Nosferatu: La película, el documental, el libro

Nathan Leaño elucubra una teoría de visionado de las tres principales películas sobre Nosferatu: la de Schreck, la de Herzog y la de Eggers. Texto imperdible para los amantes del cine, de los vampiros y de, por supuesto, Nosferatu.
Editado por : Adrián Nieve

Quien haya dictado en piedra que el plagio nunca termina bien, jamás ha visto Nosferatu.

Aparte de añadirle salsa al mito del vampiro con datos ausentes del canon de Bram Stoker —como el terrible daño de la luz solar, o la representación de la peor de las pestes dentro de la modernidad (de la época) europea—, Nosferatu fue un intento bastante astuto por parte de Murnau para adaptar una de las obras magnas de la literatura sin gastar ni un solo marco. La jugada le salió mal: cambiar nombres, escenarios y tramas no bastó para contentar a la viuda del viejo Bram, quien hizo de todo para intentar destruirla. Que el hecho de que hablemos hoy de la película, a más de 100 años de su estreno, sirva como un alegre recordatorio del fracaso de la viuda.

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Imagen: 88 Grados

En cuanto a remakes se refiere, Nosferatu ha sido un caso extraño, un poco difícil de explorar. A diferencia de lo que se tiene en mente por un remake, ya sea una burda transformación para oscurecer el material original o, en otros casos, para magnificarla de entre su mediocridad, Nosferatu no nos presentará nada novedoso a lo largo de sus tres versiones, en lo que respecta a la trama y su determinado orden. Ver una de estas películas es el equivalente a verlas todas, ¿o no?

Sí, todas cuentan la misma historia y con los mismos detalles, sin mayores cambios que un final nuevo o una nueva exploración al material. Pero yo creo que lo que hace interesantes a estas versiones depende del ojo del director y el sentido que intentó dotar a la obra original, usando su propio estilo como un medio sensorial de comunicación. En este sentido, permítanme ofrecerles una guía de visionado de los tres Nosferatu, basándome en un canon personal, una mera teoría que podría hilar la conexión entre remakes y hacerlas más disfrutables. En lugar de ofrecerles la sensación de que ya han visto la misma cosa tres veces, yo les ofrezco...

LA PELÍCULA:

No hay que ser un genio para darse cuenta de la importancia de la película de Murnau en lo que a la historia del cine respecta. Nosferatu sobresale de entre las cenizas del cine expresionista alemán al ofrecernos la manifestación más popular del cine de terror mudo, llegando a oscurecer al Dr. Caligari en cuanto a popularidad atemporal. La película combina de manera increíble las inquietudes de su director y el hecho burocrático de que la productora encargada del film solo lo usase como medio para transmitir simbología esotérica, práctica bastante común en esa época; si no, pregúntenle a Thea Von Harbou, un par de años después. La edad le sienta tan bien a la película original como le sentaría a un vampiro, revitalizándose con cada espectador que cede su sangre ante su visionado, compra una polera con el rostro de Orlok, o la recomienda ante sus amigos góticos y esparce la peste. Sobreviviendo a los errores del tiempo —como el hecho de filmar a un vampiro en medio del día—, Nosferatu mantiene vigencia en sus planos ya icónicos, con el juego de la luz y la sombra, y los tintes que variaban entre el sepia, el cian, entre otros. La película construye un universo a partir de su plagio, sienta las bases de lo que representa el Conde Orlok y que lo diferencian de nuestro querido Drácula. Orlok es feo, no es sensual, es extrañamente cadavérico y hasta alienígena, y no se transforma en un murciélago para picar a sus víctimas personales como un mosquito de deseos sexuales, Orlok entra de lleno a la ciudad trayendo la peste, rodeado por las ratas y cargando su ataúd, paseando como un turista por la ciudad del caos.

