Dos afectos letales en el poemario 'Desandar el cuerpo' de Cecilia Terrazas Ruiz
0. Introducción
Desandar el cuerpo (Editorial 3600, 2024) es el primer libro de poemas de Terrazas Ruiz, que trata sobre el erotismo, el dolor, la rabia y la satisfacción femenina, la exploración del cuerpo y más. Los poemas son cortos, pero están cargados de un sentido amplio que llaman a sus lectores por diferentes temáticas o gravitaciones de interés. Ninguno de los poemas lleva título, aunque se los diferencia por los números romanos que preceden al poema. El libro se divide en tres partes: “Sudor, saliva, polvo”, “Asfixia”, y “Poblar”, segmentos que tiñen cada uno a su manera el devenir de la voz. La voz poética nos dice “prefiero los pedazos a este frío de mausoleo” (53), haciéndonos observar que en fondo las partes son más importantes que el todo que forman.

De este conflicto entre una parte (un fragmento, un verso, una molécula) y el todo que debería formar junto con otras para obtener su sentido, decidí centrar esta nota en dos puntos especiales que pueden ser leídos como temáticas, aunque estrictamente hablando considero que son “afectos”: 1) el rol de la autopercepción; y 2) el cuerpo femenino y su campo de potencia. A este dueto debe añadirse el calificativo “letal”. Es decir, se trata de un dúo mortífero, que puede causar la muerte: el énfasis está en el verbo “poder”, siendo esta voz poética dueña de la elección de dar o no la muerte, causarla o postergarla.
1. Sobre la autopercepción
Aunque sabemos por la solapa del libro que la autora es feminista con estudios en género, Desandar el cuerpo no nos da una pista sobre su educación sentimental o artística, porque todas las claves de esta escritura se encuentran ocultas. Desde el único nombre propio —“Ignacio”— que el libro inscribe no podemos deducir filiaciones concretas. Así que este gesto me da la idea de que Desandar el cuerpo es algo así como un trabajo poético de índole perceptual propia. Por ello, no se trata tanto de poner en el papel cosas, sugerencias, imágenes e ideas que pertenezcan a otra voz poética, traduciéndola o transformándola, sino que es la voz femenina que intenta construir desde una percepción de sí misma una amplia gama de experiencias letales. Es una estrategia legítima.
Si la percepción es un reflejo que otro u otra nos devuelve (“Los demás forman al hombre”, nos recuerda Michel de Montaigne en uno de sus ensayos), quizá la autopercepción es la dimensión donde el reflejo es construido desde una subjetividad para volver a esa misma subjetividad. La percepción es inevitablemente un indicio de que la sociedad existe, si el otro también existe para dárnosla. ¿Pero dónde anida la autopercepción y hacia dónde se dirige?
La voz de Desandar el cuerpo es tétrica en esta autopercepción. Nos lo recuerda de esta forma:
Esta imagen mía
es solo un poco de carne picada
es una garganta enmudecida
un vientre carcomido
que acumula vacío.
No tiene ojos, ni pies,
no tiene boca, ni sexo
esta imagen es un delirio un sollozo destemplado
oblicuo y desgajado
(Poema XII de “Asfixia”, 55)
La voz, es evidente, nos habla de su propia imagen. Como no tiene ojos, la percepción visual está encerrada hacia su propio dolor. Sin poder moverse, la percepción del espacio es única y por ello es también casi nula. Sin boca, con la “garganta enmudecida”, la voz poética no se expresará: por ello sabemos que la imagen es un reflejo del silencio en forma de “sollozo destemplado”. La aridez de esta imagen también se expresa cuando, por medio de una paradoja, nos dice ser asexuada: ¿cómo puede esta poesía afirmar tal cosa cuando casi todo el libro versa sobre una explícita erotización de la letra?
