Lobo, lobito, ¿dónde estás durmiendo?

Leaño Martinet despierta en Olsztyn y enfrenta el frío invernal mientras camina a la estación. Intenta distraerse con conversaciones imaginarias, pero solo recuerda a su tío Javier, un hombre obsesionado con la Segunda Guerra Mundial.
Editado por : Adrián Nieve

Desperté a eso de las 5 de la mañana del 2 de enero en Olsztyn, una ciudad de la región de Masuria, en Polonia. Toda esta zona es conocida por sus dos mil lagos, aunque ese número me parece bastante exagerado. No puedo discutir al respecto, pues nunca entendí la diferencia entre un lago, una laguna, una lagunilla, un estanque, un charco o cuanta palabra se nos haya ocurrido como humanidad para describir el agua que no se filtra bajo tierra.

Admito que el invierno polaco no tiene nada que envidiarle a la Antártida; llevo encima como cuatro capas de ropa de todo tipo—polietileno, poliéster, lana y polar—y ninguna parece funcionar contra este viento que ataca con fuerza. El sol no va a salir hasta las 9 o 10 de la mañana, así que mi cuerpo debe acostumbrarse a la oscuridad. Comienzo a caminar hacia la estación de trenes y decido distraerme inventando conversaciones en voz alta, es decir: hablo solo. Cuando era más joven, podía imaginar charlas con líderes mundiales de la talla de Merkel o Thatcher; a veces conversaba con grandes nombres de la literatura como Borges o Camus. Pero ahora solo puedo charlar conmigo mismo o con algunos parientes y amigos.

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Fotografía: Leaño Martinet

En esta ocasión apareció mi tío Javier. Le pregunté por qué sus amigos lo llamaban “Lobo”. Era un apodo extraño, porque él era un tipo ameno, tierno y tranquilo; de hecho, creo que nunca lo vi renegar. Siempre buscaba la forma de solucionar las situaciones más incómodas con un chiste.

No obtuve ninguna respuesta suya. Algo extraño pasaba ese día: mi imaginación estaba en la lona. Comencé a recordarlo intensamente, sobre todo en nuestras pequeñas charlas. Era curioso que uno de sus temas principales de conversación fuera la Segunda Guerra Mundial. Vivía fascinado por los nombres de los generales, las batallas, los encuentros y las infinitas anécdotas de ese período. Le encantaba ver documentales y comprar enciclopedias enteras para conocer el día a día de ese conflicto.

Salgo un poco de mi letargo ya que finalmente llego a la estación de trenes, que está en trabajos de modernización. Es increíble cómo Polonia ha sabido aprovechar los fondos europeos. Un país que estaba en la devastación total y en el comunismo de tierra adentro, rápidamente se convirtió en una potencia actual.

Con las obras en curso y lo oscuro de la zona, los buseros tuvieron que improvisar una terminal en el parqueo. Mi destino es Kętrzyn, un pueblo de menos de 30 mil habitantes al que, en estos días, solo se puede llegar en auto. La zona no es realmente turística, así que tengo que arreglármelas pagando todo en efectivo y tratando de comunicarme con mi torpe polaco.

Una vez acomodado en el pequeño bus, traté de recuperar algo de sueño, pero la gente subía y bajaba mientras el conductor estaba a los gritos con su esposa en el teléfono. Entre todo eso, volvió la imagen de mi tío. Nuevamente apareció el Lobo en mi cabeza, y lo imaginé en sus últimos momentos de vida. Lo poco que sé es que murió en su cama mientras dormía. Parece que fue un paro cardíaco y su hermano lo encontró días después. Claro, la muerte siempre es una tragedia, pero irse en un sueño es quizá una de las formas más tiernas de dejar esta vida, pues no hay dolor. A veces me pregunto si su alma sigue perdida en ese sueño, divagando en el éter al que nos dirigimos al dormir.

Finalmente llegamos a Kętrzyn y comenzó a llover. Al principio unas cuantas gotas, luego vino una tormenta que duró un par de minutos. Por suerte, pude esconderme en una tienda de flores. La dueña me miró sorprendida y, tras un instante, comprendió.

