La maldición de la Biblia

Como dice el autor en una parte del texto, hasta hace poco tiempo, la Biblia era un libro que se encontraba por todas partes y sin hacer mayor esfuerzo. ¿Puede que su gradual desaparición de nuestros estantes traiga como consecuencia, cual maldición de Tutankamón, castigos que no hemos imaginado siquiera? La respuesta nos la sugiere Leaño Martinet en este ameno relato.

Si mal no recuerdo, fue un 17 de marzo cuando me llegó una copia de la Biblia que ordené por correo. Sentí una sensación muy extraña al comprarla, pues tal libro siempre estuvo presente en mi vida. Cuando era chico teníamos varias ediciones en casa; recuerdo una que se llamaba Biblia Latinoamericana, era la peor de todas. A alguien se le ocurrió que los latinos no entendíamos el texto divino, entonces hizo una adaptación terrible utilizando un lenguaje moderno. Le quitaron toda la mística que ofrece el español antiguo y fundieron la veracidad en las historias.

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Si en otro tiempo tener una Biblia era algo normal, hoy en día, especialmente en Europa, puede hasta a llegar a ser fuente de confusión”. /Fotografía: Álvaro Valero.

Fue muy raro tener nuevamente una Biblia en las manos y haber pagado por ella. Siento que hace veinte años ese libro estaba presente en cada rincón del planeta, no había necesidad de buscarlo; él te encontraba a ti, donde quiera que estés, ya sea en un cuarto de hotel o en la casa de algún pariente. Yo lo compré porque muchos de sus relatos se me nublaron con los años, quería recordar la mágica cabellera de Sansón, los animales enjaulados en un gigantesco barco que flotaba en un mundo de agua y al pequeño y valiente soldado que mató de un piedrazo al temible gigante. Me moría por volver a leer los relatos del Salvador que, montado en un burro, hizo caer toda la historia de la humanidad entera.

Se me antojaba volver a leer la historia que Kurt Vonnegut tanto amaba, la de la mujer de Lot, que cuando le dijeron: “¡Escapa por tu vida! ¡No mires atrás y no te detengas!”, lo primero que hizo fue detenerse para mirar atrás y se convirtió en una estatua de sal. Según Kurt es la parte más humana de todo el libro.

En fin, estaba muy emocionado cuando la compré, pero ese sentimiento no duró mucho. Después de unos días de repaso, el libro terminó en una esquina de la casa junto a una pila de papeles y revistas. Creo que fue en ese momento en el que comenzó la maldición, pues una de esas tardes vino mi amigo Antonio a visitarme y, al ver que tenía una Biblia, comenzó a hablarme de su grupo de oración. Me dijo que en Europa es muy raro encontrar gente joven interesada en la religión e insistía en presentarme al párroco del pueblo, un tal Martino. Yo le dije que no era ni joven ni estaba interesado en la religión, que solamente había comprado el libro por nostalgia literaria, pero creo que no me hizo caso y algunos días después acabamos tomando café con Martino. Toda la charla daba vueltas sobre el mismo tema: que la Iglesia necesita jóvenes y que los cristianos debemos renovar la fe y evangelizar a la modernidad.

Algunos días después vino Matilde, una señora que ayuda a limpiar la casa cada dos semanas. Al ver la Biblia confesó que era evangélica y me habló de su pastor. Luego mencionó que Jesús había cambiado su vida por completo después de una serie de tragedias y que al fin había encontrado paz en su vida. Me invitó a su congregación y, a pesar de explicarle que no estaba interesado en la religión, ella tampoco me hizo caso pues comenzó a mandarme videos de las prédicas de su iglesia, además de extensos artículos, pasajes y bendiciones.

Traté de ignorar todo de la forma más diplomática posible, pero en el fondo me preocupaba que aparezcan más religiosos a mi alrededor, ya estoy muy viejo como para ser evangelizado o para siquiera creer en algo. Le eché la culpa de mis desgracias sociales a la Biblia y decidí deshacerme de ella; el problema es que tengo en la consciencia la memoria de mi abuela materna y de mi abuelo paterno que, en vida, eran beatos tirando a santos. Entonces no sabía cómo librarme del libro divino sin deshonrar su legado. La primera reacción fue esconderlo en el ático, pero me quitaba el sueño. Todas las noches pensaba en el bendito libro y me imaginaba que algún ratón diabólico se lo comería o que se humedecería y se llenaría de moho.

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¿Será que la iglesia católica ha agotado sus formas de evangelización? /Fotografía: Álvaro Valero.

A alguien se le ocurrió que el mejor lugar para esconder una hoja era un bosque; Borges escondió el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles de la Biblioteca Nacional de Argentina, así que, motivado por esas dos experiencias, mi hermano me dijo que lo mejor que podía hacer era dejar mi Biblia en alguna iglesia. Fue así que escondí el libro en un hueco cerca del confesionario de la capilla del pueblo.

Finalmente pude dormir tranquilo. Todo estaba nuevamente en su lugar, hasta esta mañana. Mientras tomaba un café en la pastelería del pueblo, se me acercó el párroco Martino diciendo: “Ustedes los bolivianos hablan español, ¿no? Creo que he encontrado un regalo para ti mientras limpiaba la iglesia”.

Solo pude responder con la famosa línea del oscuro libro de Conrad: “¡El horror, el horror!”.

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