La Furia
Cinco horas después de cerrar los ojos, Laura Laurent despertó con la única certeza de que le estaba prohibido seguir durmiendo. Había sido una noche pesada en la que, después de un pequeño accidente y sus subsecuentes consecuencias, se había ido a beber hasta perder el control, pero con la consciencia necesaria para llegar en automático hasta su departamento y desmayarse en su cama.
El chaqui no se hizo rogar y su cabeza comenzó a palpitarle como corazón delator. Sentada en la cama, buscó a ciegas un cigarro y lo prendió con los dedos. Saboreó el humo pasando de su boca a sus fosas nasales, sintió la calidez de sus gatos y perros encima suyo y se dio el gusto de lanzar un profundo suspiro que relajó su agarrotado cuerpo antes de verse obligada a abrir los ojos.

Como siempre, ahí estaban los fantasmas. Gente de varias épocas de la historia humana, la gran mayoría víctimas de una muerte cruel o repentina, repartidos por distintos sitios del amplio y soleado departamento que le había estafado a un cachondo agente de bienes raíces. Aquella mañana eran un neandertal europeo violentado por alguna bestia prehistórica, un joven guerrillero urbano con las rodillas irritadas y un disparo por la nuca con una grotesca herida de salida en la frente y, además, una mujer vestida al estilo de la década de los cuarenta toda llena de moretes llorando en una esquina. Laura se levantó de la cama y salió del cuarto hacia la cocina ignorándolos.
El bostezo del refrigerador reveló que tenía que ir de compras, pero al menos quedaba algo de leche y granola que devoró en la sala viendo The IT Crowd en la televisión a todo volumen. Tenía flojera de bañarse, pero si quería fármacos para los dolores de la resaca, tendría que hacerlo antes de enfrentar el sol intenso que brillaba sobre la avenida Abdón Saavedra.
Iba por su tercer bol de cereal cuando uno de los fantasmas, un viejo calvo y bigotón, sin huella visible de violencia durante su muerte, se interpuso entre ella y la televisión y la miró como si Laurent fuera su servidumbre.
—¡Señorita! —dijo después de un rato el viejo, a duras penas, mirando furioso hacia Laura— ¡Señorita! ¡Le exijo que deje de ignorarme!
Algo sorprendida, Laura levantó la mirada y lo miró fijamente mientras encendía un cigarrillo con los dedos. No dijo nada. Solo lo miró, esperando a que se comunicara. Era raro que un fantasma tuviera el valor de romper los tabús de la muerte para hablarle a alguien no relacionado a su vida y a su deceso. Por lo general, los fantasmas no eran más que cuerpos etéreos que casi nadie podía ver y que deambulaban por el mundo olvidando quiénes habían sido y juntando resentimientos en contra de los vivos, esos que todavía podían gozar de los placeres mundanos, odiándolos de pura envidia, tratando de olvidar que, en el momento de su muerte, el miedo había evitado que estos fantasmas se fueran a donde sea que van los humanos cuando la muerte los alcanza. Que aquel fantasma hablara con ella era señal de que el resentimiento hacia la vida iba muy avanzado. Un descontrol más y quizás hasta se convertía en demonio.
—Responda, señorita, no sea maleducada —dijo el anciano y Laurent le devolvió una mirada aburrida, brillante, en sus ojos celestes que, junto a la palidez de su piel, la hacían parecer un espectro.
—¿Qué quieres, muertito? ¿Todavía no has entendido que estás muerto o quieres pedirme un favor? Te ahorro tiempo: sí, estás muerto; no, no sé cómo moriste, si vos no te acuerdas, tampoco lo voy a investigar; no, no sé cómo revivirte, tienes que buscar a un nigromante para eso y no te lo sugiero, a menos que seas de esos a los que les gusta ser esclavos; y, finalmente, no voy a hacerte ningún favor.
—¡Imilla atrevida! ¡Ramera de tatuajes y peinado de loca! —el viejo estalló furioso señalando el mohawk pelirrojo de Laura, sus tatuajes en brazos y piernas, los piercings en su rostro— ¡Si tuvieras decencia y consciencia de Dios harías de todo para ayudar a tu prójimo!
—Conozco a varios dioses, muertito, y al que tú te refieres es un viejito sádico al que lo castró mucho tener familia —los gatos comenzaron a congregarse alrededor del viejo y Laurent supo que estaban alertas por la rabia que emanaba del fantasma—. Aparte, no te hagas al machito que si al morir no te animaste a pasar al otro lado, es por cobarde. Eso no es culpa de nadie más que tuya.
Tenía que tener cuidado de poner en su lugar al muerto sin hacerlo enojar demasiado. Estancados en un mundo que rebosaba de vida, los fantasmas deambulaban acumulando rencores. Con el tiempo, el rencor les devolvía la capacidad de tocar el mundo físico, pero solo para dañarlo. Cada subsecuente acto de violencia los iba convirtiendo en sombras que cualquier persona podía ver y que se alimentaban de vísceras humanas. Llegados a ese punto, forzosamente, había que exorcizarlos.
El fantasma se veía confundido y Laurent reconoció la señal de que estaba recordando el momento de su muerte, cuando estuvo a punto de irse, pero el miedo pudo más.
—Y-y-yo, no, no, no pude. No sabía qué me esperaba ahí, no pude soportar…
Antes de que siguiera hablando, Laura Laurent tocó uno de sus tatuajes, murmuró un par de hechizos aprovechando la esencia del neandertal y el guerrillero y pronto el fantasma del viejo desapareció de la existencia. Se lo habían explicado los gemelos alguna vez: los fantasmas y sombras exorcizados no van al siguiente plano, sino que desaparecen por completo, son borrados de la existencia y, poco a poco, la vida y el mundo los entierra en el olvido.
Laurent hizo crujir sus huesos, mimó a sus doce gatos y dos perros, les dio de comer, se desnudó con pereza y se metió a la ducha caliente.
***
El doctor Jaime Fernando Canales-Ramallo Dubrissi apagó la alarma de su celular y se paró de inmediato para evitar que la cómoda tibieza de su cama lo tentara. Todavía en pijamas se fue calladamente a la sala e hizo un par de estiramientos, para entonces volver al cuarto, ponerse la ropa deportiva y salir a trotar antes de que su esposa e hijos se despertaran para el desayuno.
Las calles y casas de Achumani estaban oscuras y silenciosas a las cinco de la mañana, un panorama poco amigable para un solitario corredor, pero Jaime así lo prefería. Era su momento del día consigo mismo, uno en el que no se enfocaba en todo aquello que lo esperaba a lo largo de la jornada, sino que reflexionaba en su vida y logros, la historia de su familia, el legado inmortal de los Canales-Ramallo que ahora él llevaba dentro de sí. Y cuando el peso de cargar con el mundo lo abrumaba, corría más rápido, se obligaba a entrar a un modo primitivo que llenaba su boca con los sabores favoritos de su voracidad angélica. Corría y corría, pero cuando se detenía, agarrotado y empapado en sudor, su ego se sentía satisfecho y empoderado, listo para enfrentar el nuevo día.
