El canto de la sirena
Sonia Álvarez1 estaba sentada en un banquillo de madera aquella lejana noche de mayo de 2004. El ambiente, con un cierto airecillo cálido, le permitía llevar el vestido negro que se compró el día anterior. Esa, que aparentaba ser una noche bastante típica, la tenía hastiada. La batalla que libró horas antes con su cabello y el ya mencionado atuendo le hicieron esperar, con cansancio, algo que venía haciendo desde hace meses. Su cotidianidad, o en la que se había convertido su rutina desde el año anterior, la llevó a salir de casa en el barrio de Aluche, Madrid. Tomó el metro con una dirección que todos los que la conocían ignoraban, pero que ella disfrutaba al menos hasta antes de llegar a su destino. Al bajar, no le tomó más de dos minutos de caminata, desde la estación, hasta encontrarse con una puerta de madera con dos vidrios grandes. El edificio que contenía aquella entrada tenía dos pisos. Todos ellos con las cortinas cerradas. Ocultaban algo más que la barra de bar detrás suyo. Mucho más que los banquillos de madera y el extraño tubo pegado justo al centro del salón. Escondía algunas habitaciones en la parte superior, unas en las que solo muy pocos sabían lo que pasaba. Al lado de tanto secretismo, estaba colgado un letrero de aluminio con letras negras y azules. En él ponía “La Sirena”.
Entró silenciosa luego de contemplar su destino por unos segundos. Se acomodó en uno de los banquillos, tal como le habían ordenado. Intentó que el vestido no se le levantara mucho. Recibió un trago de “cortesía”, aunque en realidad se lo descontarían luego, y esperó el código secreto que abría ese mundillo que ella solamente visitaba por las noches. Ese mensaje, que conllevaba treinta euros por media hora de sufrimiento, irrumpiría en el lugar con una voz grave y algo ronca, similar a un susurro: “Subamos a una habitación”.

Aquella noche, sin embargo, tardó en llegar y eso le dio tiempo para posicionarse en medio del universo e intentar encontrar las causas que en su vida le llevaron a ese lugar, en ese momento preciso. Las razones que le habían conducido de ser una estudiante universitaria en Bolivia, a su eventual vida de dama de compañía en España. Aunque sus meditaciones no se extendieron mucho, pues pronto se vería interrumpida por el mensaje antes mencionado. Sin embargo, fue en ese momento exacto cuando todo para ella había cambiado, ya que sus pensamientos quedaron congelados en dos cosas, ambas que buscaba destruir, condenándolas al más recóndito de los olvidos. Su mente se había estacionado por última vez, o al menos eso creía ella, en la palabra necesidad y en el momento exacto que la conoció.
Para que aquel funesto momento llegara y la golpeara de frente, Sonia debió atravesar antes una infancia tranquila, rodeada, en todo momento, de risas, amigos y juegos. Se definía como una chica bastante alegre y popular, además de carismática. Algo que no perdió hasta sus primeros acercamientos a la adultez, los cuales también se habían dado de forma calmada. Era hija única del matrimonio de una portera de colegio y un policía sin mayor rango. Toda su vida, al menos hasta 1998, se la había pasado viviendo con ellos en la portería del colegio. Fue aquel año que su padre pudo, al fin, pagar un anticrético al que se fueron a vivir. Hasta ese momento, ellos le habían hecho de la vida algo más llevadero, a través de la sencillez.
Sin embargo, la tragedia suele interponerse en las situaciones más optimistas, dejando golpes cercanos al knockout, haciendo que, a quienes atraviese, se repongan distantes a lo que hasta entonces habían sido. Para Sonia, ese momento inesperado sería una serie de sucesos causales, o más bien casuales, que irían desde la separación de sus padres, pasando por un intento de reconciliación, llevando a su padre al borde de una avenida con algunas copas demás y dejando el otro lado de la vereda vacía, con la silueta de quien no cruza por completo. Sonia jamás perdonaría a su madre por lo sucedido: “Esa vieja tiene toda la culpa”. Seguramente le hubiese gustado añadir algo más sobre ella, pero calló. Quizá, pensaba, también tenía parte de culpa en el hecho, pues su padre le había pedido que lo acompañara aquel día.
