Unos caramelos de cianuro: cómo servir el marrón en política internacional

Arturo Alarcón nos da un análisis pormenorizado de la política internacional de Joe Biden, ahora que la segunda presidencia de Trump es inminente.
Editado por : Adrián Nieve

El cianuro es una sustancia química venenosa que puede encontrarse en forma líquida, gas incoloro o cristal. Es altamente dañino para el cerebro, los nervios, el corazón y puede causar la muerte. Es también un anión monovalente de representación CN-, el mismo contiene el grupo cianuro formado por un átomo de carbono y un átomo de nitrógeno unidos por un enlace triple… chino básico para quienes tenemos cierto repelús a la química y ramas afines… y bueno, no por nada decantamos por otro lado de las ciencias y aquí estamos. Una cosa queda clara: es un veneno y quien sufra la desgracia de tenerlo dentro de su cuerpo solo le espera decir adiós de este mundo, ponerse el pijama de madera, darle la moneda al barquero Caronte y, como decimos en Bolivia, “esito sería”. 

Los venenos: armas arteras, cobardes y escondidas. El Código Penal boliviano establece que el uso intencional de venenos para matar a otro ser humano es una agravante del más fuerte impacto, siendo una de las causales que constituyen el delito de asesinato que, junto al feminicidio y otros pocos delitos más, tendrá una pena de 30 años sin derecho a indulto, es decir tendrá la pena más alta en nuestro país. Por otro lado, a decir de mi personaje favorito de la saga Canción de Hielo y Fuego (adaptada a la televisión por HBO en la espectacular serie Game of Thrones), el temible príncipe Oberyn Martell, magistralmente representado por el actor chileno Pedro Pascal, “los venenos son maravillosas armas y no se debe despreciar tan increíbles y portentosos utensilios”. Dos puntos de vista disímiles ante tremendos elementos. Pero el caso es que Oberyn Martell es un jugador agresivo del juego de tronos (poder) que entendía muy bien —en el sentido literal y en el sentido figurado— las tremendas consecuencias (físicas y políticas) de darle veneno a alguien, las consecuencias de dejarle un regalo envenenado muy educadamente a un incauto. Eso es clave: no hay que olvidar las formas, siempre matar con una sonrisa, dejar el enorme zurullo antes de irte. Algo muy imperial, muy anglosajón, muy de la política norteamericana. 

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Fotografía: Pinterest

La previa al regalo envenenado

Todo el mundo, queramos o no, ha sufrido de alguna forma u otra las consecuencias de las elecciones presidenciales del pasado 5 de noviembre en los EE.UU. Es inevitable ya que, más allá de que la Pax americana ha concluido hace casi 25 años y el imperialismo yanqui está en franca decadencia, su sombra aún es larga, densa, oscura y se proyecta con fuerza sobre todo el globo. La de Trump fue una victoria predecible: no se necesita rascar mucho para comprender que la única diferencia entre demócratas y republicanos es que unos van a misa a las 11:00 am y los otros van a las 11:30 am; lo peor de eso es que no sabemos cuáles tienen el primer turno y quienes el segundo. 

La izquierda norteamericana, la verdadera izquierda, la del sindicato de los Teamsters, de pensadores como James Petras, Naomi Klein, Bob Avakian, Roberto Savio, Noam Chomsky, Allegra McLeod, entre otros, no participa en las elecciones ya que fue derrotada históricamente y está atrincherada en los liberal college towns (ciudades universitarias liberales) como Ithaca, Providence, Ann Arbor, Berkeley, Hannover y otras; siempre lamiéndose las heridas, pero generando  ideas (se sigue la lucha como se puede) desde plataformas digitales. Nombres como Monthly Review, New left Review, The Jacobin resuenan para la muy desarrollada y sofisticada intelectualidad yanqui, enemiga declarada de los hillbillies, rednecks y average Joes que no resuenan con sus ideas cosmopolitas y que todo lo que sea levemente diferente es tan liberal como esos intelectuales guardados en burbujas. 

