Sutura dominguera

Hoy les traemos un excelente cuento, poco conocido, de Willy Camacho. En “Sutura dominguera” veremos que los domingos son para suturar heridas, incluso si hacerlo implica fútbol y revanchas.
Editado por : Adrián Nieve

No me gusta el fútbol, a mamá tampoco, pero todos los domingos nos sentamos junto a papá para ver algún partido del Tigre en la tele. Es una ironía perversa que por él hayamos iniciado nuestra tradición dominguera, cuando fue precisamente él quien nos hizo aborrecer este deporte.

En rigor de verdad, la idea fue de mamá. Lo que no tengo muy claro es cómo la puso en práctica sin ayuda de nadie, porque ella, creo yo, tiene un defecto genético que le impide entender cualquier artefacto más sofisticado que su viejo tocadiscos.

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–Averigüé por aquí y por allá... no soy tan sonsa, hijo –me dijo, algo molesta, cuando intenté sacarle una explicación. Quizá sea cierto, al fin y al cabo, no es raro que el ingenio humano se agrande si se trata de dañar al prójimo.

También debo confesar que, al principio, su idea no me agradó ni un poco. Es más, me enojé con mamá por lo que estaba haciendo.

–Hipócrita –contraatacó ella–, lo que te da rabia es que yo lo haya hecho sin ti, sin pedir que me ayudes, ¿o no?

Ese momento me sentí indignado y sorprendido por el cinismo de mamá, pero ahora, casi un año después, pienso que algo de razón tenía, aunque claro, en esa época, yo recién había regresado del extranjero y me sentía culpable por no haber estado junto a ellos en circunstancias tan difíciles.

Cuando el accidente ocurrió, yo llevaba apenas cuatro o cinco meses en Madrid. Me avisó mi primo Nano, porque mamá nunca aprendió a usar el correo electrónico y yo todavía no tenía teléfono; no quería tenerlo, porque no solo me había ido del país para cursar una carrera, sino también, y quizá principalmente, para alejarme de mis padres.

“¡Bien hecho! Merecido lo tiene”, pensé al leer el mail de Nano, sin sospechar la gravedad del asunto; es que su mensaje estaba más próximo a un sms que a un correo: “Tu papá se accidentó al volver del fútbol. Llamá a la tía, te necesita”. Nada más.

La llamé una semana después y recién me enteré de los detalles:

–Ay, hijo, tu padre está muy mal, sigue en terapia intensiva...

–¿Terapia? ¿Acaso es tan grave?

–Sí, hijo, los médicos no saben si va a sobrevivir, y dicen que si se salva, no va a quedar normal...

Hablamos durante casi media hora, ambos con el tono afligido de rigor, pero sin llanto de por medio. Me contó que papá, como siempre, había ido al estadio con sus amigos; también como siempre, habían metido trago y se lo habían bebido durante el partido; pero, como nunca, en vez de irse con sus amigos a llorar la derrota del Tigre en algún bar, papá, furioso, se había despedido de ellos al salir de la cancha. Horas más tarde, encontraron su coche, con él adentro, embarrancado en un sector de la avenida Mario Mercado.

–Pero... eso no está cerca ni del estadio ni de la casa –dije confundido.

–Ya sé, hijo. Yo tampoco entiendo qué hacía por ahí –mintió ella. O tal vez no mintió, porque si bien sospechaba que el viejo tenía una amante, no estaba segura de que él hubiese estado en esos afanes antes de accidentarse.

Desde que recuerdo, mamá jamás manifestó sus penas delante de mí, ni siquiera cuando yo, ya adolescente  y plenamente consciente de las cabronadas de mi padre, traté de acercarme a ella para ser algo así como su paño de lágrimas.

–No te preocupes, hijito –solía decirme esas ocasiones–, tu papá no es mala persona, solo que a veces el trago lo confunde un poquito. –Y cambiaba de tema, tragándose el sufrimiento y el dolor de los golpes que la confusión del viejo dejaban.

