Amor (con algo de encaje rojo y azul)

Ya comenzó la programación 2025 de la Escuela de Espectadores de La Paz, una iniciativa en la que se ponen en escena grandes obras del teatro boliviano junto a un conversatorio para acercar al público con los elencos y personal técnico de la obra. Omar Rocha nos trae esta reseña de Amor, primera obra que presentó la Escuela de Espectadores, escrita y dirigida por Denise Arancibia.
Editado por : Adrián Nieve

Solo teníamos una certeza: íbamos a asistir a una boda. Lo que no sabíamos era que nos encontraríamos con algo muy diferente al arroz, vals y lágrimas contenidas bajo rímel a prueba de agua. No. Esta boda en vez de arroz arrojó sátira, en vez de rímel derramó picardía y en vez de vals presentó un inmenso vestido de novia con sorpresas debajo de la falda y muchas versiones de una canción ochentera. Así, la programación del año 2025 de la Escuela de Espectadores de La Paz y Par Mil Productora Artística, no pudo tener mejor inicio: Amor, obra tejida con hilos que van en dirección contraria al amor romántico, discursos patriarcales, imperativos sociales y todas sus sucursales.

Invitan a pasar a la sala y lo primero que vemos es una novia ‒subida en una inmensa escalera todavía no visible‒ luciendo un vestido descomunal ‒tan sorprendentemente blanco y largo que quedará por mucho tiempo estampado en nuestras retinas‒. Luego de un breve monólogo sobre las fobias ‒octofobia, miedo al ocho; Zeusfobia, miedo a Dios; genufobia, miedo a las rodillas‒ y un exhaustivo checklist  ‒moño para la pierna, mucho sushi, mucho fernet, moños color tumbo‒, el vestido, muy parecido a una flor envenenada, deja salir debajo de la falta a los personajes del ritual: padre y madre de la novia, damas de honor ‒una en representación de doce‒, cura, madre del novio. Con ese des(pliegue) ya todo está dispuesto para adentrarse en una parodia deliciosa que, hilván tras hilván, va carcomiendo esa palabra que sella todo temible pacto: “acepto”. 

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Fotografía: Diana Uría

Julia, que no es Julia, oscila entre el deber ser y el querer huir. El novio, Ricky, no tiene rostro, ni cuerpo, es apenas un traje colgado de un perchero. Espectro fugaz, ¿invisible?, ¿presente? No importa, aunque Ricky no esté o sea borroso, hay que cumplir los deberes, “hacerse mujer”, “aprovechar la oportunidad de un buen partido”, “es de buena familia, blanco, rubio…”. Las amigas ‒léase damas de honor‒ y parte de la familia, hacen lo imposible para consumar el enlace matrimonial. Aunque el novio y la novia renuncian ‒ese velo está quitado de inicio‒, el plan de debe continuar. Y cuando “Ella”, harta de tanta farsa embalsamada, estalla, comienza una de las persecuciones más absurdas, chistosas y gloriosamente ridículas del teatro boliviano. Taxis, una periodista “licenciada” que transmite en vivo, una morenada, un camarógrafo, una pelea... Finalmente, el matrimonio se consuma. La comedia, lúcidamente afilada, no perdona: se burla de los discursos sobre el amor, el deseo, la mujer y su manual de instrucciones. Uno a uno, esos discursos tambalean, trastabillan y caen. Y cuando todo se hunde, “Ella” ‒por fin‒ puede respirar. Llora, sí, pero deja una frase resonando: “yo no me caso”.

El “conversatorio” (usual encuentro entre público, elenco, directora y cuerpo técnico que organiza la Escuela de Espectadores en sus funciones), luego del apagón y los aplausos, se convirtió en una escena más. En un giro encantadoramente improvisado ‒sin ensayo ni guión previo‒, dos personas del público fueron invitadas a la fiesta escénica y asumieron el rol de directores por un rato. Hablaron y respondieron a las preguntas.... No desde la teoría o el lugar del saber, sino desde su asombro. Desde lo que creyeron ver, desde lo que no entendieron, desde ese rincón fabulador donde los sentidos van surgiendo. Así, entre intuiciones, desvaríos deliciosos y microrrelatos personales, se construyó un nuevo guion —improvisado y colectivo— que solo podía surgir en esa esa interacción entre escena viva y los espectadores. 

He aquí un destello de lo que por allí transitó. Se echa mano de otra fabulación que intenta reconstruir los hechos y que, sin ninguna duda, complejiza, todavía más, el juego:

Señora con voz suave, con actitud de “no estoy segura, pero no tengo ninguna duda”:

—¿Esta obra es una sátira o una denuncia?

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Fotografía: Diana Uría

La risa fue el hilo conductor… pero no uno que reconforta, sino uno que aprieta, que incomoda. Amor hizo reír, sí, pero ese tipo de risa que punza en la costilla, como si ahí guardáramos algo que no queremos ver. Porque no es casual que sea la costilla: esa parte del cuerpo que, según el viejo relato, le fue arrancada al hombre para crear a la mujer. Aquí, en cambio, parece que la mujer sigue pagando el precio de haber nacido de ahí. Como sostiene Umberto Eco, lo cómico es eficaz cuando las reglas son tan profundamente conocidas por todos que no es necesario enunciarlas: basta con romperlas. La obra se vuelve entonces un espacio donde esas reglas ‒las del amor romántico, el deber ser femenino, la obediencia disfrazada de cariño‒ son violentadas en escena, y eso genera la risa. Pero una risa que no es alivio de ninguna manera, porque se puede reír solo quien ya tiene incorporadas esas normas y, al verlas trastocadas, siente el golpe de la transgresión. En ese sentido, el humor de Amor opera más allá del chiste y se instala como crítica cultural, como acto reflexivo. Se ríe, sí, pero no desde la superioridad, sino desde esa certeza amarga de que el amor también puede ser violencia, y que muchas veces, lo aceptamos sin chistar.