Lo que hubiese estado pensando entonces se quedó estancado para siempre en el momento. Las consecuencias eran las que vinieron a continuación. La muerte de su padre hizo que Sonia opte por el silencio ante su madre, a través de la distancia. Huyó de casa y, de un momento a otro, se vio de frente con la necesidad por primera vez. Sin dinero, pasó sus primeras noches en las calles. “Con algo de miedo al principio, pero luego una se acostumbra mientras tenga con qué cubrirse”. Lograba, a través de la generosidad de amigos, conseguir viviendas eventuales. Quien entonces era su novio también la recibió en un par de ocasiones. Pero la precariedad la obligó a buscar trabajo.
Inicialmente, vendía comida rápida en un puestito con quien eventualmente sería su cuñada. Sin embargo, el dinero le era insuficiente para mantener su vida y cargar con ciertos gastos universitarios. Fue ahí que una amiga le contó de un lugar en donde algunas jóvenes prestaban servicio de dama de compañía. Asistió, pero no tardó en dejarlo porque “tenía miedo”. Esa sensación es a veces tan indescriptible que toma diferentes rostros. El suyo era el de familiares y amigos con los que ella soñaba encontrar en aquel lugar. Al no continuar, parecía no tener claro el sentido de su vida. Aunque, esta se encaminaría y la marcaría en esa dirección desde aquel momento. Producto de alguno de esos encuentros, Sonia pudo obtener parte del dinero de la herencia de su padre y conseguir un anticrético. Esto gracias a un abogado que conoció en aquel lugar, con quien tenían un acuerdo secreto, cuya cláusula más importante devenía en el intercambio de “amor por trabajo; ese siempre fue un trato nuestro”. Habiendo solucionado sus problemas de vivienda, tomaría una de las últimas decisiones, además de las ya mencionadas, que le llevaría a aquella noche en el club La Sirena. Conversó con su pareja en aquel momento y decidieron vivir juntos.
El amor, sin duda, no es uno de los temas de conversación favoritos de Sonia. Este le había dado tantos reveses que sería mejor olvidarlo y encajonarlo detrás de su gusto por la ropa de marca y de su desprecio por la cocina. Sin embargo, jamás habría de olvidar a aquel hombre que se mudó con ella meses antes de viajar a España. “El último de los responsables en desgraciar mi vida”, diría ella. Lo cierto es que Juan y Sonia comenzaron la típica vida matrimonial que se esperaría de dos jóvenes de veinte años. Aquel 2002 estaría marcado por una constante de rupturas, peleas y engaños. Fueron estos últimos los la llevaron a distanciarse. Uno en particular la marcó tanto que le llevaría meses reflexionar sobre lo sucedido. Fue la madre de este quien habló con ella y la convenció de marcharse.
“Estaba de moda que te cuenten que a fulanito le iba bien en España. Vamos a ver, todos parecían felices ahí y yo no lo pensé dos veces”. Ciertamente, la oferta tentadora de la madre de Juan hacía eco en una joven sin nada más para perder. Una que había olvidado el rumbo de sus pasos y que ahora se encontraba ante las posibilidades. Aunque, claro, como Sonia, el común de las personas en aquel tiempo había sucumbido a esa “moda” por factores más bien circunstanciales. Tanto del país, como de muchos otros involucrados. De hecho, es toda una generación la marcada por esta idea que se convirtió en aventura. Motivada, en su mayoría, como expresa Angela Rodríguez en su tesis Migración de bolivianos a España 2006–2015, por una serie de factores muy diversos como: la precariedad laboral del país, las necesidades familiares, la inestabilidad económica, la posibilidad de encontrarse con algún otro migrante allá y la misión de una posible reubicación familiar partiendo de un primer miembro que eventualmente lleve a los demás.