La película original es la película, porque no podríamos catalogarla de ninguna otra forma y hacerlo le restaría fuerza a las imágenes que se quedaron impresas hasta en las retinas de los recién nacidos, por medio de las palabras de sus padres. Pero también es la película, porque cumple con las exigencias de una película de su época, haciéndola sentir como una adaptación faltante, ofreciéndonos un final feliz en lugar de la peste prometida. Hay algo que nos hace falta, algo que se siente extrañamente falso, como el uso aún primitivo del stop motion en escenas como el cierre automático del ataúd de Orlok, los efectos que envejecieron mal a diferencia de otros que lo hicieron muy bien como las escenas con la sombra del conde, o, volviendo a repetir, el final feliz e idóneo. Y no hablamos particularmente de una película estadounidense de época que cumpliría a rajatabla con las bases impuestas por el Código Hayes, hablamos de una película alemana, independiente del manejo de los estudios en Hollywood, que podía darse el lujo de manifestar sus intenciones ocultas y místicas con el uso de cartas o firmas que contenían símbolos y códigos. Parecería ser que los alemanes no se regían por un código de ética abrasivo, sino que simplemente, cedían a los tropos. No es de extrañar que la epopéyica Metrópolis terminase con la típica persecución entre el bueno contra el malo por una mujer, solo faltaba colocarle a Rotwang un sombrero de copa y el cliché se haría más grosero.

Nosferatu es una gran película, un hito, pero no deja de ser una película muda que sigue los tropos que autores pasados dejaron sobre ellas. Y, como toda película anterior al hito del Ciudadano Kane, al ser un arte nuevo, bebe demasiado del teatro y su única prueba de ser, justamente, una “película” es el hecho que usa cortes y nada más. No hay movimientos de cámara ingeniosos, casi todos los planos son estáticos o de pobre movimiento, y las actuaciones expresionistas son tan exageradas que solo se justificaría si viéramos la película desde lejos, tal y como veríamos una obra de teatro desde uno de los palcos generales. 

Estas cosas no la hacen mala, por supuesto que no, el cine vivía una constante transformación que ahora le toca a los videojuegos vivir —una forma de arte que, igual que el cine mudo, bebe directamente del arte popular del pasado en lugar de generar su propia identidad, en este caso, bebe del cine—. No olvidemos a las novelas de caballería que llevaron a Cervantes a mofarse del género con su Quijote. El terror en el cine no deja de nutrirse de nuevas tendencias y fórmulas a explotar, pero los viejos conocidos como la película de Murnau jamás han de desaparecer, y cualquier intento por esquivar los sólidos cimientos que dejó termina magnificándolos al ojo del imaginario común.

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Imagen: Film Arts Guild

El aprecio a la obra de Murnau nos lleva hacia películas como Shadow of the Vampire, pero no podemos considerarla como una adaptación de Nosferatu. Esta es una película basada en otra película y nada más. Willem Dafoe no es un nuevo Orlok a estudiar, es Max Schreck, añadiendo salsa al mito de que el actor alemán era un vampiro verdadero, explicando su mórbida apariencia en la película.

EL DOCUMENTAL:

Según Werner Herzog, la película más importante del cine alemán es Nosferatu, y razones no le faltaban para decirlo, ni mucho menos para darse a la heroica tarea de reinterpretarla a su manera, y en mi opinión, a la manera “verdadera”.