—Tú quieres ir a la guarida del lobo, ¿no? —dijo sin titubear.

La sorpresa fue mía. Respondí que sí, pero que no sabía exactamente cómo llegar. Se suponía que debía encontrar otro bus local que pasara por esa calle, pero estaba perdido. Ella me explicó que el próximo bus pasaría recién en un par de horas y que, aun así, tendría que caminar unos buenos veinte minutos.
—No te preocupes, llamaré un taxi para ti —dijo, y así fue.

El taxista estaba emocionado de conocer al primer boliviano de su vida. Me contó que en el pueblo vivía una chica latina y se sintió avergonzado por no saber dónde exactamente estaba mi país en el mapa. Yo, por mi parte, me sentí orgulloso de contarle macanas sobre Bolivia: que el reloj de nuestra plaza principal está al revés, que distinguimos las piedras como masculinas o femeninas, que mascamos unas hojas que nos dan superpoderes, que en la altura la pelota no dobla (es decir que al patearla, sigue una trayectoria rectilínea) y que desde la Luna, Neil Armstrong pudo ver mi antigua casa cerca del Salar de Uyuni. Él, en cambio, no paraba de hablar de comida: de quesos, pierogis, del delicioso pescado marinado en cebolla y, sobre todo, de la forma correcta de tomar un buen vodka.

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Fotografía: Leaño Martinet

A unos tres minutos del destino final, cortamos la conversación. Me empecé a asustar un poco. Por primera vez en todo el viaje, noté que no sabía qué estaba haciendo ni por qué estaba ahí. En la ruta se veían regados pedazos de tanques y aviones. Sentí congoja; realmente no tenía un motivo claro para haber llegado a ese lugar. Ya en la entrada, le pedí el número al taxista y le dije que estuviera atento porque tal vez necesitaría su ayuda. Me respondió que lo llamara antes de las tres de la tarde porque después tenía que viajar a no sé dónde. Nos saludamos cortésmente y se fue.

Pensé que el lugar estaba cerrado, pues no había nadie más que yo. Caminando un poco, encontré a un joven cadete que me miró con ganas de entablar conversación, pero al final se hundió en la timidez de su rango. Revisó mi mochila y me dejó pasar.

La neblina y el tedioso marrón del bosque no dejaban ver bien la situación. Después de unos diez minutos a pie por senderos entre los árboles, escuché ramas caer. Me sentí aliviado, pensando que ya estaba llegando a mi destino, pero no; era un alce que se había quedado atascado y, al sentirme, escapó. Pude divisar una reja metálica y comprendí de que (al igual que el alce) estaba del otro lado del complejo. Para evitar el retorno, decidí saltar sobre la muralla metálica.

A mi edad, esas acrobacias se deben realizar de forma lenta y delicada. Claro que eso lo aprendí cuando me caí. Al levantarme, busqué un lugar donde sentarme para descansar la pierna malherida. Mientras estaba ahí, frotándome las manos para calentarme, sentí la neblina disiparse y dar paso a una tenue luz solar. Entonces se reveló frente a mí la estructura más grande y extraña que había visto en un bosque. Era como un bloque de piedra gigantesco y perfectamente cuadrado; un hueco rectangular y tres graditas daban la idea de una puerta. El moho que invadía toda la estructura daba la impresión de que estaba viva, de que era parte del bosque.

Fue la primera vez en todo el viaje que me di cuenta de dónde estaba realmente. La luz comenzó a iluminar el resto de los búnkeres; aparecían uno tras otro, algunos majestuosos, otros en completas ruinas. Estaban ahí, tan escondidos como hace tantos años. Entendí la verdadera magnitud de la Guarida del Lobo, ese complejo militar donde Hitler pasó gran parte de la guerra, oculto en medio de la nada, en un lugar al que solo se podía llegar por una tímida línea de tren y una diminuta pista aérea. Ese lugar desde el que se coordinaban los movimientos de las tropas alemanas, donde firmaba papeles que se convertían en barbaridades y donde preparaba rabiosos discursos para alentar a sus más fieles seguidores.