Esta amplia muestra de motivos, bien puede resumirse en lo que dice Sonia acerca del tema: “Te vendían que podías hacer dinero fácil y rapidito. Siempre había una tía, hermana, amiga que ya tenía tres casas, cinco autos y un puesto en el mercado que había conseguido trabajando allá. Lo llamaría necesidad, pero es una palabra muy fea. Nadie estaba tan necesitado entonces”. Además de lo ya mencionado, España se convertía en el lugar perfecto ante la imposibilidad de ir a Argentina, el hasta entonces destino favorito de los migrantes bolivianos, por la crisis económica que atravesaba el país entre finales de los noventa e inicios de los dos mil. También, la tierra ibérica, como se diría en el trabajo de Aurora García Ballesteros, La inmigración latinoamericana en España en el siglo XXI (2009), se caracterizaba por la contratación de migrantes para trabajos de servicio que requerían poca cualificación. Lo que, a su vez, se traducía en mayor posibilidad para la contratación de la mujer, pues este tipo de tareas eran generalmente labores de tipo doméstico.
Justamente, todos estos factores motivaron a Sonia a marcharse. Se había reconciliado con Juan, pero no porque lo amaba. Necesitaba el dinero que le prestaría la madre de este para ir. Sin embargo, la condición propuesta para asegurar el préstamo era que ambos se casaran antes que ella se fuese y que tan pronto como pueda, envíe dinero para que este pueda viajar también. Así fue, y aunque no aceptó por amor, “ya no estaba enamorada, simplemente quería largarme y poder trabajar”, el dinero fue justo lo que ella creía “necesitar”. Pronto se daría cuenta que se trataba más bien de un lujo.
La noche en La Sirena había terminado. A lo lejos se contemplaba el alba asomando tímidamente entre los edificios madrileños. El clima era templado, pero Sonia lo sentía todo frío. El recuerdo y el miedo habían aislado sus sensaciones aquella noche, al punto de no satisfacer a un cliente y que este la regresara sin paga. Solo le habían dado una advertencia. ¿A qué le temía? A la incertidumbre. Otra figura que se había hecho presente en varios pasajes de su vida. Mientras se alejaba en el metro, con dirección a su apartamento luego de una larga noche de trabajo, solo podía pensar en la cajita de zapatos en donde guardaba el dinero que podía ahorrar a fin de mes. Al fin había reunido lo suficiente para llevar a Juan, pero había un problema: “Yo no lo quería ahí para nada”. Ese trayecto fue el más largo que hizo en mucho tiempo. Le hizo recordar tanto, sobre todo aquello que no quería perder y que, con la llegada del entonces marido, corría peligro de no poder recuperar su capacidad de autoafirmación manifestada en su lujosa vida.
Lo que había llevado a Sonia a ese punto no era más que el fruto de la serie de situaciones vividas en España desde su llegada. El momento en el que ingresó en el país, ella debía encontrarse con una amiga de la mamá de Juan, uno de los muchos ejemplos de “éxito” en aquellas distantes tierras. Sin embargo, no la encuentra y, sin más que una dirección, a la que no sabe llegar, recorre las calles de Madrid sin suerte. Entonces, la ciudad le demostrará lo cerca que estará de lo desconocido en todo momento. La noche la pasó sin dormir. “Ya había estado en la calle, pero no era como aquí. Aquí sabía lo que había y de qué me tenía que cuidar. Allá no tenía idea, esperé lo peor”. La mañana asomó y ella pudo tener algo más de tranquilidad, un alivio cercano a sobrevivir a la muerte. Caminó sin rumbo durante algunas horas, con hambre y algo de frío. Finalmente, encontró un locutorio. Estos lugares tenían cabinas telefónicas y en su mayoría eran atendidos por migrantes latinos que se conocían los códigos de marcado. Al entrar no sabía cómo contactar con alguien y, de no haber sido por el muchacho que atendía el lugar, no lo habría hecho. Finalmente, tras un par de llamadas, la amiga de la mamá de Juan pudo dar con ella.
