Lágrimas de cocodrilo

¿Qué tan común es el maltrato animal? Adrián Nieve nos trae esta espeluznante crónica acerca el maltrato a una perrita llamada Nairobi e incluye un muy útil test para que las y los lectores determinen si están listos para adoptar un perro.
Editado por : Fernanda Verdesoto Ardaya

Se paró delante mío y empezó con su relato: “Estoy tan afligido, estoy tan solo, la casa no es la misma desde que se murió la perrita” y fue en ese punto que sus ojos comenzaron a brillar bajo la luz del sol de media mañana. Dos sendos lagrimones, uno por ojo, se asomaron hacia sus mejillas y poco me faltó para decirle que contadas veces en mi vida había visto tanto talento para sacar a relucir las lágrimas de cocodrilo.

Pero me mordí el labio, me quedé callado, le dije un par de cortesías a Cocodrilo y me alejé. “No hay peor sordo que el que no quiere oír”, dicen, pero en este caso también podría decirse que no es que esta persona no quiera oír, sino que es incapaz de hacerlo. No, no está sordo, no hay impedimentos físicos, tampoco lesiones cognitivas, lo que hay es una infancia en la que papá y mamá le daban todo lo que quería con tal de que no haga berrinche. Repite eso a lo largo de muchos años y lo que resulta es un hombre de más de 60 años tratando de forzar las lágrimas para que la gente le tenga pena.

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“Pero, ¿qué tiene? Un poco de empatía, ¿no?”, dirá algún comedido por ahí, “por algo Cocodrilo quiere atención, quizás su pena es real. Se le acaba de morir la perrita y cuando a mí se me murió mi perr…”. Sí, bueno, la empatía no es ajena al contexto y a Cocodrilo no se le murió la perrita, sino que después de años de maltratarla, cuando la vejez la hizo inconveniente, decidió sacrificarla y ordeñar simpatía de conocidos y desconocidos con la historia de su “muerte repentina”. 

Se llamaba Nairobi y la conocí cuando era todavía una cachorra mestiza, de patas gruesas, orejas peludas y torpemente juguetona. Ya en ese entonces le tenía recelos a Cocodrilo pues sabía de su historia familiar y que, desde que habían muerto sus padres, ahora vivía como recluso en la casa que antes había compartido con ellos. De pronto, al eterno niño sexagenario le tocaba vivir solo, sin una madre anciana a la que —en vida— gritaba y exigía cosas y un padre al que ahora idealizaba, pero que en su momento también trataba como los funcionarios públicos que odian al público te tratan durante un trámite urgente. La juguetona Nairobi entraba a su vida como una suerte de consuelo, un paliativo para su soledad: nadie en su sano juicio pensaría en emparejarse con Cocodrilo, además que en su paso por el mundo no había dejado hijos, exceptuando aquellos que no había reconocido cuando era muy joven y —quién sabe cómo— preñó a una o dos muchachas. Ahora, con los padres muertos y los hermanos demasiado ocupados en evitar tener que ocuparse del hermano mimado, Cocodrilo enfrentaba la perspectiva de llenar su soledad con una perrita de compañía.

Por suerte no lo vi más durante varios años, ni siquiera me lo crucé por la calle cuando pasaba frente a su casa, pero siempre me acordaba de Nairobi, de sus cabriolas, de la torpeza con la que subía corriendo de la planta baja a los cuartos de arriba, de cómo se abalanzaba por el pequeño patio desfogando su energía, para terminar en la cocina rogando para que Cocodrilo le diera un pedazo de pan. A lo largo de ese tiempo, cuando me ganaba la curiosidad, tocaba la puerta de la vecina de Cocodrilo, esa que de vez en cuando le lanzaba huesitos a Nairobi desde su balcón, y le preguntaba cómo estaba la perrita y esta siempre lanzaba un suspiro y decía que ya no la veía mucho por el patio. 

