Alteños perdidos en El Alto I

Una ciudad puede hablar a través de sus habitantes, de sus pensamientos y vivencias. Esta es la apuesta de Óscar Coaquira que, por medio del encuentro con una vieja amiga, habla de El Alto como un espacio cambiante, donde la gente reaparece, te deslumbra y se vuelve a perder en esta urbe que no para de crecer.

Cuando conocí a la Gretta ella no se llamaba así, tenía otro nombre, uno más extraño y difícil de pronunciar; aunque la verdad todos le decían la Chiquis por lo flaquita y menuda que era. Desde luego, aquel apodo le molestaba y cada vez que se lo decían bajaba la cabeza y escondía sus manos en los bolsillos de su ancho canguro como si estuviera a punto de apagarse; sin embargo, la Gretta se llenaba de energía y al rato podías verla sonreír y chancear como si nada hubiera pasado. Por entonces yo tenía 25 años y sabía que iba a quedar calvo, mientras que la Gretta apenas llegaba a los 17 años.

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Desapareciendo otra vez en El Alto. / Fotografía: Pavel Quintana.

No voy a negar que cuando la vi me pareció una niña, creía que era la hermana menor de la Marion, con quien andaba casi siempre, pues aparecían juntas en cada una de nuestras reuniones, después de las clases de pintura. Ellas pasaban clases de danza clásica y nos esperaban en los pasillos de la alcaldía quemada para irnos a tomar un café, donde íbamos a charlar y bromear hasta el cansancio. Éramos changos felices, el país estaba cambiando, podíamos sentirlo en la piel, ya no éramos invisibles y eso nos encantaba, o al menos eso creíamos. Recuerdo que algunas veces, luego de salir de la cafetería y despachar a las chicas, nos íbamos a compartir unos tragos callejeros en la extinta Plazuela del Arquitecto; y, ocasionalmente, ellas nos acompañaban hasta la madrugada.

Fue en esas circunstancias donde me enteré que la Gretta cursaba el último año del colegio, que estaba enamorada del Micky, quien no mostraba ningún tipo de interés hacia ella, y que se sentía muy mal por eso. “¿Por qué los chicos me ven como a una niña? ¿Qué es lo que me falta, dime?”. “Es que somos unos cojudos”, le dije. “No sabemos lo que queremos y…”. “Mentira, son unos machitos superficiales. Ustedes miran el cuerpo, las tetas y los culos grandes, no los buenos sentimientos, no me jodas con esas cosas”, respondió algo exaltada. Entonces no supe qué responderle; durante esas semanas de febriles encuentros nos habíamos vuelto algo cercanos y trataba de subirle el ánimo con algunas palabras alentadoras, frases que sacaba de libros y que la Gretta desdeñaba porque le parecían habladurías sin sentido. El mundo era injusto, pero más con los que cerraban los ojos y reprimían sus emociones. Se lo quería decir a la Gretta, que yo la entendía, pero un día desapareció sin decir adiós.

Tiempo después volví a contactarme con la Gretta, la había encontrado casualmente por las redes sociales y no tardamos en volver a charlar. Nos citamos en La Colmena, una cafetería que aún estaba en el centro de La Ceja, en ese mercado que subyace en el inicio del puente que va hacia Río Seco. Estaba cambiada, traía el cabello rubio y ondulado, vestía jean negro, botas de paño negro y un top dorado que brillaba con las luces. Un abrigo de tersura suave, como de peluche, le cubría parte del cuerpo. Trataré de reproducir nuestra conversación tal cual la recuerdo. “Estás espectacular”, le dije. “Lo sé –contestó– ahora puedo resaltar en las calles. ¿Te acuerdas de la parte donde aparece la chica de rojo sobre una hilera de personas que visten de negro en la película Matrix?”. “Sí”, le dije. “Soy yo”, respondió sonrientemente. “Pero es una simple apariencia –contesté–, en verdad solo sirve como una distracción para demostrar que la Matrix es...”. “Ya lo sé, el cuerpo es eso, una bonita distracción, no vas a negarme que cuando era pequeña y sin gracia nadie me prestaba atención”.

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La gente va y viene en una ciudad de transformaciones constantes. / Fotografía: Pavel Quintana.

