Ellos tienen dos mamás
Hay mujeres que se deciden por su realización individual, que preponderan sus metas profesionales o económicas, mujeres que aspiran a ser reconocidas e importantes… hay otras que sólo quieren ser madres.

El miércoles 19 de enero del controversial año 2000 es una fecha que no olvidaré. Para muchos el cambio de siglo significaba “el fin del mundo”; no obstante, para mí la aventura en este mundo estaba por comenzar. Carlos Adriano, “Lito”, nació ese día entre más de diez nuevas vidas que vieron la luz en la sala de partos del Hospital La Paz, en la populosa zona Garita de Lima. Le regalé aquella luz a mis escasos diecisiete años. El título de “madre” cayó cual plomo sobre mi cabeza, cargado de todas las responsabilidades que implica el serlo. Los constantes desvelos con Lito en los brazos, el tener que despertar más temprano, el aprender a convivir con un ser humano que dependía absolutamente de mí: alimentarlo, bañarlo, cuidarlo, adivinar lo que demandaba con cada llanto, además de cumplir con mis obligaciones del hogar, eran quehaceres que, por supuesto, debía contrastar con las tareas del colegio y las actividades del bachillerato, el cual tenía que concluir sí o sí ese año. Mamá dijo que no podía retrasarme en los estudios, que debía hacer las cosas con más ahínco por él, por mi hijo.
Fue entonces que, gracias al apoyo de mi madre y mis hermanos, y a la complicidad de compañeras, monjitas y maestras, logré no solo culminar el bachillerato a tiempo, sino también obtener un título como secretaria ejecutiva y paralelamente cursar una carrera universitaria. Pero el destino me tenía preparadas otras cosas. Tres años habían pasado y nuevamente me encontré esperando conocer a mi segundo hijo, Fabián Alberto, “Betito”. Su llegada trajo un nuevo mundo de aventuras, la mayoría de ellas muy complicadas y tristes.
Era un once de octubre de 2003. Una La Paz, conmocionada por la denominada Guerra del Gas y la masacre de Octubre Negro, recibía a un pequeño héroe que enfrentaba su propia guerra ―a un día de haber nacido, Betito ingresó a su primera cirugía debido a una rara condición congénita conocida como secuencia de Vacter[1]―. Ese día esperaba con ansias tener en mi regazo a aquel que en la sala de partos no emitió sonido alguno al nacer. Pregunté por el silencio, pero sólo me dijeron que mi pequeño estaba “bien”. Muchas horas más tarde, en lugar de ver entrar a la enfermera con mi bebé en brazos, todo lo que vi fue una veintena de médicos, quienes, formándose atestados alrededor de mi cama, escucharon atentos a la neonatóloga, junto con el cirujano pediatra, explicar los pormenores de la condición de mi hijo, mientras un remolino de dudas envolvía mi mente y mil lágrimas emanaban de mis ojos con cada palabra que pronunciaban. Ellos dijeron que la prevalencia de este mal era de uno entre cada diez mil nacidos y que, de cada diez, solo uno lograba sobrevivir. El mío vivió. Dijeron que su esperanza de vida era como máximo hasta los cinco años. El mío vivió hasta los once.
En nuestras vidas todo era cotidianamente caótico. Yo apenas salía de una desilusión amorosa, luego de terminar una relación que duró quince años con el padre de mis hijos. Lito ―aquel a quien un día le robé la infancia sin querer―, a sus escasos diez años, asumía responsabilidades que superan las que normalmente asume un niño de su edad. Y Betito, pequeño y frágil como era, acababa de enfrentar su decimocuarta operación a los siete. En fin, los días eran para nosotros nublados. El sol salía solamente cuando veía a los dos niños jugar como si nada pasara y amarse de esa forma tan peculiar e intensa que solo sienten los hermanos, y más aún esos que comparten no nada más el juego y la risa, sino, como en el caso de mis hijos, el dolor, el llanto y la incertidumbre; siempre temiendo por la vida de uno.
Nuestro día a día básicamente transcurría entre el colegio, el hospital y nuestra casa, mas cuando “ella”, Pilar, Pili o “mamá Oso” ―como habría de ser bautizada por Betito―, llegó a nuestras vidas todo cambió rotundamente. Para alguien como yo que ya no creía en el amor, “ella” trajo una nueva ilusión plena de ternura y motivación. Me bastó verla con toda su dedicación al lado de mis hijos para convencerme de que era la indicada para avivar, una vez más, mi inerte corazón. Sin duda y casi de inmediato, ellos la reconocieron, más que como madre, como una buena amiga. Pilar se convirtió en eso: nuestro “pilar”. “Ella” le regaló cuatro años más de vida a nuestro Beto, le enseñó a ser fuerte, lo sacó de la burbuja en la que yo lo tenía atrapado y con cada juego y travesura le devolvió a Lito su niñez arrebatada. Pili, con su rudo pero a la vez tierno y alegre carácter, nos regaló no sólo la esperanza y el coraje para seguir adelante, sino su vida misma. Con tantos problemas y responsabilidades, pensé que huiría de inmediato, pero no, se quedó y nunca más se fue.