Lo que ocurre con el fragmento, y que está en órbita con todo el libro, es que se trata de un momento o situación específico de dolor incontenible. Quizá por eso el dolor se desborda desde su negación. Negándose a sí misma desde la imagen erótica que la voz poética estaba construyendo de sí misma, la autopercepción como afecto letal recoge quizá de forma terapéutica un reflejo que es fiel a sí mismo: la voz al ser fiel a su sentimiento, explora su propio dolor. Expone su sollozo mudo. Ahonda en el desamor o el cortocircuito que podría traerle el recuerdo de ese desamor, nos dice otro poema:
Me niego a descomponerme en este suicido
disparo contra cualquier eco de guitarra
sacudo esta memoria infectada
acumulo odio para que no duela tanto
(Poema II de “Asfixia”, 35)
Y al final del mismo poema, la voz remata:
En estas noches en que muero de a poco
me quedo husmeando sobre los pies congelados
con las tumbas múltiples y flores en el alma,
porque los muertos no explican, no revelan,
no confirman,
se van con la impostura del que no sufre
eligen el camino ligero de quien huye
sin despedirse.
(Ibíd.)

La figura del suicidio como una percepción letal de sí es una idea que esta poesía acaricia y alimenta. Y, no obstante, la voz se niega a entrar en una lógica suicida (la lógica de composición y descomposición que este accionar promete). Esta tensión quizá significa que esta autopercepción se devanea en la idea violenta de abandonarse. Pero este abandono, esta evasión de la vida y el sufrimiento de esta, no podría darse de golpe: es, como afirma la voz, un morir de a poco. La herida que ello implica contiene un rol que insiste en la mirada de los otros, porque entre el suicidio y el morirse de a poco, al darse una diferencia de grado y no de naturaleza, la autopercepción devuelve el reflejo de lo que la voz nombra como una despedida.
La poesía de Terrazas Ruiz está pensada quizá para despedirse de los otros. Y por extensión, en el dominio de la autopercepción, la voz erige esta despedida para decirse “adiós” a sí misma. Esto lo hace no con “la impostura de quien no sufre”, sino con la postura de quien sí sufre; no huyendo “sin despedirse”, sino al contrario: insistiendo en huir al mismo tiempo que se despide. Esta manera de trabajar la palabra y sus consecuencias me recuerdan a esos versos hermosos en prosa del poeta Rubén Vargas Portugal, fallecido el 2015: “He vuelto a Lisboa, le dice Ricardo Reis, porque hay que saber regresar para aprender a despedirse”, se puede leer en El viaje a Lisboa. Así como la voz poética de Vargas Portugal regresa a Lisboa, solo para decir adiós, así Terrazas Ruiz escribe su Desandar el cuerpo también para decir adiós a una experiencia marcada de dolor y sostenida por un cuerpo (auto)articulado por la percepción del desastre.
2. Las potencias del cuerpo femenino
“No sabemos lo que puede un cuerpo”, dijo Gilles Deleuze en su Abecedario. El influyo tutelar de esa aseveración lo efectúa Baruch Spinoza, que en su Ética demostrada según el orden geométrico (Parte III, proposición II, escolio) dice: “[…] el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea […] [pues a veces constatamos que] puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma”.
Sin entrar en disquisiciones sobre el paralelismo spinoziano (“El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”, “el alma y el cuerpo son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión”, etc.) tratemos de revisar la idea de cuerpo en Desandar el cuerpo, desde lo femenino como potencia.
Quizá el rasgo más evidente de esta escritura del cuerpo como campo de potencia inédito sea que, en la expresión de su dolor, tiende a componerse como un problema somático dual. Dicha dualidad se encuentra con la figura de la mujer que experimenta su desamor (dice la voz: “Me basta con nombrarte / y prefiero el silencio / no es el frío, es solo temblar / el espejo que me contiene viva / mientras hueles a nostalgia”), pero también con la figura de la mujer que experimenta su propio dolor poéticamente (dice la voz: “¿Escribir sobre estos días ásperos? […] Deshecha, amputada, vacía / tengo la nuca plagada de moscas / dejen que me muera”).
