No era esquizofrenia, eran ondas FM
Comencé a escuchar voces cuando era niño; algún día de diciembre, después de navidad. Recibí, de mi abuelo, una radio canchera como regalo. La proyectaré en el aire: plateada, de unos quince centímetros de largo, diez de alto y uno y medio de ancho; no recuerdo la marca: debió ser de procedencia china, qué más da. “Algo raro hay en este niño”, debieron pensar. Dejé de monopolizar la televisión de la sala para sumergirme en las ondas FM.
Después de despertar, encender la radio era mi siguiente acción. Al clic le seguía un fade in. El día iniciaba con un: “Nuestra respuesta al usurpador: ¡volveremos a los puertos del progreso!”. La frase me henchía de patriotismo, más que todas las páginas del cancionero patriótico escolar de uso obligatorio en las clases de Música. Seguía en la transmisión el Panamericano, con reportes de noticias de corresponsales de la radio en dispersos puntos del país: de Villazón a Cobija, de Santa Cruz a Apolo. Como dato de color, debo mencionar que —salvo por contadas excepciones— la perilla que permitía cambiar de frecuencia permanecía estática en la 96.1 FM.

El momento de lavar mis dientes coincidía con el inicio del Informativo solar —justo antes de un corto espacio para CNN—: una ventana a las habituales desventuras latinoamericanas. El siguiente programa era el que más esperaba: El panamericano deportivo. Golondrineo del mercado de fichajes de la liga nacional de fútbol: el equivalente masculino de un culebrón. ¿Vidal Gonzales cruza la vereda para vestirse de oro y negro? ¿Quién será el nuevo director técnico de Bolívar? Soñar, putear, esperar.
El doctor peruano Elmer Huerta, después, invitaba a abrocharse el cinturón para hablar de salud. Las siguientes horas eran una amalgama de cobertura a los conflictos políticos de turno y pausas para la transmisión de folclor nacional. Monótonas, hasta soporíferas, salvo por escasos minutos de algo que podría definirse como antifolclor: música de Savia nueva o de los Kjarkas antes de su llorandosefueción.
Cerca del mediodía, una vez más, La voz de Quique Rivera. Profética. En muchos casos, los rumores de la mañana se afirmaban como hechos. La cobertura a las pretemporadas de los clubes sembraba ilusión. Será este año, fantaseaba. En mi corta vida, no había visto a mi equipo levantar una copa: no tenía más opción que creer en la epicidad de las historias de vieja gloria que cantaban antediluvianos juglares de piel atigrada.
Una cortina de música popular ya anticuada e interpretada con instrumentos propios de la música académica europea era la antesala al siguiente programa. Iniciaba el informativo central.. Lo escuchaba sin mucho interés durante el almuerzo: los problemas de fondo de este país no son tan distintos a los de hace veinte años. Mi abuelo decía —lo hizo más de una vez— que la voz del locutor no había cambiado, era la misma que la que él escuchaba en los días de la relocalización.
Imposible olvidar el siguiente bloque: Microncierto panamericano. El aparato era también una máquina del tiempo. Conocí a Mozart, Beethoven, Vivaldi, Bach y Chopin. Algunas veces —ruborizado—, me sorprendía a mí mismo con los ojos cerrados y los brazos arriba, con la intención de seguir el paso de la obra en ejecución.
La programación continuaba con Surcos bolivianos. Cómo quien marca su salida al final de una jornada de trabajo, apagaba la radio y volvía a ser niño: jugaba solo al fútbol o me rendía a una siesta.
A la hora del té de la tarde, encendía el aparato por última vez en el día. Alcanzaba a escuchar los últimos minutos de Micrófono abierto: una suerte de confesionario público; un doctor corazón que escuchaba —sin juzgar— la desilusión que provoca la exposición prolongada a la toxicidad del mundo globalizado. Desconozco si algún problema fue resuelto o si alguien cambió de opinión gracias a ese programa. Con cierta probabilidad, al radioescucha le bastaba la certeza de haber sido escuchado.
No recuerdo el nombre del último programa. Iniciaba al final de la tarde, cuando las primeras estrellas —si el cielo estaba despejado— aparecían junto a las luces artificiales de la ciudad. Una voz femenina y una masculina discutían sobre noticias de actualidad y temas curiosos. “¿A qué sabe la carne humana?”, recuerdo bien aquel tema, los locutores hicieron énfasis en temas éticos y morales. Hablaron sobre tribus que practicaban la antropofagia como práctica social. “Se dice que sabe a puerco”, dijo una de las voces. Deduzco que el horario de protección al menor no contemplaba las transmisiones de las radios.
In facto, la programación de la emisora terminaba al cierre de ese programa. Las siguientes horas eran destinadas a la transmisión de música, ya para esa época, añeja: éxitos del anteayer.
Lo narrado con anterioridad se repetía de lunes a viernes. Los fines de semana volvía a recordar que era niño. Retomaba los juegos solitarios y a las siestas de media tarde, también acudía a esporádicos encuentros con niños del barrio o con un pequeño primo casi hermano.
Al final de la vacación de verano, dejé de escuchar las voces —al menos durante los días y las tardes de los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes—. Las voces volvían en las noches de fútbol, también los fines de semana.
“Usted, ¿cree en el fútbol? Mire: nosotros, con toda el alma”.
Copa Libertadores, Copa Merconorte, Liga del fútbol local. Sentía la pasión del relato con la intensidad que debe provocar un intento del alma por escapar del cuerpo.
“¡Carlos, Carlos Enrique, Carlos Enrique Rivera ya está aquí!”
Con nostalgia y sin pretensión de objetividad, me atrevo a afirmar que aquel equipo periodístico es el equivalente de los galácticos del Real Madrid de principios de milenio. Carlos Enrique Rivera, Alberto Funes, Ángel Reynaga, José Víctor Andrade, Ramiro Sánchez. Recuerdo esos nombres y recuerdo la película Avengers, la escena en la que aparecen juntos Iron Man, Hulk, Thor, Capitán América, Hawkeye y Black Widow.
***
Quizás un grito de gol provoque el fin de nuestra civilización. Quizás este delate nuestra existencia a una civilización extraterrestre bélica establecida a pocos años luz de nuestro planeta. Quizás este grito sea la prueba definitiva de la existencia de vida alienígena para una sociedad de seres tan o más narcisistas que nosotros.
Hoy, aparatos como el despertador, la calculadora, la linterna, los reproductores de música y el reloj caben en un mismo dispositivo. Saudade. ¿Tiene radio? Como es habitual para mí, haré esa pregunta cuando deba renovar mi smartphone. Cuando deba reencarnar y me den a elegir en qué planeta hacerlo; de ser posible, repetiré esta misma vida, en este mismo cuerpo, o iré a un mundo cercano a este y buscaré captar la señal FM que ya partió y que llegará a mi posible nuevo destino dentro de algunos años luz.