Era muy extraño estar completamente solo en ese sitio. A ratos podía sentir el eco de las botas militares, de los autos, de su líder paseando a su perro o trotando. Recordé haber leído que cuando los nazis abandonaron el lugar intentaron destruirlo, pero destruir un búnker no es tarea fácil. Se nota que en varios edificios se contentaron con quemar el interior y nada más. Otros dicen que fueron los rusos quienes quisieron destruirlo cuando lo encontraron, pero al final lo olvidaron y se focalizaron en lo que sucedía en los campos de concentración.

En este lugar se dieron los primeros y últimos pasos de la famosa Operación Valquiria, que tenía como objetivo tomar el control del gobierno y el ejército nazis. Un grupo de militares alemanes intentó derrocar a Hitler y el plan comenzaba con liquidarlo. Uno de ellos colocó una bomba escondida en una maleta cerca del líder y luego inventó una excusa para irse. El explosivo funcionó, pero la pata de la mesa y otros altos mandos se llevaron la peor parte. Para desgracia del planeta, Adolf sobrevivió, y parece que su odio se elevó al máximo después de ese evento. De todo ese episodio solo quedan un par de fierros corroídos y los cimientos del lugar.

Mientras más me adentraba en el complejo, más comenzaba a sentir la soledad y el miedo. De repente, comenzó a llover y tuve que refugiarme en uno de los pasadizos, donde algunos murciélagos empezaron a moverse. En las paredes se podían ver fotos de gente muy limpia, muy blanca y bien parada, con botas hasta las rodillas, semblantes imponentes y apellidos impronunciables. Viéndolas más de cerca, se notaba la falsedad en sus rostros. Los militares me parecen tan extraños; no entiendo cómo pueden encontrar bienestar en ese mundo de orden y reglas.

La lluvia paró un poco y pude escapar, pero no duró mucho y llegó la nieve. No quise volver a entrar a ningún búnker, así que me paré bajo el árbol más grande y me puse a esperar, esperar y esperar. Después de unos veinte minutos, ya todo estaba blanco. La zona de terror desapareció bajo un manto helado. Hice lo que mi instinto me dijo: armé tantas bolas de nieve como pude y comencé a lanzarlas por todos lados. Me mataba de risa cuando alguna llegaba a una puerta o cuando le atinaba a uno de los fierros. Creo que necesitaba expresar alegría de alguna forma rudimentaria, para no hundirme en la profunda tristeza.

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Fotografía: Leaño Martinet

Cuando entré en razón, me di cuenta de que estaba completamente mojado y necesitaba ir a un hotel para cambiarme. Llamé al taxista y le envié mi ubicación para que me recogiera. Por alguna razón, no quise salir por la puerta principal. No sé, realmente no lo sé. 
—¿Estás en plena carretera?—, preguntó extrañado. —Sí, en unos cinco minutos salto el muro y nos vemos ahí—, respondí.

En el camino de vuelta, me dijo que, si quería, podía llevarme a visitar otra zona donde había muchos más búnkeres sin destruir, o que podía llevarme a un castillo o a un museo nuevo donde podría subirme a unos tanques. Le comenté que me gustaba mucho su pueblo, pero que ya había tenido mi dosis.

—Te entiendo, a mí también me aburre un poco esto de la historia, pero mira, trae a gente como vos y nos da algo de trabajo —dijo para complacerme. Le conté un poco cómo me sentía después de visitar la guarida y que mi deseo era irme de la zona. Él me preguntó si no quería visitar Gdańsk, una de las ciudades más lindas de Polonia, ya que debía asistir a un matrimonio allí: ese fin de semana se casaba su hija mayor.

Acepté, y las siguientes tres horas las pasé nuevamente hablando tonterías sobre Bolivia, mientras él seguía con su discurso sobre las delicias de cada región polaca. Me dio un poco de pena despedirme, pues era un tipo genial y sabía que lo más probable era que no lo volvería a ver nunca más.

Ya en el centro de Gdańsk, me derrumbé en lágrimas pues me percaté, que ese día, el alma del Lobo se había convertido en la de un amable taxista al que, una vez más, tampoco pude decir adiós como es debido; es decir, con un fuerte y sentido abrazo.

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