No me malentiendan, como los mismos EE.UU., la victoria y regreso arrollador de Donald Trump no tienen una explicación simplona, al contrario, tal suceso es un síntoma final de conjunción de elementos globales, hemisféricos, económicos y psicosociales que se deben considerar en estructura. El factor económico siempre será el más importante: bajo la frase “is the economy, stupid” (es la economía, estúpido), determinante en la política gringa, y a pesar de la rampante macroeconomía resultado de las políticas de Biden (Bidenomics se les llamó), la inflación hizo escarnio en el bolsillo de la ya casi inexistente clase media americana y, peor aún, en la cada vez más precarizada clase obrera, beneficiándose solo la ya inalcanzable clase alta. Sumemos a eso la triste campaña demócrata de presentarse como el “mal menor” contra Donald “el mal mayor” Trump, sin mencionar que los demócratas llegaron a juntarse con promotores de guerras criminales como Dick Cheney, haciendo oídos sordos a los mayores movimientos estudiantiles antibélicos desde los años sesenta, en este caso contra el genocidio sistemático en Gaza. En otras palabras, los demócratas decidieron alcahuetear al régimen sionista de Israel —una práctica estándar en el establishment gringo—, iniciar la campaña con un candidato senil, cuya incapacidad fue negada sistemáticamente para después —y muy tarde— colocar a una inexperimentada mujer que no ofreció absolutamente nada nuevo respecto a su predecesor. 

Además de lo anterior se debe considerar seriamente la arremetida reaccionaria que sufrimos a nivel mundial con gobiernos de corte ultraliberal, ultranacionalista y dizque “libertarios” como los de Milei en Argentina, la primera legislatura de Trump, Bolsonaro en Brasil, Modi en India, Meloni en Italia, Orban en Hungría, Bukele en El Salvador y demás fauna similar. Gobiernos que, a decir de Franco Bifo Berardi, no buscan la redención, sino la revancha, ya que el fascismo ofrece la venganza contra la humillación sufrida por esas clases obreras que apostaron al sueño neoliberal creyéndose ganadoras y terminaron sabiéndose perdedoras, o que se sintieron marginadas y acusadas por los sectores intelectuales, progresistas (o cuasi progresistas), a los que en muestra de una ignorancia atrevida, esas humilladas y humillados metieron en una sola bolsa con el epitome de woke (esa clase de ignorancia de la que hace gala el votante trumpista promedio, lo sé porque conozco a varios).

Todos esos factores sumados al característico machismo gringo en política, más el trauma de la derrota de Afganistán y la apuesta cruel respecto a la guerra en Ucrania (que, paradójicamente, levantó la economía de EE.UU. en base a flujos masivos de armas sobre las tumbas de un millón de muertos, la inmensa mayoría ucranianas y ucranianos), generaron el retorno de Trump, el llamado outsider… nada sorpresivo en una democracia carente de sustancia, donde jamás en su historia más del 50% de la población habilitada para votar votó. Este 2024, 245 millones podían votar y 90 millones no lo hicieron, mientras que 154 millones sí; es el 65% de participación, récord desde 1900. Sin embargo, en el fondo, nada cambia. 

En una democracia indirecta donde pesa más el número de representantes en el colegio electoral que el voto popular (aunque Trump ganó en ambos y de forma brutal), en una sociedad donde nada nuevo se propuso y en el que la desesperación de la enorme masa de norteamericanos sin futuro —incapaces de comprender que no están obligados a elegir solo entre demócratas o republicanos—, el voto fue por algo que parecía diferente, pero no obligatoriamente mejor. A decir de la escritora Ijeoma Oluo —a quien ya mencioné en un ensayo anterior—: “el mediocre, inseguro y violento hombre blanco americano ha retornado al poder para vengarse (aunque no sea muy diferente a su predecesor)”.

El cruel y sangriento ajedrez geopolítico: Ucrania, un país carne de cañón 

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Fotografía: Pinterest

Es en esa similitud de sucesor y predecesor donde se dan las formalidades educadas en la política gringa, formalidades que tienen tal nivel de impacto en las insignificantes vidas de los demás mortales que habitamos este triste mundo, que se hace necesario revisarlas. 

A esa fauna autoritaria que mencioné debo añadir a dos especímenes más: Vladimir Putin y Volodimir Zelenski, presidentes de Rusia y Ucrania, en conflicto desde el 2014 y en guerra desde el 2022, quienes más allá de las edulcorantes andanadas de información masiva que buscan limpiar y heroizar sus imágenes respectivamente, son por un lado un ultranacionalista ultraliberal, homofóbico y autoritario comandante de la Federación Rusa y por el otro un neonazi, también autoritario y xenófobo antirruso (requisito indispensable en la cultura ucraniana de extrema derecha) que ha rifado su país a la OTAN fungiendo como tonto útil dentro de los juegos geopolíticos de las grandes potencias.