Lucía despampanante y hablaba con una seguridad inigualable; sin embargo, aún conservaba su voz de ardilla, delgada y medio chillona que me recordaba a la Gretta de antes. “¿Qué es de los chicos?”, preguntó y le dije que sabía muy poco de ellos, que cada quien había tomado rumbos diferentes. “¿Los extrañas?”. “Para nada, los odio con todo mi ser”. “¿Tanto así?”. “Claro, ¿o vos los extrañas?”. “Un poquito, después de todo eran buenos changos”, respondí. “Ah, porque vos eras igual de superficial que ellos, ¿no ve, marica?”. Sonrió al ver que me atragantaba con mi saliva. “Quizás un poco, pero...”. “Ya, tranquilo, solo te jodía para ver tu reacción”, dijo y empezó a contarme un poco de lo que había hecho durante esos años. “Dime, ¿es importante tener un título universitario?”. “Por supuesto, así tienes más oportunidades para trabajar y juntar buena platita...”. “O sea, ¿me estás diciendo que acabe mi carrera de Ingeniería Comercial?”. “Yo creo, es lo mejor”, le dije; de repente calló y el sonido estridente de las calles invadió el salón.

“Igual me va bien sin el título, yo quiero ser como la Beishu”. Su voz chillona irrumpió tiernamente en mis oídos. “¿Como la modelo cruceña?”. “Sí pues, marica; ya sabes, la que no se opera no prospera. Mira, empecé por retocarme la nariz, después me agrandé el busto y dentro de unos meses me haré aumentar el poto, ¿qué me dices o acaso me vas a juzgar, marica?”. Creí que los pechos te habían crecido de manera natural, le dije sonriendo, y la Gretta soltó una risa escandalosa que llamó más la atención de las personas. “¿Te haces o eres? ¿Cómo me van a crecer las tetas así nomás si yo era una tabla-pecho? No, estas wawas pasaron por el quirófano”. “Se ven bien”, contesté. “Cuesta verse bonita, pero no todos lo ven así porque siempre me topo con personas que me juzgan y tratan de hacerme sentir mal, como antes, cuando era una niña acomplejada. Sabes, no todas las que nos queremos ver bien somos unas putas. La gente es una mierda, en especial tu propia familia, que te dice cómo debes comportarte y vestirte. Por eso dejé mi casa hace mucho tiempo, cuando supe que podía vivir mi vida como yo quería”.

“Hay que tener cuidado con las cosas que uno dice –dijo–, las palabras tienen doble filo y pueden desgarrarte el alma para siempre. Yo no dejé que las palabras me cortaran el espíritu. Siempre quise verme bien, vestir ropas vistosas para que todos puedan verme en mi jodida plenitud”. La Gretta había cambiado; sin embargo, la ciudad continuaba con sus obtusos códigos morales. “¿Cuántas veces cambiaste de nombre?”, pregunté. “Tantas que hasta ya perdí la cuenta, pero no me vuelvas a decir Chiquis porque te hundo mis tacos en tu calva cabeza”, respondió sonriendo. “Igual te ves bien, marica, aunque no te haría mal rebajarte los pómulos para verte como la Roca”. Reímos y después le hablé de una película. “¿Viste Malena? –me dijo que no– La Monica Bellucci luce divina e igual la gente se comporta como unos imbéciles cuando la miran en medio de los fachos”. “Hace frío, salgamos a caminar”, me dijo. La Greta se puso su abrigo y mientras salíamos sentí que la miraban de pies a cabeza. “¿No te sientes mal de que te miren como a un suculento pollo al espiedo?” “No, si para eso sirve este cuerpito, para que se distraigan de sus miserables vidas y yo me sienta divina”.

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“No vuelvas a decirme Chiquis porque te hundo mis tacos en tu calva cabeza”. / Fotografía: Pavel Quintana.

Fue la última vez que la vi, pues, como dijo ella, siempre cambiaba de nombre y me era difícil seguirle el rastro. Después de todo, la ciudad iba creciendo continuamente y sus gentes aparecen y se pierden como si fueran cometas luminosos que solo podemos contemplar cuando se van alejando. Al igual que la Gretta, llegan como un trueno, alumbran y emergen en un solo instante, luego desaparecen y te dejan con el recuerdo de ese esplendor. Porque al final de cuentas, ¿acaso no todos somos el recuerdo de un bello instante que se pierde en la lejanía?

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