Cuando volvió a casa, orgulloso notó que su esposa ya estaba despierta preparando el desayuno. Se la veía tranquila pues los niños aún podían dormir por media hora más, tiempo suficiente para que él se diera una ducha y se vistiera, ajeno a la administración rutinaria de su hogar.
Enfundado en un buen traje, el doctor Canales-Ramallo se sentó en la mesa junto a los suyos. Tostadas de color pardo abundaban en un panero rodeado por pocillos colmados de dulces de frutilla, durazno, mora, dulce de leche y una barra perfecta de mantequilla que brillaba como oro bajo la luz del sol. Mientras la esposa comía un pomelo, sorbiendo de rato en rato una taza de café, los niños —un par de adolescente truhanes y galancillos que solo podían hablar de autos y una niña princesa muy acostumbrada a lloriquear— comían cereales altos en azúcar, poco dispuestos a probar el típico bol de Cheerios que su padre acompañaba cada mañana con un vaso de jugo de naranja y una tostada en la que mezclaba un poco de todos los acompañamientos disponibles en la mesa. Ante un gesto de su padre, los niños dejaron la actitud de modorra y apuraron la comida para terminar de alistarse y que papá los llevara al colegio de camino a la clínica.
—¡Ferrán, Jaimito, Lobelia, salgan de una vez! —gritó el doctor Canales-Ramallo desde la puerta de su hogar, donde esperaba junto a su esposa— Vidita, recién a la noche voy a venir, tengo hartas cirugías hoy. Hay que hacer las compras para el mes, recoger mi ropa de la limpieza y, por favor, compra un regalo para el cumpleaños de mi mamá este fin de semana.
La mujer asintió y sonrió dócil como autómata. Jaime la miró detenidamente, evaluando si había algo para hacer. Como cirujano plástico, ella era una de sus obras maestras. No porque originalmente fuera fea, sino porque año a año mejoraba, como si la mano de Canales-Ramallo fuera la de un prodigioso escultor que poco a poco creaba la escultura perfecta.
Ya frente al colegio, no tuvo problema en bajarse del auto para ver cómo sus hijos entraban y disfrutar de uno de los momentos más interesantes del día. Era atractivo, Canales-Ramallo. Además de ser un doctor ya especializado, dueño de su propia clínica de cirugía plástica, estaba muy bien conservado para estar rondando sus cincuenta. Su piel tenía un brillo angelical que hacía juego con la luz de sus ojos cafés. Antes de obtener la heredad de la familia Canales-Ramallo, Jaime había empezado a engordar, pero desde la muerte de su padre, cuando asumió su puesto en la jerarquía familiar por encima de sus hermanos y hermana, su cuerpo empezó cincelarse a sí mismo y ahora iba a la entrada del colegio de sus hijos a que lo miraran madres, profesoras y alumnas, despertando en ellas una sed de proyectar sus propias luces y acaparar la atención de todo aquel con quien se cruzaran.
—Eres hermosa, lo tienes todo para ser feliz. Y aunque eso salta a la vista, ¿qué tal si vienes a la clínica para hablar de un ajuste? Algo pequeño que ayude a los demás a ver mejor tu brillo —les decía, sin discriminar edad, a plena luz del día, bajo la mirada del Todopoderoso, sonriente como un actor en una publicidad de pasta dental.
Sin nunca salir de Achumani, Jaime Canales-Ramallo Dubrissi enfiló hacia su clínica. Lo recibió en la puerta su secretaria Irma Uriza, una arrugada mujer anciana y beata que se movía con la vitalidad de una adolescente; como tantas otras cosas, la había heredado del ahora cerrado consultorio de su padre y nunca se arrepentía de haberla mantenido por encima de la legión de modelitos que aspiraban al puesto porque, además de tantos otros detalles y complicidades, todas las mañanas lo esperaba en la puerta de la clínica con un café con leche listo para que el doctor sorbiera a medida que revisaba el menú de pacientes para el día.
—Buenos días, doctor. Hoy en la mañana tiene usted dos blefaroplastias, una al señor Mendoza y otra al señor Cardozo. Por la tarde una lipoescultura para la señora Reyes y una mamoplastía para la señorita Vera.
—Pensé que hoy era la rinoplastia de la señora Espinoza.
—No, eso es mañana por la mañana, de tal forma que pueda tener la tarde y la noche libre para su sesión en el altar.
—Tienes razón, Irmita. ¡No sé qué haría sin vos, eres un sol!
La mujer sonrió radiante y Jaime miró hacia los pocos jirones de nube en el cielo celeste. Con un suspiro de satisfacción, entró a comenzar de verdad su día.
***
Cuando regresó de la calle, tenía toda la intención de fumar un porro y meterse a la tina para leer o tener una maratón de Lost solo para volver a odiar el final; el dolor de cabeza había cedido ante los fármacos y la grasosa hamburguesa cuádruple con jamón que había devorado fingiendo ser un animalito voraz, para escándalo de todas las personas que la rodeaban en el patio de comidas.
Pero cuando llegó a la puerta de su edificio, supo que sus planes no serían posibles. Rodeada por un montón de fantasmas de jovencitas hegemónicas a las que les faltaban trozos de carne, estaba una de las criaturas más extrañas que Laurent había visto en toda su vida: flaca cadavérica, revestida de rosa chillón, cabello demasiado rubio, senos como balones de vóley, uñas que parecían poder cortar acero y un rostro inflamado, típico de las adictas a la cirugía, con labios enormes y nariz pequeña, tan respingada que parecía inexistente. Cuando estuvo frente a ella, notó que sus irises eran lentillas azules demasiado obvias en las que casi podía verse reflejada.
—¿Cúmo está, sheñorita? Me aamo Egina Vevavicenio y me anda la jita e micomae, Saapa acios —musitó apenas separando los tiesos labios.
Las fantasmas que acompañaban a la mujer bañaron a Laurent con miradas de ruego y, tan resignada como curiosa, Laura hizo uso del don que la hacía diferente entre los hechiceros, ese que le habían dado los gemelos de Nix cuando era niña con el que, en lugar de pagar el coste existencial que exige la magia con su propia vida y energía, podía pagarlo prestándose la energía de otros seres y fenómenos. Así lo hizo, mandando al olvido a un fantasma que rondaba por su departamento, canalizando la magia en uno de los marcadores permanentes que siempre llevaba consigo, todo para dibujar la runa Ansuz en la frente de la mujer.
—Okey, mamuchi. Ahora sí, dime de nuevo que soy dura de oído.
—Soy Regina Villavicencio, me manda mi ahijada, Sara Palacios —dijo con repentinas dotes de ventrílocuo e hizo una mueca que Laura interpretó como una sonrisa.
