento Chávez felicitó a tu papá desde la cabina. Valentina, si hubieras estado ahí seguro recordarías para siempre que aquel rostro moreno y redondo, cansado y angelical, que se había mantenido serio y mandón, de pronto se iluminó con una sonrisa.
Naciste a las once y media de la noche, no pesabas ni siquiera dos kilogramos. El médico dijo que tus pulmones no estaban maduros. Si te hubieras mantenido dentro de lo planificado, nacer el siete de abril de dos mil veinte, tal vez no hubieras nacido con ese problema. Las cosas hubieran sido distintas.
Tuviste que ser internada.
El protocolo para los hospitales era demasiado estricto. Las muertes por el coronavirus eran noticia de todos los días. No podías recibir más que la visita de tu mamá. Tu tío volvió a El Alto, caminó casi tres horas agradeciendo que fuera de noche porque odia el sol que abrasa o deslumbra o siquiera calienta, odia el sol. Se duchó y se metió a la cama, los pies le ardieron hasta que se durmió. Al día siguiente contaría todo a tu abuela. Tu papá se quedó alojado en la casa de tu abuelo, en la zona de San Pedro.
Cuando al fin te dieron de alta tuviste que alojarte, también, en la casa de tu abuelo, era imposible volver hasta El Alto en movilidad. Necesitabas volver al hospital a diario para los controles.
Tu abuelo no tuvo el suficiente tiempo para conocerte. ¿Recuerdas que te conté que fue noqueado por un campeón de box? Cuando despertó quiso volver a subir al cuadrilátero, tuvieron que agarrarlo para que entendiera que no era buena idea. Así era él. Indestructible. Se necesitaba mucho para que se quedara quieto. Por eso siguió trabajando en plena crisis sanitaria. Cuando ya la pandemia no era una historia lejana, cuando los contagios se contaban por cientos, miles; siguió trabajando. Apenas te vio los días que estuviste en su casa. Siguió trabajando hasta que una tarde tuvo que quedarse en cama, la respiración se le hacía imposible. Tu tío recuerda que fue a visitarlo y preparó pasta, tu abuelo no gustaba del fideo, pero esa tarde se levantó y pidió un plato y almorzó por última vez. Al despedirse, tu tío le dijo “te quiero” en un susurro, ¿o lo pensó?, no está seguro. Tu abuelo Carlos murió el veintiséis de julio de dos mil veinte cuando el sol acababa de ocultarse.
Seguramente, dentro de unos años, cuando dejemos de estar enjaulados, cuando podamos volar sin miedo, cuando no le temamos a las personas posiblemente infectadas que caminan cerca de nosotros, seguramente entonces no te acordarás de tu abuelo; cuando murió tú apenas tenías unos meses de vida.
Pero estas líneas te hablarán de él, de su carácter bonachón a veces indiscreto –a tu papá solía llamarle “pelao” por su despoblada coronilla–. Te hablarán de tu abuela, que no durmió la noche que naciste porque tu tío vio las luces apagadas y decidió esperar al día siguiente para informarle. Te hablarán de tu hermano, que no tenía la edad suficiente para entender lo que pasaba y que para entonces era devoto de las papas fritas. De tu tío, que decidió recordar todo lo que ocurrió esos días para poder contártelo después, Valentina.
Tu historia es la historia de muchos, aunque tú tuviste suerte. Tus pulmones se desarrollaron día a día. Cuando por fin llegaste a casa de tu abuela, todos pudieron respirar con alivio.
Naciste con la prohibición de salir de la incubadora, luego con la prohibición de salir de casa, en medio mismo de la cuarentena.
Te enjaularon al nacer.
Hace un tiempo cumpliste un año y aún eres una pajarita enjaulada. Tu pastel tenía la forma de un oso de color rosa, crema a borbotones. Tu hermano te ganó a la hora de apagar la primera vela de tu vida (él ya es un experto soplador), no te importó. Todavía no sonríes a carcajadas, tal vez porque percibes que algo ocurre en el mundo.
Recién te oí decir “papa”, imagino que tu intención es llamar a tu papá que ya está trabajando en un hospital, las cosas vuelven a una normalidad, nueva. Tu hermano ya puede decir “abuelita Goya” y tío “Pepe”; seguro pronto aprenderás tú. Ya aprenderás a hablar.
Y las jaulas se acabarán.
Y volarás.
Cuando seas más grande, cuando aprendas a leer, sabrás cómo fue el día que llegaste.
Y sabrás sobre el día en que tu abuelo se fue.
Somos aves enjauladas,
con tantas ganas de volar
que olvidamos que en este remanso
también se ve la vida pasar.
“Aves enjauladas”, Rozalén