Tarántula
a Miguel Toledo
y Sergio Pérez
Si estuve en la avenida Uruguay ese día, hace casi dos años, fue porque necesitaba un celular nuevo, solo por eso. Fui preparado para cualquier complicación menor que pudiera surgir, como encontrar cerrado el local en el que había comprado el equipo que tenía en ese entonces; o tardar más de lo previsto en escoger un solo celular entre tantas ofertas; no sé, ese tipo de complicaciones, pero nunca hubiera podido prepararme para lo que iba a suceder.

Era sábado en la mañana. Estacioné el auto al frente de los locales de venta de celulares y me bajé sin esperar a Claudia. Mi reloj marcaba las 9:00, pero todavía era poca la gente que estaba caminando por la zona. Crucé a pie hasta la jardinera que todavía hoy separa la vía de ida y la de vuelta, mi corteja cerró con fuerza la puerta del copiloto –escuché las gomas amortiguadoras absorbiendo el golpe–. Adelante, en la entrada del local de la esquina Uruguay y Quijarro, había un pelau que miraba de brazos cruzados hacia la avenida. No tenía ni veinte años; atlético, rubio y crespo. Me miró cuando cruzaba hacia la acera de su tienda, pero después se quedó mirando atrás de mí, a mi corteja, y se llenó de ganas –se le avivaron los ojos y, en un impulso infantil, se estiró la polera hasta la ingle y brotó pecho–. Al principio pensé en entrar a su local para mandarme la parte –la verdad es que mi corteja era llamativa, de esas mujeres que en verano, si no están en horario de oficina, se divorcian de la ropa y caminan por la calle con casi nada–, pero preferí buscar el local en el que había comprado mi celular dos años atrás.
Cuando iba caminando por la Uruguay, hacia la Campero, seguro ya de que Claudia me seguía, me sorprendió un grito: «¡Venga acá ese dulce!».
«¡Mierda!», pensé. «¡No puede ser tan pelotudo!». Pero cuando me di vuelta descubrí que el que le gritaba a Claudia no era el Dorian Gray del negocio de la esquina, era más bien un borracho que acababa de aparecer y que se acercaba caminando con las piernas abiertas, el mentón por las nubes y los ojos cerrados. El rubio seguía nomás en la entrada de su local, arrugó la nariz y negó con la cabeza, disconforme con lo que estaba pasando. Claudia escapaba corriendo, sus piernas carnudas bamboleaban por debajo de un short insignificante. Me quedé parado, esperando a que mi corteja me diera alcance.
El borracho tenía un aire callejero y gritaba sin abrir los ojos, con la voz ronca de los viejos de fraternidad; pero no se podía decir que tuviera más de cuarenta años. Sudoroso, su barba y bigotes largos y desprolijos, igual que su cabello mal recogido en una cola de caballo, con mechones sucios que le caían sobre la cara. A pesar de todo, estaba claro que él no era ni por asomo uno de los palomillos que hacen al paisaje de la zona, uno de esos drogadictos acabados que viven oliendo clefa el día entero; no sé, los vicios todavía no le habían quitado su buen porte. La verdad es que el hecho de que un tipo como él estuviera en situación de calle –esa impresión daba, que era un sintecho, un desposeído– fue algo que me descolocó de entrada.
«¡No se asuste, mi reina!», dijo, con esa voz tan áspera. «Seré una bestia, pero a usted no la voy a lastimar».
Abrió los ojos, se acercó caminando para ver a Claudia, pero ella ya estaba escondida, apretándose contra mi espalda. «¡Ay, Róger! Por favor, por favor, por favor», dijo ella, escupiendo palabras como ametralladora. «¡Me cagué de miedo, Róger!». Su voz sonó tapada, supuse que tenía las manos sobre la boca.
El hombre intentaba caminar erguido y de a ratos se veía digno, pero por un par de segundos nada más, porque después volvía a perder el equilibrio, cerraba los ojos con fuerza y hacía muecas.
«¡Eh! ¡Qué pasa!», le dije, porque siguió acercándose. Tuve que empujarlo, golpeándole fuerte el pecho con las dos manos. Retrocedió un par de pasos, equilibrándose para no partirse la nuca contra la acera. Entonces dijo: «Usté no se meta». Estaba calmado, ni siquiera me miró, solo tenía ojos para Claudia –o lo que podía ver de ella, porque mi corteja seguía apretándose contra mi espalda para escapar de la mirada que la acosaba–.