“Mierda”, pensó, “odio deberle plata a la gente”.
—Sí, me ubico. ¿Eres alérgica a los gatos?
Sentada en su sala, doña Regina demostró ser una delicia para los gatos que ronroneaban gozosos ante cada movimiento de las uñas corta acero. Regina tenía un aire amable, pero el acumulamiento de cirugías en su rostro disfrazaba sus dulces expresiones faciales.
—Bueno, mamuchi, entonces, te mandó Sara, ¿te dijo que con esto ya no le debo nada?
—No.
—Entonces, tú le dirás que ya no le debo nada la próxima que la veas. Ahora dime exactamente qué necesitas.
—Todo comenzó hace un par de años, cuando conocí al doctor Jaime, en el consultorio de su papá. ¡Ay, su papá! ¡Era un ángel! Y…
Laura no tuvo problema con entornar los ojos y dejarla hablar por un rato sin realmente escuchar, aprovechando el tiempo para analizar a las cinco fantasmas que acompañaban a Regina. Todas eran jóvenes y habían muerto en años recientes, vestidas con ropa americana reveladora que se veía desgastada y resaltaba sus buenas figuras. Dos de ellas quizás estaban algo pasadas de peso, especialmente para intentos de figuras hegemónicas, pero todas en general tenían una característica corporal que seguramente las hacía resaltar en las miradas masculinas. Igual había otros detalles. Aparte de las dos con kilos de más, otra de ellas tenía una nariz enorme, la cuarta senos inexistentes y la quinta un rostro francamente desagradable. E igual lo más curioso eran los trozos que les faltaban. Cortes en las mismas zonas, todos precisos más allá de lo quirúrgico y hasta parecía que las heridas habían sido cauterizadas a medida que se realizaba el corte. Por algún motivo la intuición de Laura insistía con pensar en vacas.

—…pero en esa ocasión no le di importancia, la verdad —Regina seguía hablando—. Hasta que hace un mes fui para empezar a evaluar una gluteoplastía cuando ya no solo eran cosas que se caían, sino que a ratos yo me decía “ay, no, esto no puede ser coincidencia”, pero igual lo dejé pasar. Pero entonces, unas semanas después, cuando pasé por la clínica para hacer unos pagos, de nuevo con las cosas cayéndose solo que ahí definitivamente me dio miedo y dije “me iré a hacer la limpia” y de casualidad que voy donde una amiga que es médium y ella se ofreció a acompañarme para el siguiente pago y fuimos y no sintió nada —“claro, típicas estafadoras”, pensó Laurent—, pero me mandó con un señor en Miraflores que me dijo que yo tenía algo raro y después usó una Ouija y nos comunicamos, pero lo único que decía la tabla era “justicia” —las cinco fantasmas asintieron en unísono y una peligrosa sombra de rabia hizo pesado el ambiente de la sala, alarmando a los gatos—, entonces me dijo que seguro me estaba persiguiendo un fantasma y él intentó y varios después, pero nadie podía exorcizarlo y ya estaba en un punto que no solo pasaba en la clínica, sino en todas partes y me estaba desesperando siempre, hasta que la Sarita me dijo que venga con usted, que usted es la mejor del mundo mundial y que usted se va a encargar.
Agradecida por la idea de haber usado la runa, Laurent dio la última calada a su cigarro mirando al rostro hinchado de Regina. “Claro, estas chicas no buscaron a alguien que pudiera verlas sino a alguien que tarde o temprano iba a escucharlas. Esta fenómeno debe ser muy empática”.
—Sí, creo que sí. Necesito que me diga todo lo que sepa de la clínica esta y que me lleve. Parece que ahí es donde empezó todo —mientras decía esto, las fantasmas mostraron claras señales de estar contentas y Laura supo que saboreaban por adelantado la llegada de algún tipo de venganza.
***
Su abuelo se llamaba Jaime Genaro Canales Ramallo y, además de imponer la medicina como profesión obligatoria para los primogénitos de su descendencia, también se encargó de anotar a sus hijos con sus dos apellidos juntados en un solo apellido compuesto, convencido de que el poder de sus dos raíces familiares traería fortuna a su descendencia. Después de todo, no a quien sea se le aparecía un arcángel del Señor para nombrarlo un soldado en su guerra contra Satanás, no cualquiera se convertía en un recipiente elegido por Dios para preparar la Tierra para la gran guerra contra los demonios. ¿Y su abuela? La había olvidado.
Su padre se llamaba Jaime Jorge Canales-Ramallo López y, además de ser un exitoso traumatólogo, había sido el primero en cargar en cuerpo con las bendiciones de la familia. Después de prepararse desde infante para ello, ejerciendo una vida pía y asceta, llegó por fin la edad en que su padre lo puso en un periodo de ayuno y expiación de los pecados, hasta el día en que pudo yacer en el altar donde el arcángel lo besó en la boca y, en un suspiro, Jaime Jorge lo sintió dentro suyo, llenándolo de energía, calor y una luz que embelesaba a sus pacientes, quienes en adelante clamarían al doctorcito milagroso y viajarían desde lejos para someterse a sus santas manos. Su madre era una migrante argentina adicta a las compras que se suicidó cuando un ginecólogo le extirpó el útero al detectar en él un cáncer maligno. En el funeral, su padre le dijo que su madre había cumplido su deber de mujer, pagando el precio de gestar una descendencia angélica.
Él, Jaime Fernando Canales-Ramallo Dubrissi, había crecido viendo a su padre ser alabado, pero con eternos problemas de dinero. El tal Uriel que vivía dentro de papá podía ser un ente muy poderoso, pero también era permisivo. Con él a bordo, papá, ese hombre tan disciplinado, no solo subió de peso hasta proporciones peligrosas, sino que también se hizo adicto a los juegos de azar. De un día para el otro, ese hombre parco que él admiraba se había transformado en una bestia de apetitos voraces a la que nada le importaba. Era por eso que, al principio, Jaime Fernando no quiso recibir el legado y hasta le dijo a su padre que, si tanto le importaba, le pasara el honor a uno de sus hermanos puesto que a él no le interesaba. El drama que siguió fue de proporciones bíblicas y, si bien ahora Jaime Fernando podía reírse de sus ideas de la juventud, en aquellos tiempos los mismos cimientos de su hogar se vieron amenazados por su rebeldía: según Uriel, Dios había decretado que su instrumento tenía que ser un Jaime Canales-Ramallo, tenía que ser un primogénito y tenía que ser un médico para poder cargar dentro de sí el cuerpo de un arcángel. Dentro de este plan de Dios, la madre de Jaime Fernando no era más que una útil estatua en su reino, una fotocopiadora para perpetuar el linaje divino.
—Señor —Irmita lo sacó de su ensimismamiento—, ya llegó su paciente de las tres. Es solo una consulta. Una chica, parece prostituta y tiene un aire que, ay, no sé… despáchela rápido que luego tiene que ir a recoger a sus hijos de la catequesis en la iglesia de San Miguel.