Con un 20% de su territorio arrebatado por Rusia —que jamás será recuperado—, con una fallida incursión en la rusa provincia de Kursk, de donde se están retirando con grandes bajas, y con más de 5 millones de refugiados repartidos por Europa y el mundo, así como más de 80.000 casos confirmados de deserciones (eso es un ejército completo que se niega a pelear) donde el 78% de la población ha señalado conocer a por lo menos una persona herida o muerta en combate y con brigadas de matones policiales y militares haciendo redadas 24/7 para “reclutar” a combatientes, Ucrania desde un inicio se perfiló como la perdedora de esta guerra que está a un pelo de arrastrar no solo a Europa sino a todo el hemisferio occidental al abismo, si no es al mundo entero.

Y es que no sirvieron de nada para Ucrania las constantes ayudas de miles de millones de dólares enviadas por la OTAN en armamento, para que ese país a la cabeza del heroico actor cómico devenido en político, Volodimir Zelenski, detuviera e hiciera frente (no derrotara, ojo) al ejército de orcos rusos que, armados con palos y vestidos de pieles, se dignaron a invadirlos. Y es que había que apoyarles, los ucranianos son menos salvajes, menos orientales, menos rusos y un poco más europeos. Pobres, estos “europeos de segunda clase” se emocionan de solo pensar que la ayuda de la OTAN a la cabeza de EE.UU. es desinteresada, que es cuestión de tiempo para que tengan las llaves de entrada al “jardín de paz” llamado Unión Europea y que, como grandes guerreros que son, defensores de la civilizada Europa y del mundo libre, serán los campeones de la OTAN contra el salvaje y autoritario oso ruso.  infinita la bondad occidental, ¿verdad? 

“Pero algo debemos hacer en contra del díscolo de Putin”, decía un grupo desde occidente con el geronto Biden a la cabeza, junto al ya caído en desgracia Olaf Scholz, el petit capitaine Emanuel Macron, el picapleitos Boris Jhonson, el nórdico y aburrido Jens Stoltenberg y, asomando por detrás, los presidentes de Polonia, Suecia, Finlandia y otros secundarios. No querían quedar otra vez como ineptos militares después de los efectos de la retirada de Afganistán: 20 años al basurero en una semana; “por eso Rusia hace lo que quiere y China se nos está subiendo al cuello, a este paso tendremos que aprender mandarín”, se dijeron estos líderes del “mundo libre”, y concluyeron que debían demostrar que ellos la tienen más grande, fuerte y gruesa… estoy hablando de la voluntad, obviamente. Por eso tomaron la decisión que a sus ojos era perfecta: luchar indirectamente esta guerra hasta que caiga el último ucraniano. Y no les podemos negar que imagen que lanzan, imagen que concretan: vaya carnicería en las tierras ucranianas.

Mas la administración Biden, habiendo apostado a caballo perdedor (en lugar de intentar mediar una paz duradera) vivió los efectos de sus decisiones en el escenario interno de los EEUU; los republicanos fueron feroces opositores al apoyo a la guerra de Ucrania. De hecho, Trump con su característica pedantería nutrida de mentiras electorales señaló que pondría fin a esta guerra intrascendente para EE.UU. en menos de 48 horas, concentrándose en el verdadero enemigo de su país: China. Para Biden, la derrota en urnas fue una afrenta monumental a la ya dañada imagen del que se suponía tenía que ser el hombre más poderoso del mundo. Su legado se está reduciendo a anécdotas de sus capacidades mermadas por la edad y nada más. El tío Joe debía jugarse el todo por el todo, y así lo hizo. Y le fue mal. 