El doblez de esta estrategia de expresión tiene, a mis ojos, un triple origen: ¿Qué significa hacer nacer el dolor, amalgamando el dolor de sí con el dolor del otro (dice la voz: “Llorar porque no existes, / porque la espera puede ser infinita / anudada a tu cuerpo”)? ¿Cómo y por qué razón el otro como anhelo se instala en nuestro cuerpo, para qué fines (dice la voz: “Mi cuerpo es un cementerio, / que aún espera oírte cantar, / es una fosa castrada / que jadea en soledad”)? ¿Bajo qué parámetros la sexualidad humana no es más que un campo de batalla o juego infinitos (dice la voz: “Cómo no escucharte ahora / si me urge tu chillido / si aún engullo tu sexo tibio / si me ahogo cuando no estás // Antropófaga irritada / carnicera sin su presa / devuélveme tu voz / y ese lento graznido de cuervo, / mientras huelo mis dedos.”)?
No hemos inscrito estas preguntas para responderlas propiamente, sino para abrir todavía más los cuestionamientos: así el campo de potencia femenino de Desandar el cuerpo contiene una dinámica que utiliza o usa el cuerpo de mujer como máscara o persona, un carácter que esta poesía alimenta.
Si la poesía no logra hacer muchas cosas que resultan asombrosas, ella falla; porque busca en el fondo comunicar una finalidad, y con ello quizá apropiarse de una ganancia ilícita de capital simbólico o también de la aprobación del colectivo en que Terrazas se mueve. Este no es el caso de Desandar el cuerpo. De la violencia de la voz poética no se puede deducir un fin práctico, a pesar de que se puede decir que la escritura es terapéutica en muchos sentidos; pero lo interesante es lo siguiente: ¿para qué hacer pública esta experiencia? ¿Para sacar (de sí) un problema? ¿Para aliviar el dolor propio al exponerse a los ojos lectores de los otros? Etc.
Entre el lugar donde anida la mente (la psique) y su añoranza (un cuerpo como su objeto) hay un trecho psicosomático que esta poesía está intentando desandar con la exposición de su propia palabra y experiencia. Ese “Recorrer retrocediendo el camino andado” (RAE: “Desandar”) nunca podrá llegar a la inmanencia del cuerpo, porque un cuerpo no es solamente el uso de lo que se tiene, sino más bien es el “uso” de un inapropiable. Giorgio Agamben ha trabajado el concepto de lo inapropiable en su libro Los usos del cuerpo. Se puede leer lo siguiente a propósito del cuerpo propio y el lugar de los inapropiable: “en el instante en el cual lo que nos es más íntimo y propio —nuestro cuerpo— es irreparablemente puesto al desnudo, se nos presenta como la cosa más ajena, que no podemos en modo alguno asumir y querríamos, por ese motivo, ocultar.” Y un poco más adelante dice: “Mi cuerpo me es dado originariamente como la cosa más propia, solo en la medida en la que revela ser absolutamente inapropiable.”
Si hay potencias de lo femenino en Desandar el cuerpo, estas tienden a un comportamiento violento quizá porque se puede inferir de ellas que están luchando para darle espacio a ese inapropiable. En otras palabras, si lo femenino se encuentra capturado por el machismo y el patriarcado, quizá es en el terreno de lo inapropiable que todavía la potencia del cuerpo femenino puede expresar (con naturalidad innata: una violencia vital) la maniobra de fugar tanto del ideal corroído por lo masculino como del real femenino que también dicta una agenda inactual. Con esto último me refiero a lo siguiente: si bien el feminismo ya es una realidad que no cesa de expandirse, quizá haya mujeres que todavía no creen en él. No está en mi poder decir por qué esto es así, y si se podrían mejorar las cosas… Es indudable que las decisiones que toman los poetas no son recetas para una vida “mejor”, sino que abren problemas que no necesariamente buscan una solución…
Por último, el cuerpo en Desandar el cuerpo es una potencia que, al llegar al acto o al expresarse poéticamente, no se agota o destruye. Se trata de un afecto letal, porque también busca sembrar la confusión en quien esté desprevenido, dice la voz:
Puedes desgajarme la voz
o ensordecer mis piernas
Puede que me amputes las treguas
o te ensañes con mis restos

Puedes recoger mis cadáveres
todos los chillidos de mi espalda
me escoges ‒víctima‒
me salvas ‒plena‒
Confúndete
Y mientras te seduces en delitos
cual danzante asustado, mezquino
te saboreo esclavo de mi sangre.