—Gracias, Irmita, mandala.
Jaime sonrió recordando su reticencia al arcángel. “Me habría perdido de tanto…”, pensó relamiéndose la boca y mirándose las manos, admirado de todo lo que había podido conocer gracias al príncipe regente de los serafines, de los querubines y del Sol, príncipe de la Divina Presencia y el ángel de la luz y la salvación.
En eso estaba cuando una mujer alta de piel canela entró al consultorio. Llevaba un apretado vestido turquesa, gafas de sol con forma de corazones y una cabellera rubia exuberante. De inmediato, Jaime confirmó la intuición de Irmita de que esta era una trabajadora sexual, de esas que no cobraban barato.
—¡Buenos días, mi doc! —dijo la mujer con su voz gangosa, aguda y populachera, quitándose las gafas para revelar un par de dulces ojos verdes. Debía de estar pasada en cocaína porque era demasiado temprano para tener tanta euforia— ¡La vida es muy corta, doc! La vida es muy corta y yo quiero aprovechar mis años, doc. Quiero ser más hermosa, doc. Quiero regalarme a mí misma un cuerpo perfecto, doc. Así que dígame, mi doc, ¿qué cambiaría usted de mí?
Aquella pregunta pilló por sorpresa a Canales-Ramallo pues el cuerpo resaltado por el vestido no admitía ajustes, al menos bajo los criterios del rubro de cirujanos plásticos, y la mujer tampoco le había dado espacio para manipularla hasta que sintiese que tenía un cuerpo imperfecto que necesitaba de una nueva luz.
—Me atrevo a decirle, señorita —revisó la hoja que le había dejado Irmita—… Esmeralda. Pues, la verdad no hay casi nada qué hacer. Es usted una mujer muy hermosa. Creo que a lo que podríamos aspirar es rellenar un poco esos labios con una queiloplastía —rodeó a la paciente, miró sus caderas y aventuró algo—… y si tiene alguna marca no deseada en el cuerpo, quizás una plastía de cicatrices inestéticas. A ver, por favor, pase por ahí atrás y desnúdese para ponerse esta bata, así podré hacer una mejor evaluación de sus necesidades.
Después de ayudarla a bajar el cierre de su vestido, se retiró hasta su computador y se cercioró que la cámara estuviera grabando. Contento se quedó mirando el video en vivo y la cantidad de pensamientos impuros despertaron al arcángel, que se agitó molesto en algún espacio entre sus tripas y su alma; de pronto se le abrió el apetito y no ayudaba estar viendo la piel desnuda de la ramera.
—Bueno, mi doc, usted dirá.
Canales-Ramallo se acercó y auscultó la carne como carnicero experto que evalúa la mejor manera de trocear a un cerdo, palpando demás en busca de las partes tiernas, casi pellizcando para evaluar el valor de la vaca, frenando el deseo de aspirar cada palmo de su cuerpo por sus fosas nasales y así empezar a sentir el saborcito de la transitada piel de la ramera, consciente de que si la olía se le iba a escapar la lengua y probarla no solo despertaría el hambre de Uriel, sino que el doctor supo que esta mujer no sería como esas feítas buenotas y calladitas que nunca lo denunciaban, las que preferían decirse a sí mismas que así nomás es y olvidarse para no meterse en problemas, especialmente con un doctor tan respetado que iba a convertirlas en…
—Mi doc, estamos a un paso de que yo le cobre a usted.
Jaime rio para cubrir su sobresalto, dándose cuenta de que había pasado casi veinte minutos tocándola. Sonriente, minimizando lo sucedido, le aseguró que tenía que saber con qué lidiaba para poder esculpir bien el cuerpo que ella se merecía. Evidenciado, no se atrevió a hacer más, pues si bien tenía bien comprados a varios policías y periodistas, sabía que una mujer suelta de lengua podía levantar un tsunami de sospechas que hasta ahora había podido evitar. Se consoló pensando que, una vez anestesiada, la probaría antes de la subasta, como hacía cada vez que se encontraba con alguna tontita que lo tentaba a pecar.
Fijaron la fecha para la próxima semana y, sin perder el tiempo después de que la señorita Esmeralda se fuera —tras despertar a Irmita que se había quedado dormida en la recepción—, Canales-Ramallo subió el video a sus grupos privados de subasta para empezar a recibir ofertas de aquellos que quisieran poseer a la prostituta antes de que esta fuera víctima del apetito de Uriel. Lo hizo mientras esperaba a que sus hijos salieran de la catequesis, confiado de una única certeza: dentro suyo había un arcángel del Señor, nada de lo que hiciera podía estar mal.
***
Lo primero que vio al entrar fue el sonriente retrato del tal Canales-Ramallo con su cabello castaño y pulcro de gente “bien” y ese mensajito: “Te ayudamos a encontrar tu brillo ideal”. Se oía actividad en los dos pisos, pero entre Esmeralda distrayendo al tal doctor y la anciana beata llena de rosarios dormida en recepción, Laura pudo pasearse por la clínica y encontrar un montón de fantasmas parecidas a las cinco chicas que ahora la perseguían a todas partes. Después de no encontrar nada en su búsqueda que la remitieran a rituales satánicos o de magia negra, pasó a descartar la presencia de un demonio, pues no había rastros de esa estúpida crueldad infantil de los esbirros de Lucifer, sintiéndose de pronto completamente aterrada ante la posibilidad de estar enfrentándose a un psicópata, a secas, una persona imposible de intimidar, tan impredecible como calculador y, para colmos, tan anclados en la crudeza de lo humano que se volvían seres que podían obligar a casi cualquier hechicero a hincarse frente a algo meramente mortal. Después de todo, salvo los gemelos, Laura nunca se había topado con ninguna entidad sobrenatural dispuesta a admitir que había algo en los humanos que, a veces, sin motivo o razón conocida, los hacía inmunes a la magia, solo vulnerables mediante la violencia.
Adentrándose en el sótano de la clínica, Laura quiso evitar, en vano, revivir las memorias de su infancia, cuando los otros niños le decían “niña panda” por sus ojeras profundas, producto lógico de esa resistencia a dormir por miedo a los fantasmas. Papá le creía, mamá no, pero era mamá quien tomaba las decisiones, así que Laura tenía que encontrar formas de pasarse la vida en vela, tratando de convencerse de que el fantasma de una mujer sin cabeza no era más que una pesadilla de su imaginación y no la huella energética de una mujer asesinada en esa misma casa muchos años atrás.
Un viento frío alertó sus instintos, devolviéndola al presente. De pronto, se vio dentro de un clóset lleno de medicinas inyectables. Confundida, no supo qué hacer con esa certeza extraña de que había algo ahí que ella no estaba logrando sentir. “Es como el psicópata”, suspiró después de un rato, dándose cuenta de que seguía buscando magia cuando la respuesta estaba en encontrar artificios humanos. Golpeteó las paredes hasta que escuchó un sonido hueco y se apuró en buscar una forma de abrir el compartimiento.