Las elecciones norteamericanas siempre se celebran la primera semana de noviembre, esto por ley debido a que cuando fue redactada la normativa, los EE.UU. eran un país eminentemente agrario y la época de cosecha ya concluía, pudiendo los hombres blancos y libres (quienes eran los únicos electores y candidatos) dedicarse a la política. Lo mismo sucede con la fecha de investidura: el 20 de enero es la fecha ideal para tal ocasión ya que desde la primera semana de noviembre hasta mediados de enero las principales fiestas religiosas y públicas de la muy cristiana nación del norte se suceden (Acción de gracias, Navidad y Año Nuevo) pudiendo ya iniciar la época productiva. 

Ese tiempo en medio es conocido como el tiempo del “let it be, let it pass” (déjalo ser y déjalo pasar), un tiempo donde el gobierno saliente concluye sus últimas políticas, abre los canales de transición y comunicación con el gobierno entrante y les da luz verde a sus aliados para hacer y deshacer según sea el caso. De hecho, las dos administraciones asumen políticas conjuntas para mostrar un solo frente, entonces el regalito de despedida/bienvenida dejado por Joe Biden al díscolo Trump es una de las mayores anomalías políticas en la historia reciente de los EE.UU. Biden se va como diciendo: “jódete Donald, veremos cómo lidias con esto”: entre gallos y medianoche se autorizó a Ucrania el uso de misiles ATACMS ( Army Tactical Missile System) de mediano alcance sobre territorio ruso; la última “línea roja” fue cruzada, dejándole la ponzoña al flamante presidente republicano en la oficina oval. 

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No nos confundamos, estos misiles no tienen gran efecto militar pues Rusia, así como la extinta URSS se defiende con su territorio, con su tamaño. Es imposible dañar a ese país con armamento convencional, no lo logró Napoleón, no lo logró Hitler, no lo logrará la OTAN y menos Zelenski. Acá el problema es la participación directa de personal de la OTAN junto a información satelital, por ende, el uso de estos misiles sobre territorio ruso y no solo sobre territorio ucraniano conlleva para Rusia una situación de guerra contra la OTAN. 
El caso es que una Ucrania agresiva es un peligro existencial para Rusia y la OTAN lo sabe, por eso la usan. Ucrania está al lado de las únicas fuentes de petróleo de Rusia (Cáucaso) y su único puerto de aguas cálidas abierto todo el año (Mar Negro); si Rusia pierde esto, Rusia desaparece. Por eso mismo es que no importó haberle dado a Putin la excusa perfecta para hacer lo que, supuestamente, solo occidente tiene derecho a hacer: invadir “justificadamente” otros países. Tampoco importó apadrinar a un gobierno de racistas y fascistas que admiran a un colaborador ucraniano de nazis como Stepán Bandera. La cosa era pelearle indirectamente a Putin, sin importar el costo. No se debe olvidar que, en geopolítica, la ideología y la moral importan poco, lo único que vale son los intereses, sean convergentes o divergentes.  

Y es en este juego geopolítico —en el que el enemigo de mi enemigo es mi amigo— donde el abuelo Joe Biden demostró ser un maestro. Ojo, el viejo Joe, el apacible, católico, aristocrático y bien portado Uncle Joe es un estadista de vieja y añeja cepa, con una carrera política de más de medio siglo (inició la misma como senador en 1971): no se necesita más credencial que haber sobrevivido ese tiempo en las pútridas y traicioneras aguas de Washington DC y de la política mundial para demostrar que el otrora aguerrido y joven congresista, ahora devenido en material de asilo, Joe Biden, tiene más de un buen truco bajo la manga para salirse con la suya (aunque eso signifique saludar al vacío, confundir a Zelenski con su mortal enemigo Putin y más anécdotas de ese estilo).

Desde la invasión rusa al Donbass (esa región geográfica e histórica ubicada en el este de Ucrania, conocida principalmente por su importancia industrial y sus vastas reservas de carbón), en febrero del 2022 —siendo esto ideal para los intereses geopolíticos de un occidente decadente—, que la alineación occidental en apoyo a Ucrania no se hizo esperar. Durante los casi 3 años que dura el conflicto prácticamente todos los países del llamado bloque occidental (EEUU, países de la Commonwealth, Unión Europea, OTAN y otros países puntuales) han entregado ayuda militar de equipamiento letal, no letal, entrenamiento y ayuda económica a Ucrania a fin de que pueda hacer frente a Rusia, generando una guerra de desgaste. Por su parte, Rusia ha recibido ayuda indirecta de sus aliados como ser China, Corea del Norte e Irán, además de las guerrillas prorrusas del Donbass. En esta guerra convencional de alta intensidad —como en todas las guerras— algunas cosas cambiaron: los drones se han convertido en actores de primera línea, mientras que otras cosas se mantienen incólumes: el reinado eterno de la artillería en el campo de batalla. Para muestra, solo basta ver la destrucción que genera una andanada de proyectiles rusos sobre los cada vez más diezmados y desmoralizados combatientes ucranianos; hoy por hoy no quedan más que pequeñas montañitas carbonizadas de cuerpos que antes fueron duros soldados. 