Por eso, cuando me contó lo del accidente y sus consecuencias, no pude determinar si estaba cumpliendo el rol de madre tranquilizadora o si en realidad no le afectaba gran cosa la situación del viejo.

La misma duda me quedó luego de las pocas veces que hablamos durante los años posteriores, pues papá salió de hospital como habían pronosticado los médicos: “no-normal” (al menos así calificaba mamá el estado del viejo), y ella se encargó de cuidarlo sola, sin reclamarme por mi ausencia ni por mis prolongados silencios.

Me daba pena que papá hubiese quedado casi totalmente paralítico, con un problema severo en el cerebro; y me dolía más mi madre, que tuvo que hacerse cargo de tremenda cruz, luego de las dos décadas de maltrato que había vivido junto al viejo. Sin embargo, hasta que terminé mis estudios, no tuve el valor de visitarlos; de haberlo hecho, no habría retornado a Madrid, me hubiera sido imposible adormecer el sentimiento de culpabilidad.

Apliqué el mismo método aquí; es decir, los visité ni bien llegué a La Paz, pero luego inventé mil pretextos para no hacerlo con mucha frecuencia. Me impactó ver a papá en silla de ruedas, casi ausente del mundo. Apenas algunos resabios de su personalidad brotaron mientras mamá y yo charlábamos en la cocina durante mi primera visita.

–¡Carajo, hasta qué hora voy a esperar mi almuerzo! –gritó de repente desde la sala, provocando mi sobresalto.

–Tranquilo, no le hagas caso –me dijo mamá–. De rato en rato suelta alguna barrabasada, pero al tiro se queda calladito.

Eran casi las ocho de la noche y papá exigía su almuerzo. Si no hubiera visto los platos sucios en el fregadero, habría pensado que mamá no le daba comida; pero el viejo desvariaba, estaba “no-normal”. De hecho, tardó mucho en reconocerme, y cuando lo hizo, me habló del colegio, me preguntó cómo me iba en educación física y cosas por el estilo.

–Ha perdido la noción de la realidad –me explicó mamá–. No recuerda nada de lo que vive a diario, es como si su mente estuviera estancada en el pasado, antes del accidente. Casi siempre está quieto, callado, cuesta hacerle comer, bañarlo... en fin, es como una planta, o peor. Solo cuando ve en la tele noticias del Tigre o un partido se pone más o menos contento, entusiasta...

Noté que mamá se contuvo, que no quiso contarme más, pero no me pareció raro, estaba acostumbrado a que mantuviera en secreto sus penas.

Demoré un mes en volver a visitarlos y comprobé lo que mamá me había contado. El viejo estaba frente al televisor, viendo un partido del Tigre, contento, tomando cerveza con bombilla. Una bandera aurinegra cubría sus piernas.

–No sabía que hoy jugaba el Tigre –comenté.

–No juega. Ese es un partido grabado –aclaró ella, sonriendo pícaramente.

Me conmovió la nobleza de mamá; hacer eso por él, luego de tantos años de sufrimiento... La abracé emocionado, avergonzado, y lloré en su regazo, incapaz de decir algo. Estuvimos así varios minutos, en silencio, hasta que logré componerme y me despedí de ella con una mentira:

–Lo siento, ma, tengo que ir al cine con mi novio.

–Ve con Dios, hijo –expresó ella con ternura y me dio un beso en la frente, provocando que mi vergüenza y culpabilidad se multiplicaran por mil.

Había olvidado que ella nunca reprochó mi homosexualidad; al contrario, pese a su ignorancia y extremo catolicismo, se portó con naturalidad cuando se lo revelé y estuvo a mi lado para consolarme todas las veces que el viejo me humilló por ser “no-normal”. Aún así, yo había mantenido una especie de resentimiento hacia ella, pues la culpaba por haber sido tan sumisa con papá y no oponerse a su despotismo machista.