Mientras buscaba, su mente escapó a esa noche de mierda, cuando tenía siete años y llevaba cuatro días sin dormir. Su madre desesperada le había colmado de drogas, gritos, incluso golpes con la intención de noquearla, pero nada la dormía, nada la podía convencer de que no existían los fantasmas y que todo lo que veía era producto de su falta de sueño. Nunca en su corta vida se había sentido tan sola y desprotegida, asustada por cada cabeceo que daba pues se veía forzada a hacerse heridas con un cuchillo de cocina, completamente segura de que, si dormía, los fantasmas la devorarían.
La pared se abrió como una puerta, otro golpe gélido la hizo temblar, su nariz registró un olor que le indicó lo que encontrarían sus ojos cuando prendió la luz de la linterna en su celular: un cuarto refrigerado para carnes colgadas en ganchos, algunas bien congeladas, otras aún jugosas; carnes que volvían locas a las fantasmas que acompañaban a Laurent. Nerviosa notó que, además de las cinco con las que había llegado, ahora había un montón más, todas alterándose ante el espectáculo de sus cuerpos en vida reducidos a cortes de carnicero en un cuarto helado. Al fondo, un altar de muchos cirios apagados a los pies de un cuadro y una escultura que Laura fotografió para identificar después y así poder salir corriendo antes de que la furia y resentimiento de las fantasmas las terminara por transformar en agresivas sombras.
“Cómo odio deberle plata a la gente, carajo”, pensó Laurent, temblando, ya afuera, fumando un cigarrillo en la Plaza de la Amistad, cercana a la clínica de Canales-Ramallo. Aún sentía en su piel el frío de ese cuarto, pese a que el sol brillaba intensamente cubriéndolo todo; como si los ángulos no pudieran generar sombra, como si la luz fuera absoluta y avalara que las carnes crudas de personas pudieran colgar en los cuartos secretos de los seres que Dios y la sociedad elegían como sus campeones. “El mundo siempre estará desbalanceado”, recordó que le había dicho Tánatos cuando tenía siete.
—Mierda —levantó la vista para contar cuántas fantasmas la rodeaban ahora. Iba por la cien cuando llegó Esmeralda y tuvo que interrumpirse para pagarle con dinero y cocaína por distraer al doctor.
“Detesto a los putos ángeles”, concluyó en el bus de vuelta a Sopocachi, agradecida de que las fantasmas no acostumbraran ir en transporte público, pero segura de que encontraría a esa pequeña multitud de mujeres violadas y asesinadas impunemente congregadas en su departamento, ávidas de venganza, seguras de haber encontrado en Laura un instrumento para lograrlo.
“Y eso obtendrán”, pensó, furiosa. Esa era su prisión. Sí, quería castigar a ese medicucho sonriente que de seguro se creía el nuevo Mesías, quería verlo sufrir pues disfrutaba torturando a cretinos certificados —y este era mucho más que un simple imbécil—, pero aun si hubiera preferido alejarse, o si no se hubiera enterado de que se enfrentaba a un ángel y todavía temiera volver a encontrarse con un psicópata —sentir de nuevo la impotencia de no poder hacer nada—, igual su trabajo era intervenir. Desde la noche de mierda esa, cuando solo tenía siete años, que era el instrumento de voluntades ajenas. Ese era el trato con los gemelos: magia sin pagar coste existencial alguno, absoluta libertad de movimiento y decisiones, bajo la condición de usar cualquier medio posible, moral o inmoral, para crear paz. Solo en la paz podía la gente dormir o morir sin que medie la violencia. Sin jefes, alianzas o ideologías, Laura Laurent estaba obligada a ser un instrumento de paz.
Y ya sabía lo que iba a hacer.
Poco seducida por la idea de llegar a un departamento lleno de fantasmas, bajó antes del colectivo y decidió caminar. No tenía sentido evitar a las fantasmas, pero sí un goce intenso en posponer el encuentro, aunque sea un poquito, al menos hasta sacarse el olor a carne humana de la cabeza y sentirse más lista para soportar el egoísmo de los fantasmas y sus exigencias. Además de lo que se venía, estar en esa situación la transportaba mucho a cuando era niña: ni bien un fantasma se daba cuenta de que la pequeña podía verlo, la acosaba silenciosamente para que lo ayude, como esperando que la guagua le lea la mente, pero ella no entendía. “Claro que no, carajo, era una niña, no tenía por qué entenderlo”. El entendimiento recién llegaría en la noche de mierda, cuando frente a ella se manifestaron dos seres que la niña, al principio, confundió con fantasmas y que luego se revelaron como un misterio más en este mundo lleno de maravillas que los humanos ven con ojos tuertos.
“Aprovechados hijos de proxeneta”, murmuró subiendo por la avenida Kantutani de camino al centro. Hipnos era guapo, carismático y extraño, un flacucho imberbe de pelo rubio, ojos soñadores y alas en las sienes; Tánatos era severo, hosco, barbón y sensible. Asombrados por su talento nato como médium, la habían ido a buscar para atarla a sus voluntades. Por eso la consolaron por un rato, mostraron su buena fe alejando a los fantasmas y luego le juraron que ellos la podían ayudar. “Sí, claro, cabrones, solo querían una chacha”, pensó, disfrutando del sudor que empapaba su ropa mientras el viento del atardecer soplaba en un paupérrimo intento por congelarla.
No contaban los dioses del sueño y de la muerte pacífica con que tantas noches sin dormir, contemplando al horror de lo sobrenatural frente a frente, amén de sus padres, le habían robado la inocencia y la ingenuidad a esa niña. Lo que creyeron que sería un trato fácil, pronto se convirtió en una pesadilla de trampas y dudas que la mocosa levantaba. Al final, divertidos, los dioses gemelos habían renunciado a ser sus dueños y señores, a que Laurent tuviera que reportarles lo que sea; le darían libertad y poder a este ser de tanta afinidad mágica, pero bajo la condición de velar en silencio y sin descanso por el sueño de los mortales y procurar que estos mueran sin violencia de por medio.
Miró el anochecer desde el Montículo, fumando un cigarrillo, disfrutando de la paz nocturna, preguntándose si todo saldría bien con el rostro iluminado por el brillo del celular. Después de un rato pasó la foto del altar por Google Images y leyó todo lo que pudo sobre Uriel, solo por el gusto de saber a quién iba a eliminar.
Cuando llegó a casa, confirmó lo que temía, pero igual ignoró las miradas furibundas de las multitudinarias fantasmas, trató de calmar como mejor pudo a sus animales, se acomodó en su cama e hizo uso del bono que le había regalado Hipnos antes de marcharse con su hermano: la capacidad de cerrar los ojos y dormir más que bien por cinco horas al día, pero ni un segundo más.