«¡Bueno, carajo!», dije.
El tipo hacía como si yo no existiera; o al menos eso pensé, pero de repente bajó a la calzada, ahí había un letrero de suelo –de esos de latón y metal– con el logo de una de las tiendas; y sobre la base del letrero había una piedra del tamaño de mi cabeza. El hombre levantó la piedra, tambaleándose. No me asusté, porque otra vez se le habían cerrado los ojos y metía aire por la boca, después inflaba los cachetes y soplaba. Al final no pudo con la piedra, la dejó caer y nos mandó a todos a la mierda, incluyendo a su propia madre y a la mía.
Me di cuenta de que ese era el momento para irnos, podía comprar el celular en otra parte, en el Shopping Bolívar, por ejemplo. Además, no iba a sacar nada peleándome con un drogo –ya no me quedaban dudas, el hombre estaba duro de merca–. Por desgracia, se puso a buscar a Claudia otra vez, ella estaba caminando hacia la Campero y nos daba la espalda, entonces el tipo empezó a andar para alcanzarla. «¡Ya está bueno!», grité; y le metí, de manera frontal, una patada en el estómago. El drogo gimió, me echó encima esa mezcla fuerte de tufo alcohólico, podredumbre y aliento de fumador compulsivo, retrocedió hasta la calzada y, en el intento de equilibrarse, cayó de cara sobre la piedra.
«¡Ay, Dios!», dijo Claudia, que se había dado vuelta tras escuchar mi grito. Empezó a llorar, se cubría la boca con ambas manos. El drogo gemía en el suelo, yo alternaba entre vigilarlo y mirar a Claudia. Veinte segundos después, él intentó pararse, un chorro de sangre casi negra salió de su pómulo y tiñó la piedra. Al final se levantó y dirigió su mirada ausente hacia mí.
«Ya, Róger. ¿Vamos?», dijo Claudia, con la cara enrojecida y mojada.
Al tipo le pasó algo, porque ese ruego lo hizo volver en sí, como si se estuviera despabilando. Le vio la cara a mi corteja y se quedó pasmado, con el sudor y la sangre escurriéndole por el bigote hasta la boca abierta. Se dio un par de manazos en la cara, giró para mirarme y, cuando por fin me vio, se asustó. Se puso a caminar en círculos, agarrándose la cabeza y mostrando los dientes. Dijo cosas que no pude entender y después volvió a mirarme, como queriendo comprobar algo. Gritaba «¡Ay!» y daba vueltas, como perro que persigue su cola.
«Vámonos», le dije a Claudia, con suficiente fuerza como para que me escucharan también los que se estaban amontonando a ver qué pasaba. «A este le puedo pegar todo el día y ni siquiera se va a enterar», dije; y, cuando me estaba yendo, le yapé: «¡Tendría que matarlo al drogo de mierda!». El hombre reaccionó. «¿Matar?», gritó, pero ya no le di importancia, se quedó gritando con todas sus fuerzas: «¡Yo nunca muero, carajo! No me mata nadie. Si soy El Tarántula. ¿No ves el pelo en el pecho, hijoeputa? Soy el macho de las hembras y El Tarántula. ¡No muero, pues, carajo! ¡Vuelvo a vivir, maricón de mierda! ¡El Tarántula! ¡Yo soy El Tarántula!»
***
Por un par de meses tuve flashes de la cara ensangrentada del drogo de la Uruguay. Cuando iba manejando al trabajo o mientras me cepillaba los dientes, cada vez más seguido me acordaba de esos ojos envenenados de orgullo y alcohol. ¿Quién mierdas era ese tipo? Ya no había forma de saberlo. O sea, yo pensaba en todo lo que nos había pasado a Claudia y a mí aquella mañana, pero trataba de no darle mucha importancia, porque eso de ir a buscar al pobre diablo para conocer su historia ya era demasiado raro, incluso morboso. Igual sus ojos me volvían a aparecer cada vez que me quedaba dormido, me hacían saltar de la cama, como si fueran rayos en mi cabeza.