El Sol, cálido y luminoso, salía mucho más seguido para nosotros. Pilar se convirtió en mi compañera, mi novia y en el amor de mi vida. También se convirtió en una gran madre, sin serlo realmente; perdón, corrijo, sin serlo “biológicamente” ―como dirían algunos―, porque nada le faltaba. Ella los criaba, los mimaba, jugaba con ellos, les prodigaba alimento y cuidados, les dedicaba tiempo y cariño. Éramos una familia de cuatro como cualquier otra, la única diferencia era esa: dos mamás en vez de madre y padre. Éramos lo que se conoce como “hogarcomaternal” u “homoparental” ― ¡ay los neologismos! ―, madres lesbianas pues. Y esto no importaba, lo que de verdad nos interesaba era que nuestros hijos eran felices, mucho más que antes.

La felicidad, sin embargo, a veces dura poco. Quizá necesita estar ausente un tiempo para enseñarnos a valorarla con más fervor y animarnos a buscarla sin descanso hasta encontrarla de nuevo. El veinticuatro de agosto de 2014 marcó nuestras vidas para siempre. Era una mañana inusualmente tranquila, el cielo lucía tan azul, mucho más azul y limpio que de costumbre. Y el sol ―¡ese sol!― relucía vívidamente, resultado de una extraña fuerza hermosa y refulgente que a la vez helaba la sangre en nuestros corazones. Azul prístino y aurora cristalina, de esa forma tan contundente la infinita bóveda celeste abrió sus puertas para recibir a nuestro Betito, y nosotras no pudimos hacer nada para retenerlo. Él ya se había cansado de luchar, la hemodiálisis a la que debía someterse día por medio puso fin a sus últimos pero felices, muy felices, días en esta tierra. Nuestro pequeño dio su último suspiro en el amoroso regazo de “mamá Oso”, mientras ella dejaba rodar amargas lágrimas por sus mejillas, repitiéndole suplicante al oído que despertara para volver a casa, porque lo necesitaba para pasar la final de Tekken Tag en el PS2. Éramos cuatro y quedamos tres, compartiendo por cinco años un dolor crudo e inexplicable.
Cuán cierto es eso de que el tiempo es un ungüento para el alma. Un día ―aunque no me crean―, Betito volvió. Una mañana tan preciosa como aquella en la que partió, hace ya más de nueve meses, entré en la cocina donde Pili preparaba cariñosamente el almuerzo y le dije: Oso, creo que estoy embarazada. Y ahí, por tercera vez, estaba yo a punto de iniciar una nueva aventura en esto de ser madre. Sin embargo, esta vez era diferente. Esta vez mis miedos habían desaparecido y extrañamente ese dolor tan intenso por el duelo de mi hijo también, y no sólo en mí, sino en los tres. Vi a mi hijo mayor sonreír, llorando de felicidad, al sostener en la enorme palma de su mano, como una cuna, a su hermano, cual si fuera el mayor de los tesoros. Uno con quien volverá a jugar y a ser niño las veces que quiera, a pesar de sus veinte años. Nos gusta pensar que nuestro Betito se conmovió tanto al vernos sufrir por su partida que decidió volver. Halló el camino de regreso a casa de una forma tan hermosa como inexplicable. Somos madres de nuevo, y ahora quien llena nuestras vidas de luz, amor, alegría y, sobre todo, esperanza se llama Gael Alberto, en honor a su estrella.
Escribo esto somnolienta, viendo a mamá Pili arrullar a su bebé en brazos, tratando de calmar su llanto de wawa quechichi ―como le dice ella―, en una de esas tantas madrugadas que pasamos las madres cuando tenemos a un recién nacido. Así lo veremos crecer hasta que sea un niño grande, fuerte y sano, entre madrugadas. Hasta que un día Gael tome la mano de Lito para ir a la cancha a patear la pelota, mientras Betito los protege a ellos y a sus dos mamás, desde el final del arcoíris, por siempre… “Somewhere over the rainbow/ Way up high/And the dreams that you dreamed of/ Once in a lullaby”.
[1] Conjunto de malformaciones internas que debe su nombre a la inicial de las partes que, en la mayoría de los casos, se ven afectadas: defectos Vertebrales, malformaciones Anales, anomalías Cardiacas, alteraciones Traqueo-Esofágicas y malformaciones Renales.