***
Doña Irma era un verdadero ángel para el doctor Jaime Canales-Ramallo. El día previo a las subastas y sesiones en el altar, se daba el trabajo de limpiar primorosamente toda la clínica y de cuidar que nadie molestara al doctor en esos momentos dedicados al arcángel Uriel y su necesidad de alimento. La luz de Dios tenía costes curiosos, pero, ¿quién era ella para cuestionar a sus agentes?
Aquella mañana de sol radiante, doña Irma esperaba a su doctor con el tradicional café con leche con el que este empezaba su día. Con cinco consultas por la mañana y una breve reunión de todo el equipo al mediodía, sería una jornada muy ocupada, aunque corta. Después de la reunión, todo el personal podría irse a casa, dejando solo al doctor con Uriel para que pudieran alistarse en mente y cuerpo. A las seis de la tarde llegaría la dichosa señorita Esmeralda y el doctor se aseguraría de hacer lo necesario para que esa descarriada sirviese a la voluntad de Dios.
Cuando llegó el doctor, Irma se complació en el brillo divino de su rostro. Desde la primera vez que había visto ese mismo brillo en el rostro del padre de su actual jefe, Irma tuvo la certeza de que el paraíso era cristiano. Las señales que vinieron solo fueron una confirmación: el hospital donde don Jaime senior trabajaba comenzó a oler a cosas agradables: algunos decían eucalipto, otros limón, unos más decían pan recién horneado, pero doña Irma sabía que todos se equivocaban pues el olor era a piecitos de bebé, el mismo olor que ahora el hijo emanaba en la clínica estética.
Nunca había visto a Uriel. No lo necesitaba. El brillo en padre e hijo bastaba para tener fe, para saber que incluso hacer una taza de café con leche le aseguraba su lugar en el cielo. Que todas las veces que mintió para proteger a su jefe cuando la llamaron a testificar por la desaparición de tantas pacientes no significarían una condena al infierno.
La mañana se fue en un parpadeo y ahora el doctor Canales-Ramallo dormía. Tenía que dormir por cinco horas antes del ritual para tener las fuerzas necesarias y que el arcángel Uriel pudiera salir a saciar su hambre por sí mismo y no a través de él como el resto de los días de la semana. Irma pasó por última vez por el cuarto frío de la carne para ver si los cirios estaban bien acomodados, antes de ir al cuarto preoperatorio donde el doctor filmaba sus películas caseras aliviando sus necesidades de hombre antes de llevar a las muchachas al altar. Satisfecha, agarró sus cosas y se dispuso a marcharse. Al salir, en la recepción, encontró un táper con suficiente carne del cuarto frío como para que doña Irma aprovechara el fin de semana para convocar a sus hijos y celebrar una de sus famosas parrilladas.
Irmita, un poquito de comida de ángel para un verdadero ángel que eres tú. Buen fin de semana. Jaime C-R.D.
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Cuando despertó, el día ya perdía su brillo bajo los colores del atardecer y su cuerpo había empezado a reaccionar a la salida del arcángel. Aquella parte no le gustaba tanto. Significaba volver a sentirse poco, perder mucha confianza, darse cuenta de que ser una persona significaba vivir cada día tratando de no ahogarse con la incerteza. Y temer. Temerle a todo.
En una hora más llegaría la ramera y, para entonces, Uriel ya estaría del todo afuera, habilitando a Jaime para dormirla, violarla, trocearla y servírsela al arcángel y su necesidad de carne humana. A Uriel le daba igual qué comía, pero a Jaime le gustaba cogerse lo que se iba a comer. Le gustaba la idea de ganar dinero subastando a la vaca a otros que la quisieran violar, incluso vendiendo los videos de sus pacientes vivas o muertas siendo penetradas por hombres y algunas mujeres de muchos recursos que dejaban buen dinero por los servicios y discreción de Jaime. Mataba más de lo que Uriel requería, pero al ángel no le importaba y a Jaime le parecía que, ahí donde había fallado su endeudado padre, él había encontrado por fin el equilibrio.
Uriel estaba llegando a la garganta cuando escuchó vidrios romperse en la parte trasera de la clínica. Incómodo, sudado, con dificultades para respirar, se levantó con la intención de revisar, pero se detuvo ante el ruido de varios vidrios rotos llenando el ambiente desde el frontis de la clínica e incluso en uno de los cuartos del primer piso. Sorprendido, apuró el paso hacia el primer sonido y encontró una piedra que había roto la ventana; supuso que adolescentes maleantes estaban ensañándose con su clínica. Desactivó las alarmas de seguridad, hizo la llamada de comprobación para que nadie viniera y salió a la calle con sed de sangre, pidiéndole a Dios que la ramera se atrasara un poquito de forma que él tuviera tiempo de resolver cualquier crisis.
No alcanzó a salir. Las sillas de la sala de estar se cayeron solas, las medicinas en los consultorios comenzaron a estallar, las puertas de vidrio se rajaban sin que nadie las tocase y Uriel llenaba su mente de esos ruidos apócrifos que al principio le hacían sangrar los ojos. Tuvo que calmarse y procesar para entenderlo mejor. “Son las mujeres”, decía Uriel, pero eso no tenía sentido, el lugar estaba vacío. El ruido apócrifo se hizo más intenso, como un terremoto en su garganta, y el dolor lo doblegó por un rato, mientras más cosas se rompían a su alrededor. Cuando al fin pudo juntar algo de calma, ignorando las heridas de vidrio en sus palmas y en sus pies, comprendió a Uriel: “fantasmas”.
De repente su cuerpo esbelto y bien formado, aquel que trataba de mantener en forma para verse más como los arcángeles de las pinturas barrocas y del Renacimiento, comenzó a brillar. Se sintió más alto, más musculoso y aunque sus ojos parecían derretirse, ahora sus ojos podían ver el mundo en otros términos. En el cielo, en la tierra, en el aire, la energía fluía y emanaba de seres y objetos que Jaime Fernando Canales-Ramallo Dubrissi no podía terminar de procesar, por lo que eligió concentrarse en la multitud de mujeres fantasma que destruían su clínica en una orgía de furia y dolor. Con sus poderosos brazos las tomaba por el cuello y las absorbía, sonriendo al sentir sus esencias perderse del mundo, descubriendo que había más de una manera de eliminar a los humanos, incluso cuando ya estaban muertos.
La puerta se abrió de golpe y una humana con mohawk pelirrojo vestida de negro entró gritando:
—¡Sigue vivo! ¡El bastardo que las mató está ahí y las va a matar otra vez! ¡Otra vez, estúpidas pendejas! ¿Se dan cuenta? ¡Otra vez! La primera vez fueron víctimas, ¡ahora solo van a ser un montón de muertas pelotudas que no se pudieron vengar!