Me había ido a Madrid con ese veneno en el corazón, con el resentimiento hacia ambos, porque mi inmadurez mental y emocional me impedía comprender que mamá no fue cómplice del viejo, sino su víctima, como yo, e incluso más.

Recuerdo que el humor de papá dependía del desempeño del Tigre. Si ganaba, él volvía a la casa eufórico (y borracho) y se portaba cariñoso con nosotros. Si perdía, volvía furioso (y borracho), y por cualquier nimiedad descargaba su frustración en el cuerpo de mamá, y en el mío mientras fui “hombrecito”, pues desde que salí del clóset nunca volvió a golpearme. “No toco a maracos de mierda”, me decía con el puño en alto, conteniendo su ira, solo para soltarla sobre mi madre, quien soportó todo eso en silencio, sin quejas, mostrándome una sonrisa que calmaba (a medias) mis angustias de entonces.

Qué injusto fui con ella, no solo por ese resentimiento absurdo, sino también por la escenita que le monté cuando descubrí su proyecto de venganza. En realidad, no lo descubrí, me lo confesó, y por unos minutos sentí hacia ella un profundo desprecio.

Fue en mi cuarta visita. Habían pasado casi dos meses desde la tercera. Quizá fueron tres o cuatro, no lo recuerdo bien; lo cierto es que me tomó tiempo reflexionar y asumir que necesitaba cerrar heridas, tal como lo había hecho mamá. Si ella, que había padecido más al lado del viejo y no le debía nada, podía superar el pasado y procurarle momentos de felicidad haciéndole revivir momentos gratos con esos partidos grabados, yo, que no había sufrido tanto y al menos le debía la vida, no tenía pretextos para aferrarme a rencores añejos.

Con esa intención, conseguí la grabación de un partido que el Tigre había ganado en Ecuador hacía varios años. También me compré una casaca aurinegra y fui a casa de mis padres decidido a sentarme junto al viejo para ver el partido completo y festejar con él la victoria de su equipo.

Mamá me saludó desconcertada. Papá, lógicamente, no se ubicó de entrada, pero al ver mi polera y escucharme repetir “Papi, hoy juega el Tigre, seguro ganamos...”, comenzó a entusiasmarse e incluso llegó a extenderme la única mano que puede mover, a tiempo de decirme: “Sí, sí, hoy ganamos, hijo”. No pude contener la emoción y corrí a la cocina para llorar lejos del viejo.

–¿Que estás haciendo? –me preguntó mamá, notoriamente contrariada.

–Nada, mami, nada; solo quiero pasar un buen momento con el pa –le contesté, limpiándome las lágrimas con un secador–. Contigo también –añadí, pensando que se sentía excluida y por eso estaba molesta–. Ven, mami, vamos a ver el partido con el pa...

–Ay, hijo, no entiendes...

Entonces me reveló su plan.

Durante mis visitas previas, apenas le había prestado atención al partido, pues al ver el entusiasmo del viejo y asociarlo con la nobleza de mamá, la emoción, la culpabilidad y la vergüenza se juntaban en mi pecho, obligándome a salir prácticamente huyendo de la casa. Por eso, no sabía que la grabación que mamá ponía era de un clásico que el Tigre había perdido contra Bolívar en el último minuto; peor aún, era del partido cuyo resultado derivó en el posterior accidente de papá.

Y me lo dijo con naturalidad, como si no hubiese nada de malo en su proyecto de venganza, extrañada de que yo no compartiera la satisfacción de ver al viejo sufrir la derrota de su equipo una y otra vez.

–Yo padecí mucho tiempo, hijo, tú lo sabes bien –procuró explicarme–, aunque nunca te lo dije. Y sigo sufriendo, porque tenerlo así no es menos difícil. Hay que hacerle comer, hay que vestirlo, hasta hay que... perdón Dios mío... hay que limpiarle el culo cada que caga. ¿No te parece justo que yo disfrute esta pequeña revancha?