Y confieso que me conformé con eso. No quería tener que lidiar con Cocodrilo, ni con sus nefastos hermanos, no quería tener nada que ver con ellos y, siendo bien honesto, hasta ese encuentro en el que derramó sus lágrimas de cocodrilo, no tuve nunca que hablar con él. Tanto así que esa vez que quiso hablarme de la muerte de la perrita, antes de seguir oliendo la humedad de sus lágrimas falsas, me despedí y fui a la casa de al lado.  

Esto sucedió a fines del 2024: toqué la puerta de la vecina, hice la típica charla de cortesía y al fin hice la pregunta acerca de Nairobi. La vecina me miró con el rostro afectado y un sonoro suspiro que despertó mi curiosidad. Resulta que después de meses de extrañarla correteando por el patio, la vecina intrigada había tocado el timbre de Cocodrilo para visitarlo y ver cómo estaba el animal. “Cuando entré”, me dijo con los labios secos y la mirada perdida, “lo primero que noté fue que todo en la planta baja estaba reluciente de nuevo: sillones, cocina, comedor, todo de reciente estreno”, como si los hermanos hubieran tomado el ejemplo de los padres y siguieran callando los caprichos de Cocodrilo con regalitos materiales, “pero, eso sí, en cada esquina podían verse partes roídas, como si la perrita hubiera tenido la necesidad de desgastar sus dientecitos mordiendo yeso”.

La mujer enfocó su vista en mí, notó que escuchaba atento y resignada prosiguió. El cielo celeste sin nubes daba paso a un sol inclemente. Una fina capa de sudor delataba mi poca costumbre al calor.

“Me invitó un tecito que yo tuve que preparar desde el agua y la mesa y se la pasó despotricando contra sus hermanos. ‘Estos cabrones, huevones, pelotudos, ¿por qué no me dejan en paz? Esta es mi casa y se la quieren agarrar, a mí me quieren sacar tostando porque son unos mierdas’, me decía y yo le repetía que sea firme, que sea paciente, que no se deje sacar”. Pero después de un rato el despotricamiento se hizo repetitivo y la vecina aprovechó un silencio para preguntar por Nairobi, que estaba durmiendo arriba. 

“Cuando subí, era otra la historia”, dijo la vecina, visiblemente perturbada, “por doquier había periódicos pegados al suelo, como si ya fueran una especie de tapiz permanente y recién ahí comprendí el olor. Ni bien entré lo sentí, un olor áspero y ácido, y eso que yo soy dura de olfato, pero cuando subí se hizo de pronto insoportable. Eran periódicos viejos, muchos tenían cacas secas todavía posadas encima, la mayoría parecían estar cubriendo otros periódicos, como si la solución a ver caca fuera simplemente cubrirla”, prosiguió la vecina con el ceño fruncido y las manos crispadas, “y además de cacas, había panes duros por todas partes y esos plastoformos en los que venden hamburguesas”.

Haciendo volteretas para no pisar los excrementos, la vecina fue conducida hacia un cuarto al fondo, donde recordó que solía dormir la mamá de Cocodrilo. “Cuando abrió la puerta del cuarto de la señora, casi me desmayo por la impresión”. Era un olor amargo y agudo, casi filoso, una mezcla de vinagre e inodoro descompuesto. “Cuando me recuperé, don Cocodrilo me señaló a la cama donde antes dormía su mamá y ahí estaba la perrita, redonda, gordísima, incapaz de moverse, sus uñas estaban largas, laaargas, de perezoso… y el pelaje también, encima enredado”, como si además de haberse acumulado a lo largo de los años de descuido, se hubieran ido cementando los nudos con el pis y la materia fecal de la perrita que estaba tan obesa que no podía bajar y subir sola de la cama.

Horrorizada, la vecina no pudo más con la diplomacia e ignorando a Cocodrilo le hizo un par de caricias a Nairobi, obviando los plásticos masticados, los periódicos hechos engrudo y las chompas y almohadas con que Cocodrilo había rodeado al animal de quien él era responsable. La perrita la reconoció como la amable mujer que le lanzaba huesos, algunos con mucha carne, otros con no tanta, pero igual todo bienvenidísimo en medio de una dieta que se limitaba a pan, mantequilla y grasosas hamburguesas de cinco bolivianos con sus respectivas papas, los únicos alimentos que su guardián le procuraba.