Las mujeres fantasma miraron a la humana del mohawk y algunas empezaron a llorar, otras rompieron más cosas, la gran mayoría de la enorme multitud que Uriel había consumido a lo largo de tres generaciones se congregó alrededor de Jaime e intentaron golpearlo, pero él no sentía nada. Su cuerpo era divino, un instrumento perfecto de Dios.
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Laura Laurent odiaba a los esbirros de Dios porque era imposible dañarlos, peor aún, matarlos. A diferencia de los demonios, no había magia o arte humana que pudiera con los ángeles. Salvo, curiosamente, los demonios. Por eso es que, en esa caprichosa guerra de egos entre Yahvé y Lucifer, los humanos que querían involucrarse tenían que vender su alma a algún demonio para ganar los poderes necesarios para dañar a los ángeles y los hombres de Dios tenían que someterse a los apetitos divinos para lastimar a los demonios.
Pero ella no estaba para anotarse en bandos extremistas de una guerra que a todo ángulo le parecía “pajera”. Su magia dependía de que fuera capaz de dañarlos sin vender su alma. Y aquella noche todo dependía de su capacidad de enojar a un grupo de mujeres que habían sido asesinadas por un hombre cristiano ejemplar de la sociedad paceña.
Mientras el doctor poseído por Uriel atacaba a las miríadas de fantasmas, corrió al cuarto frío y con profundo asco tomó un par de trozos. Estaban fríos, pesados, aparentemente bien conservados. Volvió al lugar de la pelea y, lentamente, con tranquilidad, empezó a emitir una nada estridente risa, tan suave que se perdía en los sonidos terribles de fantasmas siendo enviadas al olvido. Poco a poco, la estridencia subió, la risa se convirtió en una carcajada que ocupaba todos los rincones y se volvía gruesa hasta quedar tan deformada que era raro ver a una mujer emitiendo un sonido tan viril. Reprimiendo la pena por las asesinadas para seguir adelante con el plan trazado, escondiendo las lágrimas en los ojos, Laurent riéndose señaló a las mujeres muertas y lanzó cerca de ellas los trozos de carne.
Recién la rabia pudo más. Ofendidas por las carnes y el hechizo de las risas viriles, giraron las miradas hacia ese ente divino asesino e impune, sintieron como sus no-existencias se llenaban de veneno y entre todas se abrazaron furiosas, tratando de encontrar algún consuelo, pero conscientes de que se perdían en la impotencia de no poder castigar a un esbirro de Dios. De pronto se fueron fundiendo en una sola entidad oscura, una sombra enorme y viscosa en las que las memorias de sus violaciones y sus muertes bullían hasta convertirla en un dragón de plasma negro con ojos alargados del color de la sangre y garras imbuidas en fuego. La criatura apareció encogida, casi en posición fetal, pero pronto se incorporó y su gran tamaño destruyó parte del edificio, esparciendo caos y ruina en las casas circundantes. La dragona sacudió los escombros de su cuerpo, miró a su alrededor, olfateando, buscando al doctor poseído por Uriel; cuando lo detectó, se inclinó hacia delante con los músculos tensos, mostrando los filosos colmillos, lista para saltar. Atontada, recuperándose del estruendo, Laurent quería levantarse, pero se quedó mirando a la dragona. En su piel parecida a un líquido espeso nadaban serpientes, saltando como delfines de escama a escama y, a su alrededor, el aire se distorsionaba como espejismo del desierto.
Por un segundo, los tres se quedaron quietos contemplándose, hasta que el doctor comenzó a gritar angustiosamente y de su boca comenzó a emerger algo brillante. El dragón se paró sobre sus patas traseras para rugir y batir las alas, y Laurent, antes de que el viento la empujase contra los restos de una pared, pudo ver que dentro de la boca de la criatura de sombras había un montón de rostros con las bocas congeladas en un grito eterno, y que en el pecho del demonio recién nacido había un corazón expuesto y palpitante, más abajo, una vagina cubierta de espinas, y detrás, una cola llena de púas. De algún modo supo que el nombre de aquel demonio era La Furia.
Sin aliento y magullada, Laura recordó al ángel y cuando giró la cabeza se encontró de frente con una bola de cristal de superficie fractal que giraba sobre su propio eje, seis alas de energía emergían de sus costados y de la punta de cada ala colgaba un ojo como fruto de un árbol. Dentro de la esfera podían adivinarse trompetas doradas y, sostenidos en el nacimiento de las alas, colgaban trapos blancos con inscripciones en un tipo de runas que Laurent no conocía. La dragona saltó hacia la esfera, pero esta la rechazó con un brillo de luz del que la Matasueños pudo cubrir sus ojos a tiempo. Con un rugido en el que resonaban también gritos terriblemente humanos, La Furia estiró su largo cuello y atrapó a Uriel con una dentellada. El arcángel se retorcía en las fauces del nuevo demonio, La Furia intentaba dañar a Uriel con sus colmillos, pero el choque con la esfera fractal parecía no tener efecto y más bien sonaba como acero siendo martillado. Las alas del arcángel de pronto crecieron y comenzaron a devolver golpes con haces de luces que la dragona absorbía con su piel oscura. El dolor de ambas criaturas deformaba el ambiente y Laurent corría alrededor dibujando algo en el suelo con los ojos, la nariz y los oídos sangrando.
Uriel se agigantó y trató de envolver a La Furia para sofocarla con su brillo, cuando del cuerpo sombrío de la criatura comenzaron a salir un montón de delgados brazos que arrancaban trozos de las alas del arcángel. Nunca había sentido dolor, pero ahora dolor era lo único que conocía. No había podido alimentarse aquella noche y lo lamentaba ahora que estaba frente a esa sombra conformada por sabores tan familiares que lo habían mantenido divino hasta aquel día. Ningún soldado de Dios podía vivir sin consumir carne humana, pero ningún soldado de Dios jamás había visto a los humanos responder de esta manera. Cuando sintió que La Furia comenzaba a comérselo, trató de mandar un mensaje a Yahvé para que estuviera prevenido.
Vomitando, presa de violentos temblores, Laura Laurent se cercioró de que la criatura se comía a Uriel y canalizó la energía vital de plantas, fantasmas, fenómenos naturales y estrellas para apresar momentáneamente al nuevo demonio y atarlo a las entrañas del malherido Uriel a través de esa herida que solo un demonio podía causar en un ser divino. Lentamente la enorme sombra salvaje fue insertada en las inefables entrañas del arcángel hasta que en las ruinas de la clínica solo quedaron Laura y Uriel.
El arcángel se arrastró por el suelo, valiéndose de las alas, hasta llegar a una sudada y agotada Laurent. Ya cerca de ella, comenzó a vibrar y a moverse erráticamente, generando un furioso sonido de rocas siendo trituradas y llantos de bebés distorsionados.
—Oh, cállate, llorón… Tú y yo sabemos que no hay nada divino en lo que haces.
Uriel vibró. No podía permitir que la humana lo retara de aquella manera.