El increíble director alemán ha hecho más documentales que ficciones durante su vida, y sus ficciones lucen como documentales. No solo por el hecho de utilizar planos sin preparación, sin atributos mayores a los que el clima de la naturaleza y el clima de sus actores y extras podrían ofrecer. Si tenemos que concederles un atributo ficticio a sus películas, podríamos usar el constante surrealismo que impregna a escenas sin mayor motivo que el disfrute cinematográfico, como la decapitación en Aguirre. Pero Herzog, documentalista de corazón, convierte aquellos escenarios apocalípticos y surreales en una visión realista del momento y la situación. Por eso, cuando vemos la escena del baile caótico, vemos a Herzog y ya no a Murnau. El creador de la película desaparece, porque ya no estamos viendo una película acartonada por los planos, estamos viviendo una realidad que acontece ahí mismo y con amplia fuerza, y mucha fealdad. Podríamos considerar que Murnau basó la película en un hecho real y que Herzog fue quien documentó este hecho, desde el principio hasta el final. Un final terrible que derrumba las esperanzas de Murnau y nos ofrece un dolor realista y un mal sabor de boca, al contemplar el sacrificio de Isabelle Adjani, en vano pues Bruno Ganz renace como vampiro y cabalga hacia nuevos territorios para esparcir la peste de su amo. En cuanto a Orlok, Klaus Kinski nos ofrece una de sus actuaciones más espaciadas y delicadas, olvidándose del hecho de que es Klaus Kinski y cualquier arrebato o berrinche suyo podría considerarse como una forma de arte performatico y no el clamor de un demente. No, el Conde Orlok de Klaus Kinski dista mucho de ser aquel Max Schreck que nos alejaba, nos ofrecía miedo por su apariencia alienígena y nos impedía conectar con el actor al punto de transformarlo en un mito. El Orlok de Kinski es el más humano que hay, es melancólico, depresivo, sediento de un afecto que nunca podrá conseguir. Siguiendo el hecho de que la película de Herzog nos muestra “el hecho real” del que se basó la de Murnau, podemos considerar su interpretación del conde como consideraríamos a un asesino serial o un criminal de guerra, siendo constantemente filmado en sus intimidades por un ojo clínico y maestro. Hasta los peores monstruos sufren, y aquí nos enfrentamos a la idea de que dichos monstruos comparten nuestra sangre, nuestros rasgos, nuestra especie. Que no importa el hecho de que el conde sea un no-muerto, antes de eso, era humano y se nota entre sus tribulaciones nihilistas (otra marca Herzog) o el constante deseo platónico y carnal que ejerce contra Ellen.

Podemos atribuirle el título del documental a esta versión por los motivos planteados: el realismo en sus escenas y la dirección de sus actores. Pero tampoco hay que olvidar aquella cámara sin rumbo ni dirección, cámara en mano, exponiendo los hechos desde una perspectiva que carece de la pulcritud de una producción fílmica. Ver pasear a Bruno Ganz por el castillo, contemplando los bellos manantiales, no es obra de un cineasta experto, es el ojo de un documentalista siguiendo al protagonista real de sus encuentros. Y cuando las ratas pasean libremente por la ciudad, somos testigos de una peste verdadera y no la representación de una.

EL LIBRO:

Finalmente, llegamos a la última de estas versiones, mi favorita personal, la adaptación realizada por Robert Eggers y estrenada en 2023, apenas cumplido un siglo desde la película de Murnau.

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Imagen: Film Arts Guild

Siguiéndole el juego a nuestro canon personal, hagamos de cuenta que Werner Herzog logró filmar los sucesos ocurridos en el siglo XIX para su documental. Los horrores ocurridos en Alemania terminaron escondidos, resultaron ser un enigma para el público o quizás alguna anécdota o crónica de nicho hasta que llegó la película de Murnau, que se volvió incluso más famosa que los hechos que intentaba narrar. Suena un poco extraña la idea de confiar en el desempeño económico de una película cuya referencia contenga un hecho aislado y a un documental. Considerando que Murnau seguía el paso de varios directores de su época y posteriores, que jugaban con materiales literarios para satisfacer su creatividad —adaptando la obra de Goethe un par de años después—, no es raro pensar que el mediador entre el hecho real y la película terminara siendo una novela escrita por Robert Eggers y convertida en un éxito rentable para que se logre rodar el hito que conocemos hoy.

¿En qué detalles me baso para sentir la adaptación de Eggers como una novela y no una película o un documental?