“Tuve que tratarlo como a niño hasta convencerlo de que había que bañar a la perrita” y para eso llamó a una amiga veterinaria que se apresuró al lugar. Entre ambas despejaron un poco el cuarto y tuvieron que ponerle un bozal a Nairobi porque le gruñía a la doctora y ninguna de las dos podía soportar a Cocodrilo acercándose a la perrita e intimidándola con su mera presencia, como si en la soledad, en la intimidad, su poca tolerancia a la frustración se tradujera en ataques de ira y golpes de los que Nairobi no podía escapar por lo gorda que estaba. “Se encogía, cerraba los ojitos cuando él se acercaba”.

“Al final tuvimos que cargar a la perrita hasta la ducha donde la doctora la bañó mientras la revisaba y se cercioraba de que estuviera más o menos sana. Yo, mientras tanto, cargué el colchón hasta el patio donde lo limpié a manguerazos”. De pronto tímida, la vecina suprime un escalofrío y se hace rogar para contar qué la había puesto así: al remover los periódicos rancios, los restos de comida, la basura en general, de varios recovecos salieron un montón de ratones. Días después se enteraría de que un albañil terminó cubriendo más de 17 huecos de roedor repartidos en la casa y por varias semanas ella no se pudo quitar de la cabeza la pesadilla de los ratones devorándose a Nairobi.   

Después de la ducha, la perrita caminó por el piso ya limpio. El tac-tac-tac de sus uñotas resonó después de mucho tiempo en la casa y, muy agradecida, se acercó a la vecina y se dejó acariciar. Cuando yo la conocí, aquel gesto habría sido torpe y enérgico, una carrera imprudente y una felicidad parecida a convulsiones por recibir un par de caricias. Según lo que me contó la vecina, aquella pequeña caminata de Nairobi de la puerta del baño donde acababan de secarla hasta la vecina evidenció que, además del sobrepeso, la edad le pesaba. Sin paseos, sin una dieta sana, sin cariño, solo miedo, era un milagro que Nairobi siguiera viva. “Al menos eso dijo la doctora”.

Un mes después, sonó el timbre de la casa de la vecina. Era Cocodrilo, con sus ojos brillantes de lagrimones, y un puchero patético con el que pidió a la vecina dinero para pagarle a un jornalero que cavara un agujero en su jardín. “Y de inmediato entendí que había decidido sacrificarla. Pero no dije nada, porque no era mi perrita, no me podía meter. Me consolé diciendo que sí estaba viejita y con la salud destrozada después de tanto descuido, pero no estaba tan viejita, no estaba más allá de la salvación y no se me ocurrió que podía decirle que yo la adoptaba hasta mucho después”. Más sudor chorrea de mis sienes hacia mi cuello, el sol está cada vez más intenso y en el rostro triste de la vecina no hay lágrimas. Su tristeza no las necesita para ser expresada. 

La despachó la misma doctora que un mes antes se había alegrado un montón de haberla podido bañar, de escuchar el tac-tac-tac de sus garritas sobre el piso de la casa. Muchos pueden tratar de detestarla, pero serían necios. La doctora hizo su trabajo. La doctora sabe que el maltrato hacia los perros en Bolivia es algo más que común, es una problemática que afecta a la gran mayoría de los 2.938.458 perros que hay en el país (según el Ministerio de Salud en 2024). La doctora sabe que la mayoría de las personas se toman a la ligera esto de ser “dueños” de un perro y una gran parte de estos tienen la irresponsable práctica de mantenerlos "semidomiciliados": es decir, que tienen “dueño” y hogar, pero pasan gran parte del tiempo en las calles. 