No acepté su explicación. Cerré la puerta de la cocina para gritarle mi desprecio sin que el viejo escuchara. Armé una escena digna de beatas, soltando un discurso sobre la perversidad, la malicia, el abuso... Ella escuchó callada, sin inmutarse ni demostrar el menor signo de arrepentimiento. Cuando terminé de juzgarla y condenarla, mamá me atacó con cinismo, acusándome de hipocresía. No le permití que siguiera argumentando.

–Basta, mamá, basta. Si quieres vivir así, con tanto odio en el alma, allá tú. Yo voy a sentarme con mi viejito a ver ganar al Tigre, aunque te joda.

Salí de la cocina y respiré hondo para calmarme antes de acercarme a papá.

–¡Ya pues, mierda, prendé la tele! –gritó al verme a su lado. 

–Ya, pa, ya la enciendo, esperá un cachito –le dije con ternura, obviando su mala actitud, mientras preparaba el reproductor de video.

–“Esperá, esperá...” –me remedó, simulando un tonillo afeminado–. ¡Seguro ya están jugando, carajo!

Sí, solo el fútbol conseguía traerlo de vuelta al mundo, pero volvía en su peor faceta. “Qué más da”, pensé resignado, determinado a hacer algo bueno por el viejo, a construir, de a poco, una relación con él, a crear un vínculo que jamás habíamos tenido.

Antes de presionar el play, me di la vuelta y le pregunté si quería una cerveza para que viéramos el partido.

–“Veamos” suena a manada –replicó burlonamente–. Yo no me junto con maracos de mierda. ¡Pon la tele de una vez y andate a la cocina con la boluda de tu madre! –ordenó de un grito.

Miré hacia la cocina, donde la “boluda” seguía en silencio, seguramente triste por mi reacción, mis insultos, mis recriminaciones, mi injusticia. No, él no merecía compasión, sino sufrimiento, del mismo modo que mamá y yo merecíamos la satisfacción de una venganza infinita.

Saqué mi video del reproductor y puse el de mamá. Dejé al viejo frente a la tele y me fui a la cocina sin decirle nada.

Pasamos unos quince minutos ofreciéndonos disculpas, y más de una hora planificando cómo serían nuestros domingos de fútbol de ahí en adelante. Mamá aportó las ideas más picantes. 

Antes del pitido final, salimos de la cocina para presenciar el espectáculo: papá puteando, con la comisura de los labios espumeante, agitando desesperadamente su única mano hábil, reclamando a carajazos que la tradicional garra del Tigre salvara la jornada. Nos matamos de risa al ver al viejo sollozando con la cabeza gacha, hasta que la pantalla quedó azul, y su mente, en blanco.

Como dije, mamá aportó algunos condimentos que hacen más delicioso el sabor de la venganza. Tenemos grabaciones de varios clásicos; obviamente, todas son de derrotas del Tigre. Pese a que el viejo se pone furioso, nos sentamos a su lado cada domingo, ambos vestidos de celeste, y hacemos tocar canciones dedicadas al Bolívar a todo volumen. Celebramos como fanáticos desquiciados cuando la Academia anota goles, incluso arrojamos papel picado y coreamos los cánticos de la hinchada.

Así, el viejo sufre todo el partido. Creo que lo que experimenta es más que sufrimiento, pero no hay una palabra para definirlo. Es la suma de martirio, impotencia, ira, tristeza y quién sabe qué más. Hay ocasiones en las que llega a orinarse y cagarse en los pantalones. Mamá ya no tiene que limpiarlo; he contratado una enfermera para que se haga cargo de sus miserias.

Definitivamente, no me gusta el fútbol; a mamá tampoco. Sin embargo, mientras el viejo siga saliendo de su estado comatoso cada que ve un partido del Tigre, nuestra tradición dominguera continuará suturando las heridas del pasado.

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