Con el pasar del tiempo me fui haciendo una imagen distinta de ese hombre. Ya al principio me había dado cuenta de que era un poco mayor que yo, pero después comencé a creer que también era más respetable, que su impulsividad no se debía al trago o a las drogas y que, en el fondo, de verdad se enorgullecía de lo que era. ¡Carajo! Pensaba en esas cosas y me ardía el estómago, terminaba enojándome conmigo mismo, porque llegaba a creer que el drogo de la Uruguay era mejor que yo, sobre todo por su falta de vergüenza.
De a poco empecé a cambiar la mentalidad. La prueba más clara fue que llegué a asquearme de mí mismo y dejé mi trabajo de agente de ventas en IMCRUZ, la importadora de autos. Desde mis catorce años había querido preparar tragos en la barra de un buen bar, así que eso fue lo que hice. ¡Y estuvo bien! Me gustaron dos cosas: el contacto con gente dispuesta a pasar una buena noche y, obvio, el alcohol –el dueño del bar era un bohemio que usaba gorra irlandesa, un tremendo conversador que me dejaba tomar uno o dos tragos con él y los clientes–.
Me sentía más yo que nunca antes y, cosa rara, empecé a escribir versos libres, mis abortos de poesía, y las ideas de novelas y cuentos que tenía pensado trabajar con más cuidado en algún momento. La imagen que tenía del drogo de la Uruguay me motivaba, me invitaba a hacer lo que me diera la gana. Ya trataba con más libertad a la gente, más que nada a los clientes del bar, pero, y esto era lo más raro, en mi departamento resbalaba directo a mi sillón y a mi escritorio, a los placeres de la creación artística –me gustaba creer que lo que escribía era literatura y poesía, que de alguna manera estaba comprometido con el arte–.
Poco tiempo después dejé el trabajo en el bar. Ya me quedaba durmiendo en el departamento y, cuando me levantaba, lo único que quería hacer era cogerla a Claudia, hojear un libro y escribir algo, no sé, cualquier cosa. Mi corteja era odontóloga, después de cerrar su consultorio iba directo al depar. Ya estaba descontenta con mi decisión de trabajar en el bar, pero lo de quedarme encerrado todo el día le pareció el colmo. «Feo ver que te echés al muere», dijo una vez y, sin sospechar que estaba hablando exactamente como mi madre, le yapó un clásico: «Estás desperdiciando tu vida». Bueno, ya no tenía diecinueve años ni me pasaba el día tocando el bajo en mi cuarto, pero tuve que aguantar el sermón porque me sentaba frente a dos libreros –tal vez cien libros–, devorando narrativa rusa e inglesa del siglo XIX y bebiéndome mis ahorros.
Por ese entonces me propuse escribir una novela –tal vez para cerrarle la boca a Claudia, no sé–, escogí una de las ideas que tenía en mi agenda. Seis meses después terminé el borrador y el saldo de mi cuenta en el banco quedó reducido a lo necesario para tres semanas. No estuvo mal esa época, lo único desafortunado fue que mi narrativa resultó ser basura pura, lo supe cuando a ningún editor le dio la gana de responder mis correos y me quedé esperando cuatro semanas en total, comiendo dos veces al día, tomando Tres Estrellas para calmar el espíritu.

El rechazo silencioso de los editores me llevó a convencerme de que no era más que un escritor fracasado, pobre y alcohólico. «Por lo menos ahora soy escritor», me decía frente al espejo para no morirme de remordimiento. Esta vez, el «¡Estás desperdiciando tu vida!» amenazaba con destruirme.
Entonces me di cuenta de que se acercaba el final del mes y me asusté. Tenía que conseguir trabajo –era eso o algo peor, mucho peor: pedirle ayuda a mi madre–, pero, después de haber pasado tantos meses leyendo y bebiendo, cualquier oficio me parecía martirizante. Probé volver a IMCRUZ; el de Recursos Humanos me rebotó la solicitud y tuve que buscar trabajo en la sección CLASIFICADOS del periódico. ¡Me costó encontrar algo! Varios de los que me entrevistaron dijeron que me iban a llamar y, por supuesto, no lo hicieron. ¿Tal vez era porque ya no cuidaba mi aspecto personal…? No sé. La verdad es que me interesaba poco el mundo del trabajo, todo lo que se hacía dentro de ese mundo era inútil, por completo intrascendente.