La explicación que le había dado entonces era vaga y bastante violenta. Tenía los datos necesarios para poder sobrevivir: medios de transporte y estilos de vida, por ejemplo. Sin duda, lo más importante vendría a ser el alquiler que le cobraría por quedarse con ella –algo abusivamente costoso para la época, pero bastante común entre migrantes bolivianos– y el nombre del diario donde debía buscar empleo: Segunda mano. Fue ahí que dio con varias entrevistas para encontrar empleo como trabajadora del hogar. Lo que ella no sabía, y no tardaría en notar, era que sus pretensiones económicas no estaban cerca de las ofrecidas en los empleos.
Es decir, que aquella construcción fantástica promocionada hasta el cansancio por los vendedores del “sueño europeo” no eran más que endulzantes para grupos de gente predispuesta a lo que necesitara la aventura, por dinero. Decepcionada, Sonia plantea por primera vez el retorno a casa. Aunque rápidamente descarta la opción. Pesaban más sus altos préstamos y el destello que le daba a su vida el ideal del lujo y la comodidad. Entonces, revisando más anuncios, encontró uno que llamó su atención: “Bomboncito dispuesto a…” Lo que más llamó su atención fueron las cantidades que ponía el final del anuncio. Llamó para preguntar y fue ahí que conoció a Verónica, una chica colombiana que se dedicaba a la prostitución desde hace años.

Ya lejos de aquel piso al que había llegado en el barrio de Usera, boliviano por excelencia, Sonia se estableció en Aluche con su nueva amiga. A diferencia de la experiencia que había tenido en su momento en Bolivia, su empleo de dama de compañía se realizaba con algo de menor discreción en un apartamento. Ahí, el grupo de chicas esperaba al adinerado cliente para que las lleve a algún lugar “discreto”. Bajo una tarifa de cincuenta euros, la jornada nocturna parecía no tener fin. Además, el 50% de aquel dinero iba siempre a la encargada de las chicas, pero el dinero ya era el suficiente para cubrir una buena parte de los gastos. Sin embargo, el ritmo al que este llegaba la obligaría a trabajar durante bastante tiempo, algo que no podía permitirse. Entonces, junto con Verónica, decidieron apartar clientes para ellas solas. Claro que su mentira fue descubierta bastante rápido, pues la encargada notó fácilmente la ausencia de hombres que solían asistir con cierta frecuencia. Las descubrieron, pero no se afligieron por el despido. “No te preocupes, me decía ella, hay muchos clubs a los que podemos ir”. Fue entonces que Sonia dio con La Sirena.
Había llegado a casa, con la frente apuntando al suelo en todo momento. Ignoraba que tenía mucha hambre, pasó de largo a la cocina y se largó a llorar. Había logrado una cierta estabilidad que pronto quedaría estropeada, la perdería. Nadie sabía a lo que se dedicaba y podría ser fácilmente descubierta. Esto, dentro de todo, le molestaba, pero no parecía avergonzarla como años antes. Era la única manera de salir adelante, cubrir sus deudas y ganar más dinero del esperado en poco tiempo. En efecto, los mismos parámetros que prometía el “sueño europeo” de aquel entonces. Solo que, los precios de aquel ideal se pagaban de maneras que ella prefiere no recordar, pues nunca se sintió cómoda con lo que hacía. “Era la única manera, podía comprarme ropita y salir y viajar, también pagué mis deudas, pero ya no podía parar con mi estilo de vida”. La necesidad había devenido en lujo, capricho.