Otra espectadora, reflejando en el rostro es siguiente pensamiento: “yo también me casé con un Ricky sin rostro”:

—¿Por qué el padre de la novia es un robot?

Sí, el padre de la novia es mitad robot y mitad terno a rayas. Una de las pocas cosas que dice es: “No te cases”. Única voz coherente que sale de una caja de circuitos que no puede “querer, amar, envidiar, ni bailar salay”. Dentro de esa atmósfera enrarecida, distorsionada, absurda ‒me rehúso a que por este texto haga su aparición algún derivado de la palabra “distopía”, tan de moda y tan usada allá y acullá‒ el papá robot es portador de la única voz que se atreve a desobedecer el guión que los imperativos sociales van dictando desde hace mucho tiempo. Se habló también del padre robot ‒esa extraña presencia hecha de circuitos opuestos al ritual‒ no como símbolo futurista, sino como parodia de la coherencia perdida. En un mundo donde todos repiten frases cliché sobre el amor y el deber conyugal, solo una voz robótica parece tener criterio propio. Paradójico, inquietante, poético.

Un espectador, luego de una larga y sesuda introducción que mostró su conocimiento sobre la música de los ochenta (lleva unos audífonos grandes que rodean su cuello):

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Fotografía: Diana Uría

—¿Qué papel juega la música en esta obra? ¿Por qué estas tantas versiones de esta canción de Cindy Lauper que no es de Cindy Lauper?

Una versión tras otra de Girls Just Wanna Have Fun. La canción que Cyndi Lauper convirtió en himno de los ochenta, esa explosión de color y energía aparentemente despreocupada, escondía en realidad una ambivalencia sutil. Más allá de su fachada festiva, planteaba una tensión entre el deseo genuino de libertad y el peso de las expectativas sobre cómo debían divertirse las mujeres.

Evidentemente, la música dejó de ser un simple adorno para convertirse en un subtexto lleno de malicia y dobles sentidos. Cuatro décadas después, aquella canción sigue vigente como un canto a la igualdad, un manifiesto feminista que trasciende generaciones. Cyndi Lauper siempre tuvo claro su propósito: quería que todas las mujeres, sin importar su origen, escucharan el tema y sintieran su propio poder. Por eso insistió en que el video mostrara una diversidad de rostros y colores, para que cada una pudiera verse reflejada en ese mensaje de fuerza y celebración colectiva.

El tiempo ha demostrado que lo logró. Lo que empezó como un éxito pop terminó convertido en algo más grande: un recordatorio de que la libertad, incluso cuando se expresa en forma de fiesta, nunca deja de ser un acto de rebeldía. Y ahí sigue, resistiendo, igual que el espíritu de quienes la cantan o la ponen en una obra de teatro llamada Amor.

Otra espectadora, más joven, con chaqueta punk y uñas fosforescentes, añadió:

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Fotografía: Diana Uría

—Es que el deseo, como decía Lacan, es deseo del Otro. Esta obra me hizo pensar en lo que realmente quiero y no en lo que me enseñaron que debía querer. “¿Finalmente, el mensaje de la obra es que no nos casemos?

Silencio. Pausa dramática. Alguien de la Escuela respondió con elegancia. ¿O no?

Cada quien traía su historia personal a la escena Y ahí es donde el teatro despliega su mejor artificio: no ofrece moralejas, sino detonadores. Cuando las luces de sala se encendieron, no hubo aplausos tímidos ni tos de incomodidad. Las manos que no solo aplaudían, también decían: “yo también estuve en ese matrimonio absurdo y me quité el velo”. Algunos reían aún con resaca de carcajada; otros, con una ceja arqueada, trataban de ordenar lo que acababan de ver. Porque Amor fue una obra con trampa, con doble fondo, con encaje rojo y azul, de esas que parecen una torta y son una caja de herramientas o algo así. Denise Arancibia, directora, agradeció con una sonrisa que parecía decir: “Sí, fue con intención…”. Habló del vestuario como un exceso deliberado, un carnaval de encajes que no embellecen, sino que ridiculizan la estructura que adornan. Rojo y azul: colores que chocan, como los personajes, como los mandatos sociales.

Y así arrancó el año teatral de la Escuela de Espectadores de La Paz: con encajes desbordados, música ochentera de fondo, cuerpos en estado de parodia, espectadores en estado de alerta, y un vestido blanco… El nuevo formato fue un hallazgo. Esa mezcla de juego, impostura y diálogo permitió que el público habitara el lugar del creador, aunque fuera por unos minutos. Y cuando los verdaderos creadores tomaron la palabra, lo hicieron no para corregir, sino para escuchar también. Porque el teatro no se escribe solo en el escenario, sino en la retina del que lo ve, en las conversaciones que sobrevienen, en el eco que queda flotando mientras se camina de regreso a casa o al bar.

 

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Fotografía: Diana Uría

 

Ficha técnica
Obra: Amor
Dirección: Denise Arancibia
Actuación: Mariel Camacho Ovando, Carmencita Guillén Ortúzar , Graciela Tamayo Rocha (actriz invitada), Bernardo Arancibia Flores, Michael Apaza Apaza, Rene Suntura Mamani
Vestuario y utilería: Carmencita Guillén Ortúzar 
Asistencia: Carolina Frederiksen López
Fotografía: Renate Eiffel (Escuela de Espectadores de La Paz)
Lugar: Casa Grito, un hogar para las Artes
Fechas: 21, 22 y 23 de marzo

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