Como mi orgullo de escritor fracasado no me dejaba pedirles pega a mis amigos, me metí de guardia de seguridad por dos meses; después, otros dos meses de chofer, hasta que me tragué nomás el orgullo y le pedí trabajo a Antonio, un amigo de la infancia que me dejó ser su asistente en uno de sus restaurantes. Ese pendejo me tenía de-aquí-pa-llá, todo el día, siempre detrás del telón, sin dejarme tratar con los clientes. La verdad es que Antonio me explotaba: yo llegaba tarde al depar, me sentaba en el borde de la cama con dos latas de cerveza Brahma, me las tomaba lo más rápido que podía y me echaba a dormir, un poco mareado. A Claudia ni la despertaba, porque si lo hacía, era para pelear.
Una noche que Antonio me largó temprano fui a beber con Horacio, un excompañero del colegio que me había reconocido en la acera del restaurante. El tipo era un rockero de los que tienen plata, de esos que apenas pegan los labios al chop ya empiezan a creer que son algún gringo melenudo de los ochenta. Bebimos en un bar en el que solo pasaban videos en inglés. No estuvo mal, a pesar de que tuve que aguantarle la boca a Horacio, que en cada video me contaba una versión resumida de la biografía oficial del vocalista de la banda o del guitarrista o de la esposa del baterista. No me desanimé, porque compensó poniendo dos baldes de cervezas. Bebimos bien, hasta que el de la barra nos avisó que ya iba a cerrar. De loco nomás, Horacio le pidió cuatro shots de Jager. «¡Eso es pa' cerrar!», dijo. «Dos pa' mi amigo, dos pa' mí». ¡Mierda! El tipo quería dejarme inconsciente, pero no pude negarle la generosidad y me bebí los shots.
A las tres de la mañana ya casi no podíamos pararnos para desalojar, así que Horacio me pasó una bolsita de cocaína por debajo de la barra y dijo: «Vaya al baño, hermanito, saque con su llave, una punta en cada fosa. Con eso queda chala y seguimos con uno más de Jager. Más tarde, llega a su depar y me la culea bien a esa Claudia».
¡Carajo! Pero, ¡CARAJO! Esa mierda es el diablo, pero estuvo riquísima y me quitó la borrachera.
***
El problema del trabajo con Antonio era que ocupaba todo mi tiempo. Los domingos salía a la medianoche y, como el lunes era mi libre, iba con algún amigo a jugar billar. Claudia me acompañaba algunas veces, a pesar de que abría su consultorio a las ocho de la mañana. La verdad es que ella las pasaba mal esas madrugadas y se enojaba conmigo porque me quedaba bebiendo con cualquiera. Supongo que yo insistía en eso a propósito, para inhalar blanca cuando Claudia ya no estaba.
Llegaba al depar después del almuerzo y me tiraba a dormir. Cuando despertaba, ya era martes, volvía al trabajo por la tarde y respondía bien, hasta que me atacó el insomnio y un nerviosismo jodido, después vinieron la sensación de persecución y los ataques de pánico.
Un día de esos, Claudia se fue con otro tipo, ni siquiera sé con quién, pero estoy seguro de que no era alguien que la hiciera ir de urgencia a la posta de salud más cercana; o alguien que pudiera aparecer muerto por una sobredosis.
Tres meses después de empezar a inhalar ya había vendido mi auto, no para tener plata, más bien para deshacerme de la deuda con el banco. Por esos días, Antonio me botó del trabajo –¡ofendido, el careta!– y volví a ser guardia nocturno en un edificio de apartamentos. Eso también estuvo bueno, porque en la recepción tenía tiempo y espacio para beber a escondidas y drogarme, siempre y cuando supiera cubrir el tufo antes del cambio de turno.
Estuve trabajando así por dos meses, hasta que el más hijoeputa de los supervisores zonales, el que se sentaba a beber uno o dos tragos conmigo, me delató con el supervisor de operaciones. Me botaron. Me acuerdo de que esa noche me metí en un boliche de rocola, lejos, por el Séptimo Anillo, tenía medio sueldo en la billetera y unas ganas locas de usarlo para ahogar el empute que llevaba adentro. Me emputaba estar sin trabajo, pero más me emputaba estar sin Claudia. Me instalé en un rincón, en una mesa roja, de Coca-Cola, cercada por sillas de plástico. Una chica me atendía y después se iba a poner cumbias y rancheras en el pichifón. «¡Salud por los valientes!» le gritaba yo. «Salud», respondía ella y reía –era un culazo el de la morena–. «¡Por John Fante!», le decía y secaba la Huari. La mujer no sabía quién era Fante. Tampoco quería saber, igual bebía.