No solo eso. La doctora sabe que solo en 2023 hubo más de 1.400 casos de maltrato animal en todo el país. Quizás muchos más en 2024. Y lo peor es que sabe que los maltratadores no son solo la gente vieja que insiste en ver a los perros como objetos, como “cuidadores de la casa”, o gente como los más de 87 biocidas que en 2023 no recibieron sentencia alguna; esos son los casos graves, ella lo sabe. Lo que no dice, porque no sabe cómo, es que hay otras formas de maltrato que pasan desde aquellos que miman demasiado a sus mascotas creyendo que el amor es hacerle a un animal lo que los padres de Cocodrilo le hicieron a su hijo, y otros que abandonan a su mascota porque “no se habían dado cuenta de lo difícil que es”.

“Más que dueños, somos sus guardianes”, me dice la doctora cuando la visito y le pregunto cómo fueron los últimos momentos de Nairobi. Pero en lugar de darle gusto a mi morbo, ella corta por lo sano y me dice que haga algo más que solo lamentarme. “A mí me gustaría que más gente se dé cuenta que ser el guardián de un perrito o de un gatito no es sencillo, no es juguete para un niño, es una responsabilidad enorme que tenemos que saber asumir”. Y yo asiento con la imagen de Cocodrilo llorando por Nairobi en la tienda de la esquina, alegando que necesita que le fíen unas cervezas porque se gastó todo lo que tenía en pagar el entierro de su perrita. Entonces me gana la rabia y le pregunto a la doctora cómo evitar que más gente cretina como Cocodrilo termine adoptando un perro por todas las razones incorrectas y es ahí que me hace una serie de preguntas que se debería obligatoriamente hacer a toda persona que quiera adoptar o comprar un perro como requisito para proceder. Acá abajo se las dejo para que se las hagan la próxima que se antojen hacerse responsables de la vida de un perrito.  

TEST: ¿Puedo tener un perro? (Cada respuesta positiva suma 1 punto)

  1. Vivo en un lugar donde se permite tener perros.
  2. Tengo suficiente espacio para el tipo de perro que quiero adoptar (no es lo mismo un chihuahua que un husky).
  3. Mi casa es segura y no hay peligros para un perro (cables sueltos, productos tóxicos al alcance, etcétera).
  4. Puedo dedicarle a mi perrito al menos 2 horas al día para paseos, juego y entrenamiento.
  5. Estoy dispuesto a educarlo con paciencia y constancia (sin golpes ni gritando órdenes esperando que obedezca).
  6. Estoy consciente de que un perro puede vivir entre 10 y 20 años, y estoy preparado para cuidarlo y quererlo en la totalidad de ese tiempo.
  7. Puedo pagar comida de calidad (no solo croquetas, también vegetales y carne), vacunas, veterinario y cuidados básicos.
  8. Tengo un fondo de emergencia para imprevistos de salud (las cirugías y tratamientos pueden ser caros).
  9. Mi rutina diaria permite que el perro no pase muchas horas solo.
  10. Estoy preparado para salir a pasear con él todos los días, sin importar el clima.
  11. Tengo energía para jugar y socializar con él (los perros no son solo decoración).
  12. Estoy dispuesto a recoger sus heces de la calle con una bolsa.
  13. Nadie en casa es alérgico o tiene problemas de salud que lo impidan.
  14. Estoy dispuesto a esterilizar/castrar al perro para evitar problemas de salud y sobrepoblación.
  15. Entiendo que los perros también necesitan visitas regulares al veterinario.
  16. He investigado qué raza o tipo de perro se adapta mejor a mi estilo de vida.
  17. Si quiero adoptar, estoy dispuesto a conocer la personalidad del perro antes de tomar una decisión.

RESULTADOS

  • Menos de 10 puntos: No es el momento, mejor espera o prepárate más.
  • De 10 a 14 puntos: Puede que estés listo, pero necesitas mejorar y pensar mejor algunos aspectos.
  • 15 o más puntos: ¡Felicidades! Estás en buena posición para ser un guardián responsable. ¡Corre a adoptar un perro de algún albergue!

No es mucho, pero de algo servirá.

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