Eggers es un discípulo fiel de personajes como Zulawski y Tarkovsky, poetas fílmicos que se preocupaban más en el impacto sensorial de la imagen que en el desarrollo narrativo de sus personajes. Lejos de pertenecer a este ámbito únicamente como un poeta de la imagen, Eggers manifiesta una atracción narrativa en sus películas, incluso aquellas que se apartan demasiado de las convencionalidades narrativas como El Faro. Pero es en Nosferatu, su proyecto anhelado, que podemos conectar con el Eggers más puro, aquel que ya ha dominado su estilo y lo llevó a un nivel poco esperado y menos en un remake. No solo tomemos su obvia obsesión con el lenguaje y las jergas correctas de cada época o cada ámbito, medio usado con finura entre los angustiantes diálogos en inglés, así como las perturbadoras declamaciones de Orlok en dacio antiguo. Tomemos en cuenta aquellos planos imposibles que nos sumergen a un territorio más allá de la crudeza visual de Herzog o la teatralidad de Murnau, los planos de Eggers nos transportan a otro estado de ánimo, uno que se haría únicamente más palpable al sentir la prosa de Stoker en una de sus páginas, pero sin el estilo epistolar que llega a cortar con el ambiente en ocasiones. Cuando viajamos con Nicholas Hoult hacia los Cárpatos, el cine se siente helado (y no por las fallas en el aire acondicionado), y nos cubrimos con nuestros brazos hasta que llegamos al castillo de Orlok y nos recibe su cálida chimenea, señal de confort momentáneo, mas siempre peligroso gracias al manejo de luces que mantienen al castillo tan ófrico y oculto como la figura del vampiro en ese instante. Tampoco dejemos de mencionar la capacidad de Eggers para formar metáforas con tan solo un plano o una secuencia de estos, como la excelente sombra de Orlok entre todas sus facetas, siendo la mejor de todas, cuando su mano gigante toma posesión de una ciudad enferma, entre la peste y los gritos.

Los personajes se alejan de una realidad naturalista y se embarcan en complejos estudios psicológicos, quizá algo exagerados, pero totalmente necesarios. El caso de Ellen, interpretada por una desfasada Lilly Rose-Depp, es el más importante al conectarnos con el material original del que Murnau se plagió y llevándolo al extremo, pues nos encontramos a una mujer que vendió su virginidad y su espíritu a un cruel demonio, en rebeldía contra aquella castrante sociedad que la mantuvo atada y la tildó de loca una infinidad de veces. Pero el libro no manifiesta un absurdo apoyo a su protagonista como un producto social, pues vive atormentada por aquel secreto que terminaría condenando a su ciudad y a sus seres amados, solo hasta que ella tomase la decisión final, el último y noble sacrificio de su cuerpo en un pacto carnal que sellaría el final de la hecatombe, así como el de su propia vida. Aquí no nos enfrentamos con la naturalidad del pacto sellado por Herzog, o las alegrías de la valentía de la Ellen original, nos encontramos con un final poético y trágico tanto para la víctima como para el victimario, unidos en un último y pútrido abrazo como solo un escritor podría contar con palabras, pero que Eggers solo necesitó una imagen mucho más poderosa para llevar a cabo las ideas finales. La más reciente Nosferatu resulta ser una sopa de sensaciones, un proyecto único en su tipo, una demostración última de talento y fuerza narrativa como pocas veces se ve y mucho más en tiempos actuales. Casi como un juego morboso, Eggers derrumba el mito del vampiro atractivo y humanizado y nos entrega la imponencia de su Conde Orlok, alejado de la extrañeza de la original y la humanidad del documental. Con su Orlok, nos enfrentamos a una metáfora infernal, en cada escena, nos enfrentamos a un peligro que podría salir de la pantalla y ganas no le faltarían para hacerlo. Y como si fuese un tremendo novelista, no existiría mayor descripción de su Conde Orlok, que la que hace el mismo, en la pluma de Eggers:
“Soy solo un apetito... nada más”.