La siguiente semana me la pasé saliendo con peladas y drogándome en el departamento hasta el amanecer; dormía durante el día. Claro, llegó un punto en el que ya no tuve plata, vendí todos mis libros sin ningún remordimiento y cuando el dueño del departamento me botó por falta de pago empecé a pasar las noches en las casas de las mujeres con las que salía. El truco funcionó varias veces, pero otras, tuve que quedarme en la calle, a punta de locro de cinco pesos, Café al Coñac y un poco de cocaína, de esa malaza que venden frente al Palacio de Justicia, hasta que me decidía a conseguir unos quintos cargando bolsas de cemento en una distribuidora.
Casi dos meses después, Kathia, una de las mujeres a las que me arrimaba para tener donde dormir, aprovechó que yo estaba orinando en el baño y se puso a dañinear mi celular –el aparato ese que terminé comprando en el Shopping Bolívar, ese sábado de mierda, hacía más de un año–. Ahí fue cuando la flaca descubrió que, aparte de ella, estaba trabajando a siete mujeres para beber y tener dónde dormir. Cuando salí del baño la pillé tirando mi pantalón a la cama –ella sin ropa, esquelética–. «Sos un bicho asqueroso», dijo entre dientes, sin mirarme. Se agachó a recoger mis medias y mi polera y tiró todo sobre la cama. «Ocho patas tenés, mariconazo. Una araña maldita es lo que sos».
Mientras discutíamos llegué a ponerme la ropa. La flaca estaba brava, no la pude convencer de nada, me botó. «¡Podrite sola en tu chiquero!», dije y me fui por las escaleras con media botella de Grant's en la mano. No sabía a dónde ir, caminé varias cuadras y me senté en la entrada de un negocio cerrado. La blanca que nos habíamos metido con Kathia me tenía fatigado, así que me puse a beber el whisky asqueroso hasta que amaneció y el trago se me subió a la cabeza.
Así quedé, cagau y en la calle, pero a la casa de mi madre no iba ni en pedo. Me quedé mirando a la gente que pasaba en auto; seguro varios de ellos habían bebido conmigo alguna vez o habían sido mis compañeros en el colegio o en la universidad o mis colegas en el trabajo, pero ahora se creían mucho mejores que yo. Ellos no entendían que me había convertido en desposeído por voluntad propia, en perdedor por elección, que yo era el verdadero rebelde en ese momento, el hombre libre, el que no tenía máscaras. Pobres ignorantes. Creo que también vi a unos cuantos de esos abogaditos que le sacan el color a la tela de sus pantalones a punta de caminar al Palacio de Justicia mil veces al día. No sé qué hacían por ahí, si yo estaba seguro de que ya era fin de semana.
Entonces llegó un tipo, de estos churritos superficiales, falsos hombres. Levantó la persiana metálica del local sin decirme nada. Como yo estaba borracho y él no me estaba jodiendo, me quedé sentado, pero, para mi sorpresa, un rato después me llamó, me estaba ofreciendo un sándwich de queso y un café en vaso desechable. Fui como pude hasta el mostrador de media altura en el que me esperaba el desayuno. «Está bien», le dije, «te voy a aceptar estas cosas, pero quiero que sepás que el culo no se lo dejo a nadie». El tipo rio y mi mente intoxicada recién se dio cuenta de que era casi un crío. Puso su mano sobre mi hombro y después se fue a la entrada del negocio.
«Oye…», me dijo, cuando yo estaba comiendo el sándwich. Dejé la comida sobre el mostrador, caminé hasta ponerme a su lado y me habló al oído: «Decime si esa no es una hembranga». No pude estar más de acuerdo con el gomelo, era tremenda la morena que se estaba yendo por la acera. En realidad, no llegué a verle la cara, pero lo que vi alcanzó para hacerme sentir que el whisky me levantaba el pájaro. «¡Venga acá ese dulce!», le grité y empecé a caminar para acercarme.
La mujer se asustó, se escondió detrás de su cortejo, yo recibí la patada en el estómago, caí sobre la piedra, me levanté, les vi la cara a los dos y casi me cagué de miedo. Comencé a jalarme los cabellos, grité que era El Tarántula y que podía revivir.