Aunque pretendía apegarse a su estilo de vida, al inicio le costó bastante. Cuando llegó a trabajar en aquel club nocturno, más allá de convertirse en parte de una estadística destacada por el diario español El País, donde se afirmaba que el 90% de las prostitutas que trabajaban en clubes eran migrantes, apenas pudo hacerse con un espacio en el negocio. Eventualmente, luego de una muy buena noche de trabajo, su suerte fue cambiando a tal punto que logró hacerse con la confianza del dueño. “Él me pagaba el piso, a mí y a unas rusas. Nos quería mucho, nos llevaba comida y pasaba tiempo con nosotros a espaldas de su mujer”. Así que los últimos meses se habían dado con relativa comodidad. Claro que, aunque todo esto parecía ser bueno y marchar bien, en poco tiempo, dadas las altas temperaturas que impone el verano, las personas irían a vacacionar a las playas. La vida de las damas de compañía allá tenía algo de nómada. Buscaban siempre el mejor sitio dependiendo de la época del año. Eso, también, significaba crecer en el trabajo. Además de poder conocer otros lugares, las posibilidades de regresar y plantarse en un club más grande se hacían infinitas. El único impedimento que se presentaba en un horizonte cercano era su marido.
Sin embargo, mientras más lo pensaba, más se convencía de no querer volver a aquel mundillo alejado de su comodidad. Podría haber seguido mintiendo, pero había sido exageradamente honesta con el dinero que mandaba y con el que apartaba para los pasajes de Juan. Debía afrontarlo y así lo hizo en un acto de autoafirmación, o egoísmo, dependiendo de donde se lo vea, al decidir enviar la cantidad exacta para el boleto. La llamada que acompañó aquel encargo estuvo rodeada de mentiras, todas eran parte del plan que había elaborado para acabar con la “necesidad” de una vez. Dio algunas direcciones falsas e indicaciones al marido para llegar. Mintió sobre tener trabajo aquel día y no poder ir por él al aeropuerto. Se fue antes de que llegara; por lo que pudo averiguar tiempo después, Juan pudo dar con la dirección en donde le negaron la presencia de su esposa. No quiso saber nada más del tema.
Desde entonces, ella afirmaba gozar la vida más que nunca, lejos de las deudas que ya había pagado y de las habladurías de la gente. Algo que ya no le importaba. Pensaba que estaba en la cima del mundo entre viajes y más lujos, pero no tardaría en tocar fondo nuevamente. Como ya le había pasado, la tragedia se haría presente al ser una de las únicas constantes de la vida. Se encontraba en un pueblo de Burgos y conoció a Marcos, un hombre de la localidad. Una de las aspiraciones que tienen las trabajadoras sexuales es conocer a alguien adinerado que las pueda sacar de esa vida. Sonia fue más allá. Prometió amor y compromiso, pero sabía que no lo daría. Solo buscaba sacarle dinero a aquel hombre para proseguir su vida en su próximo destino.
Marcos no lo soportó, la persiguió, acompañado por la policía, hasta dejarla en un pasillo sin salida. “Me decían estafadora, pero yo solo hacía mi vida. Sabes cómo es esto. No le pedía dinero, él me lo daba porque quería. Pero le iban a creer y a mí me iban a botar”. Al verse encerrada, finalmente, regresó a Bolivia con el poco dinero que tenía ahorrado. Abrió una pequeña tienda que tampoco le da para mantener el estilo de vida que ella tenía antes. Hoy, mientras recuerda el momento en el que negó definitivamente la necesidad y buscó el lujo, producto del devenir de sucesos que son comunes a toda una generación, aquella lejana noche en La Sirena, se plantea si aún podría volver a España y comenzar de nuevo en el negocio. Después de todo, “aún estoy joven y guapa”. Pero los años, como ella misma resalta después, dan marcas que van deformándonos hasta hacernos irreconocibles. Las huellas que dejan se cargan como moretones en el cuerpo, producto de las palizas de la vida. Una de ellas, la que vivió Sonia cuando fue en busca de aventura europea y le dio un giro completo a su vida. El mismo que muchos de sus contemporáneos tuvieron que hacer, en inicio por necesidad, aunque detrás siempre tuvieron algo de codicia. Atraída, toda ella, por el canto de sirenas que los incitaba a ir por más.
1 Este es un seudónimo empleado para proteger la identidad de la persona.