Paso 2: Salva el planeta

En este texto, Camila Urioste narra las maneras en que los humanos evitamos pensar en nuestro inevitable recorrido hacia la extinción. Los superpoderes cotidianos son aquellos que nos ayudan a aguantar, a resistir frente a una realidad durísima y muchas veces dolorosa; los superpoderes cotidianos que permiten que pensemos en la posibilidad del futuro para más de un Niño que depende de nosotros.

Tratas de salvar el planeta todos los días, porque el planeta se está yendo a la mierda y, si lo vas a salvar tú, te va a llevar todos los días. Por eso no usas casi el aire acondicionado, ni el lavaplatos eléctrico, y te dices que no tendrás auto hasta que un Tesla sea barato. Por eso vas a todas partes en bicicleta o a pie o en el bus gratuito de la universidad, y así estás salvando el mundo. Todos. Los. Días.

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¿Realmente el planeta necesita que lo salvemos? / Ilustrador: Pedro Leonardo Sánchez Ramírez

No tienes auto y llevas al Niño a hacer el mercado contigo, ida y vuelta al centro de la ciudad en bus. Lo llevas contigo porque también quieres salvar al Niño: salvar al Niño del celular, de la televisión, de las horas que podría pasarse mirando videos de personas jugando videojuegos en Twitch. Salvarlo del entretenimiento, digamos. Salvarlo del estímulo constante. Entonces subes al bus para salvar al mundo y al Niño que camina rápido a su asiento favorito, el de la última fila junto a la ventana. Se sientan y él apoya su cabecita en tu hombro y cierra los ojos, y la boca se le abre y ya está dormido. Y no recuerdas lo que se siente subir a un auto y dormirte, rendirte totalmente, soltar completamente el control, sentirte tan a salvo. 

Viajas en bus con el Niño y, mientras él duerme, tú enumeras mentalmente las formas en que estás salvando el mundo. Enumeras tus superpoderes. Porque hay incendios. Hay incendios por todos lados, hay muerte y fuego y enumerar tus superpoderes mientras el Niño duerme podría aplacar la angustia.

Tienes el superpoder de acumular bolsas plásticas y fabricar ladrillos ecológicos que luego tiras o regalas porque no sabes qué hacer con ellos. En tu casa anterior tenías la despensa atiborrada de botellas PET rellenas de bolsas plásticas. A veces te daba flojera meter todas las bolsas a las botellas PET, entonces la despensa estaba atiborrada de bolsas, por un lado, y botellas PET vacías por el otro; ladrillos ecológicos potenciales. A veces tenías demasiadas bolsas y no suficientes botellas PET, entonces comprabas un refresco, solo para poder reciclar la botella, y el Niño se ponía feliz. Cuando te mudaste, donaste los ladrillos ecológicos al huerto urbano y te sentiste muy satisfecha. Te ayudó a disminuir la culpa  por los ladrillos ecológicos que acabaste tirando a la basura.

Ahora mismo, mientras viajas en bus con el Niño, bajo el lavaplatos hay un armario lleno de bolsas y botellas PET porque quieres salvar el planeta, pero no tienes tiempo de meter las bolsas en las botellas. Cada vez que abres la puerta del armario para meter una nueva bolsa, las bolsas viejas salen como si tuvieran vida propia, como un solo monstruo de plástico que espera, silencioso, el instante para salir, y lo metes de nuevo con los brazos, lo golpeas, lo empujas adentro, tomas una cuchara de palo y la clavas al centro del plástico como una estaca y cierras de prisa la puerta, sudando frío.  

Llegas al supermercado y el Niño corre a tomar un carrito que él insiste en empujar. Tienes el superpoder de pasar con desdén el pasillo de los detergentes para ropa, porque ahora usas unas hojas de jabón ecológicas que vienen en sobre de papel. Además, usas champú y acondicionador en barra y desodorante en envase biodegradable. Miras los estantes llenos de productos de cuidado personal en envases de plástico y te recorre un temblor.  

Llegas al sector de carnes y productos lácteos y negocias. Tienes el superpoder de negociar contigo misma: un poco de carne y leche de vaca, huevos y pollo. Pero también variantes vegetarianas, substitutos ecológicos altos en proteína, bajos en emisiones de CO2. Negocias para salvar al Niño para que disfrute el mundo y para salvar el mundo del que pueda disfrutar el Niño. Cada producto que entra al carrito es resultado de una evaluación de pros y contras, un equilibrio entre precio/presupuesto, aporte nutricional y destrucción del planeta.

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Quizás la culpa sea nuestro mejor motor para luchar en contra de la extinción. / Ilustrador: Pedro Leonardo Sánchez Ramírez

El Niño se trepa al carrito que tú terminas empujando, viaja con una sonrisa de picardía, los ojos le brillan de felicidad por el placer de deslizarse sin esfuerzo por los pasillos del súper y te molesta, te saca de quicio y en ese instante no entiendes por qué pones voz de mamá y le dices que se baje inmediatamente, pero luego lo entiendes: no puedes cargar más peso. Él lo entiende, también, y se baja y camina de tu mano un ratito antes de la próxima travesura.

Son las cinco de la tarde. Un cartel luminoso en la esquina anuncia que hacen 92 grados Fahrenheit. Estás con el Niño en el banco de la parada del bus, esperando. El Niño se recuesta sobre el banco, se cubre los ojos con el brazo. Tú sigues de pie, sosteniendo las bolsas, no vaya a venir el bus de pronto, doblar la esquina y aparecer en la parada sin que te des cuenta, no vayas a tener que correr al bus con las bolsas y el Niño.

Pasan los minutos y el bus no viene. El Niño está aburrido y es lo que querías: que se aburra. Leíste muchas veces sobre las bondades del aburrimiento. Leíste que un cerebro constantemente estimulado pierde la capacidad de la pregunta y el asombro y la creación. Pero el bus está atrasado y pasan y pasan los minutos y el Niño suda y mira hacia el césped. Y quizás podrías darle tu celular para que juegue un rato, piensas. Se ha portado tan bien. Quizás no es para tanto.

El Niño se incorpora y te mira, y le da palmaditas al asiento a su lado, con lo que quiere decir que te sientes, que dejes las bolsas en el piso, que sueltes un poco.  Tú le haces caso.  Y están así, lado a lado, todos los minutos que el bus no viene. Quizás, piensas, le puedes dar tu celular para que juegue y la espera se haga menos pesada. Tú misma tienes ganas incontrolables de revisar tu celular. Él sigue sentadito, los pies balanceándose sobre el suelo, la mirada perdida. Entonces te decides, metes la mano en el bolso para sacar el celular y ya te imaginas su sonrisa de alegría cuando le digas que puede jugar un ratito, y entonces el Niño te mira solemne y te dice:

—Mamá, me pregunto cómo se sentirá morir.

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