BONUS, EL TIKTOK:

Es de noche y estás viendo un capítulo de Bob Esponja. Es uno de misterio y ciertos toques de terror, pero no es un terror extremo como el que verías en esa época en un capítulo de Coraje, el coco en los comerciales de CN, o el Juez Doom, es un terror agradable y divertido, nunca deja de ser Bob Esponja. El misterio se resuelve, aquel espectro no era nada más que un personaje tremendamente secundario y amigable con pinta de nerd. No había ya motivos para que Calamardo y Bob Esponja sigan temerosos o paranoicos ante eso, pero había un detalle que aún no se había resuelto: ¿Quién prendía y apagaba las luces?

Un paneo nos aleja del Crustáceo Cascarudo nos revela la respuesta.

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Fotografía: Universal

“Nosferaaaaaatu”, dicen los tres personajes juntos, como si regañaran a un niño bromista.

Y Max Schreck sonríe de forma antinatural antes de apagar por última vez las luces y terminar con el episodio.

Ahora bien, el capítulo ha terminado y solo te quedan dos reacciones en ese instante:

La primera es que te ríes, como ocurre con ese tipo de comedia donde se altera físicamente la corporalidad de un personaje para ser parte del punchline o incluso por la aleatoriedad de colocar un personaje así en medio de un capítulo de Bob Esponja. La segunda es que, por los mismos motivos y la notable apariencia de aquel vampiro antiguo, también te da miedo.

Sea como sea, te hayas reído en su momento o te haya causado un miedo extrañísimo, la sensación que te produce el capítulo te aviva la curiosidad y sea que lo busques o que te olvides, tarde o temprano has de conocer al vampiro que apagaba y encendía las luces y descubrirás que proviene de una película muy antigua llamada Nosferatu. Si eres de esos mocosuelos que declinarían verla porque “ay, es antigua y está en blanco y negro”, por favor, no me hables...

Pero, haciendo este tipo de comparativas, si decides adentrarte en el mundo maravilloso que Murnau creó para nosotros, basándose en una novela maravillosa escrita por Robert Eggers, inspirada por un documental por parte de Werner Herzog, entonces la referencia corta y random de Bob Esponja habrá cumplido su cometido. 

Y esa, mis amigos, es la única (y repito, la única) cosa positiva que podría comunicarte un TikTok. En corto tiempo, ya alimentó una curiosidad a un grupo de personas que no estarían muy interesadas en Nosferatu, pues no es una idea que podrías transmitirle de manera natural a un niño y que este la considere como agradable o interesante. Pero una referencia subliminal ya capta su atención, y su curiosidad hace el resto, como notarán en muchos de estos videos cortos, cuando se muestra una película o una serie y la mayoría de comentarios están valiosamente plagados de la misma pregunta: “¿Cómo se llama la película?”. A la espera de nobles samaritanos que respondan.

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Imagen: Viacom

Obviamente, Bob Esponja (al menos durante sus primeras temporadas) es un producto mucho más positivo que un TikTok, pero generó el mismo impacto o incluso uno mayor en su época. No es de extrañar que hasta el mismo Robert Eggers, medio en broma, medio en serio, agradeciera públicamente al show por promocionar su película. Y creo que deberíamos hacer lo mismo, porque dentro de un mundo que ya no valora este tipo de cosas tanto como antes, aún encontramos vigencia entre aquellas producciones que pudieron salvarse de la degradación en sus rollos de película y ahora permanecen resguardadas y nunca dejan de restaurarse y perdurar.

Agradezcamos a Bob Esponja, por acercarnos a la película de Murnau. Si nos gusta, nos interesará conocer más de su historia real gracias al documental de Herzog. Si para este punto, nos volvemos fanáticos empedernidos, hemos de comprar el libro de Eggers y perdernos entre sus páginas. Luego vendrán las camisetas, los posters y la mercadotecnia. Y luego vendrá el instante cuando tengas que repetir el proceso, una y otra vez, sea por gusto o por obsesión.

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