(Poema VII de “Sudor, saliva, polvo”, 21)
Existe, en efecto, una potencia de la confusión. Se trata de una confusión letal (sobre todo para los varones), porque en el fondo no busca empatizar con lectores masculinos, sino con las lectoras femeninas. Para lograrlo, el afecto de esta poesía compone una sinestesia particular: utiliza el cuerpo femenino y lo confunde con la percepción femenina. Afirmar aquello puede sonar a contradicción, a paradoja. ¿Por qué la voz poética femenina necesita todavía construirse a sí misma desde una percepción que no sea masculina? Y es que la lengua, cuyo uso es común a todas las personas, tiene la potencia de mostrarnos cómo se comporta un individuo, tanto desde lo que enuncia explícitamente como desde lo que calla. El cuerpo femenino y la percepción femenina se confunden para clavar su señalización de sinestesia dolorida, en la conciencia de sus lectores.
En el último poema citado nos damos cuenta de esta lógica de la confusión, es una lógica poética de la sinestesia. La voz quiere, además, confundir para adquirir “esclavos”, es decir un ser humano cuya naturaleza es ser de otro, no de sí (cfr. “El hombre sin obra” de El uso de los cuerpos de Agamben). ¿Se puede entregar el lector a este mando femenino? ¿Pueden los lectores de Desandar el cuerpo aprehender aquella proposición en todas sus consecuencias? Habrá quien la acepte, habrá quien la rechace. En cuanto a mí, prefiero esta vez no responder y quedarme con el beneficio de la duda.
3. Conclusión
Hemos revisado dos afectos letales en la poesía de Cecilia Terrazas Ruiz: la autopercepción y el cuerpo como potencia. Se los calificará de letales, porque hay peligro a su alrededor. No tienen ninguna señal de advertencia, pero poco a poco la cognición de los lectores y las lectoras se irá inundando de la característica de cada región.
La autopercepción refleja en esta poesía un procedimiento terapéutico de expresar el dolor de la vida en varias facetas de lo femenino, aunque las más fuertes se circunscriben en lo amoroso, el erotismo, y el desencanto que pueden sufrir los ideales (moldes previsibles) de lo que la mayoría de la sociedad cree que es lo amoroso o el erotismo. La potencia del cuerpo femenino tiene como fortaleza la “evaluación” de los otros, y los daños colaterales que estos pueden sufrir importa poco o nada frente a la voz que busca “confundir” con su máscara o persona poética a sus lectores con un procedimiento asombroso: la sinestesia femenina. Este “desarreglo de todos los sentidos” fusiona a la percepción de la mujer con su propio cuerpo.
Leyendo Desandar el cuerpo podemos sentir y percibir a un ave de rapiña que está por perder todo el control. Poco le falta para cumplir esa utopía que las Amazonas tenían por ritual; Michel de Montaigne la enuncia de la siguiente forma en su ensayo “De los cojos”: “En aquella república femenina, para evitar la dominación de los varones, rompíanles desde la infancia, brazos, piernas y otros miembros que les daban ventaja sobre ellas”. Esta poesía, lo hemos visto, contiene un dolor que busca dañar a quien se acerca demasiado.