—Sí, bueno. Quéjate a Dios. Tú y yo sabemos que, aunque se ofenda, mientras no afecte su guerra de quién la tiene más grande con Lucifer, nada de lo que pase le importa.
Uriel vibró. No debía dejar pasar la manera en que había sido deshonrado.
—No estás deshonrado. Aunque —la mujer del mohawk se echó en el suelo y comenzó a reírse a carcajadas, diferentes a las que había dirigido a la sombra, de alguna forma era una risa llena de armonías y hasta contagiosa que despertó la ira de Uriel—… pues, ahora que lo pienso, tienes razón. Eres un poderoso e inmortal arcángel que tiene un demonio dentro. Y lo peor de todo es que estás herido. Obvio, no te vas a morir, pero vas a tener que ir con tu amo y sus esbirros para curarte. Yo me rio de ti, pero ellos lo harán el triple cuando se den cuenta de lo que llevas dentro. ¿Me pregunto qué te harán?
Uriel vibró. No quería que la humana se diera cuenta de aquello que ahora sentía.
—En todo caso, no me importa. Odio a los ángeles y los arcángeles y serafines y todos esos mierdas que viven obsesionados con la guerra de Dios. No solo sirven voluntariamente a un tipo que no los necesita para sus batallas, sino que además son hipócritas. A los demonios les gusta el alma, a ustedes la carne, pero al menos los diablitos son honestos en su animosidad a los humanos, ustedes la disfrazan y se los comen en secreto. ¡Ja! ¡Como si no lo supiéramos los que no vivimos en un mundo de ciegos!
Uriel vibró. Tenía que marcharse. La humana estaba dejándose llevar por la rabia y ya había comprobado que no era buena idea estar al otro lado.
—Se creen más porque un día convencieron al humano correcto y con un poco de marketing lograron que un montón de imbéciles perpetuaran una religión. Y todo para seguir comiéndoselos, en secreto, con vergüenza, negando el placer que sienten por el saborcito de la carne humana en lo que sea que tengan ustedes en lugar de boca…
No escuchó más. Debilitado, adolorido, con la sensación de estar digiriendo excrementos, Uriel logró escapar a lado de Dios.
Laurent no se quedó a ver cómo la criatura desaparecía. Se levantó de un salto y puso manos a la obra, consciente de que pronto escucharía las sirenas de policías y ambulancias apresurándose a las ruinas de la clínica estética Canales-Ramallo.
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Era sábado, pero doña Irma igual despertó a las cinco de la mañana, porque no había forma de decirle a su cerebro que los fines de semana no tenía que trabajar.
Salió de la cama con el ímpetu habitual, pero un mareo la devolvió entre las sábanas. No era grave, no iba a vomitar, pero sí se sintió feble y cansada como nunca antes se había sentido. Después de ochenta y ocho años caminando por la Tierra, parecía ser que esa mañana por fin le había llegado la vejez.
Por una hora se quedó acostada en la cama mirando el techo y contemplando su vida. Siempre resignada a no ser nada, hoy por hoy se sentía orgullosa de haber ayudado de alguna forma no solo a un instrumento de Dios, sino a dos. Desde la primera vez que una hostia sacralizada había ingresado en su cuerpo, aquella mujer supo que su destino era servir al Señor. Solo entendió que la vida había conspirado para prevenir que se hiciera monja cuando conoció al doctor Jaime Canales-Ramallo Senior. “Dios obra de maneras misteriosas”.
Al fin se pudo parar y se sirvió una tacita de mate. Los colores ocres de su hogar camuflaban los muebles de madera y sus hijos insistían en que eso podía ser peligroso. Nunca antes se había sentido vieja, así que los ignoraba, pero aquella ocasión supo que debía empezar a considerarlo y, peor aún, supo también que lo decente y lo más difícil sería comunicárselo a su doctor.
Una sola lágrima cayó por su rostro arrugado. La siguiente se detuvo cuando la llenó la esperanza. Quizás el arcángel accedería a ayudarla…
Se rio de sus esperanzas locas, y el sonido de sus carcajadas en el hogar vacío la hizo sentirse sola. Faltaban horas para que sus hijos vinieran con sus familias para cocinar la carne que le había regalado el doctor, por lo que decidió prender la radio para ver si el ruido la ayudaba a dejar de sentir que se cerraba su garganta.
Música de jóvenes, programas ensalzando la superficialidad. Doña Irma buscaba alguna sintonía cristiana cuando pasó por un noticiero. Su oído distinguió las palabras “Canales-Ramallo” y, de inmediato, regresó el dial.
Era el principio del fin del mundo. Eran disparos de un pelotón frente suyo. Era sentirse ingrediente en la marmita de una vieja y malévola bruja. Prendió la tele, buscó, encontró, presenció imágenes que resumían algo absurdo y denso, pero muy real.
¿Qué decían? La clínica había estallado (“pero yo la dejé inmaculada”), al parecer varias garrafas (“¡mentiras!), el doctor escondía demasiados oscuros secretos (“él era un sol, ¿entienden? ¡Un sol!”); milagrosamente conservadas en la explosión, encontraron cintas y celulares que revelaban que el doctor Jaime Fernando Canales-Ramallo violaba a sus pacientes anestesiadas, las asesinaba y luego se las comía (“¡Necio! ¡Él solo cumplía con la voluntad de Dios!”). La policía no descartaba complicidad de sus colegas y familiares y habían abierto una investigación para llegar al fondo del caso. El doctor, herido en la garganta durante la explosión, se encontraba estable en el hospital a la espera de ser dado de alta para entrar en detención preventiva hasta que sanase y pudiera declarar. Su esposa se había dado a la fuga y sus tres hijos habían pasado a la protección del Estado, a la espera del juicio del doctor (“¡Esa madre desnaturalizada! ¡Esos pobres angelitos de Dios!”).
Doña Irma apagó la televisión y comenzó a gritar. Su voz débil apenas hacía ruido, peor aún cuando quedaba atragantada por sus sollozos de absoluta miseria. Afuera el sol brillaba pese a un cúmulo de nubes entre las que la luz se filtraba como coladera y salía en forma de haces divinos, mientras que para ella el mundo era ahora un lugar salvaje y sórdido donde abundaría el desasosiego y las voluntades pútridas.
Pero entonces recordó que el doctor seguía vivo, que tal vez esta era una prueba de Dios, que el arcángel seguro los salvaría. Por un instante se permitió recuperar la felicidad y quiso apresurarse de vuelta a su alcoba para vestirse y visitar a su doctor, gritarle al mundo que ese era un hombre bueno y pío, una víctima de una furia injusta que algún demonio quería achacarle.
Apurada, corriendo con pasitos cortos y jadeos ásperos, la vejez volvió a traicionarla y la hizo confundir uno de los muebles ocre con el suelo y la pared. El golpe en la pierna la hizo gruñir y tropezar, su caída le rompió las caderas y desde el suelo, en silencio, sin esperanzas, con el alma quebrada, rompió a llorar.