La lucha política de los entresijos de esta guerra se reduce a lo siguiente: Ucrania pide armas, cada vez más modernas, cada vez más letales, el occidente cauto y taimado entrega cierto tipo de estas armas y con gran fanfarria llamándoles “game changer weapons” o armas que cambian el juego, anunciando que la victoria de ese pobre país está a la vuelta de la esquina. Así fue con los lanzamisiles Stinger y Milan, pasando por los tanques alemanes Leopard, los británicos Challenger y los afamados Abrams norteamericanos. No olvidemos a los famosos cazas F-16 Fighting Falcon a los que con bombos y platillos se les pintó los rondeles de la fuerza aérea ucraniana y después de más de un año de trámite y entrenamiento express para pilotos de tal nivel, fueron puestos a volar. De los primeros 16 entregados, la mitad ya han sido derribados. Y es que como las mismas tropas ucranianas señalan, el armamento dado a su país solo les permite pelear contra Rusia mas no derrotarla; Ucrania ha sido reducida a mero peón y nación carne de cañón dentro de esta ya cuasi Tercera Guerra Mundial. En otras palabras, es útil para desgastar al temible oso ruso, el país con el arsenal nuclear más grande del mundo, mas no sirve para destruirlo, eso es imposible. Es en ese juego, en ese ajedrez global donde los líderes de las grandes potencias meten y sacan piezas, ponen trampas escondidas, ponzoñosas, es usando esos venenos donde —a pesar de haberse convertido en un hazmerreir global— Joe Biden ha demostrado que muy calladito y pelotudito igual puede moldear con total deshumanización el futuro escenario de la política global, aprovechándose de una guerra que actualmente cumple ya más de 1000 días con un claro ganador y diezmado perdedor. 

Hay que tomar en cuenta que, ante cada nueva concesión de armas efectuada por la OTAN a favor de Ucrania, acompañada esta por una serie de cuasi inefectivas sanciones contrarias a Rusia, Vladimir Putin respondía estableciendo las llamadas “líneas rojas”, las cuales podemos resumir en la siguiente frase: “no hagan esto o la guerra recrudecerá…”, a lo cual —arteramente— los países de la OTAN respondían que no eran ellos quienes estaban en guerra contra Rusia, sino que ayudaban a un país que necesitaba defenderse de un agresor. Y así, poco a poco, el arsenal ucraniano, en base a perdidas masivas y ayudas a cambio de prácticamente hipotecar todos sus recursos naturales, ha terminado siendo 99% de origen occidental, vaciando los arsenales de esa temerosa Europa que se ve necesitada de comprarle armas al mayor productor del mundo: Estados Unidos. 

La última “línea roja” fue muy clara y occidente tardó más de 2 años en romperla: si Ucrania utilizaba misiles de alcance medio o largo de fabricación occidental en contra de objetivos en territorio ruso, el Kremlin cambiaría su doctrina nuclear, considerando que ya no estaban combatiendo en una operación especial contra Ucrania, sino en una guerra abierta en contra de la OTAN (vale decir, contra la mayor alianza militar de la historia, compuesta por 31 estados), abriendo la posibilidad de respuestas nucleares si así lo consideraran necesario. La respuesta suena descabellada y lo es, pero tiene un trasfondo lógico: con más de 15,000 especialistas de la OTAN muertos en combate en Ucrania, especialistas en manejo de lanzamisiles, tranques, posicionamiento de blancos, etcétera, así como el manejo de misiles de medio y largo alcance —manejo solo posible a través de militares profesionales de alto nivel de preparación (algo que carece Ucrania)— y el uso de rastreo satelital —del que también Ucrania carece—, es obvio que las principales potencias occidentales  tienen a sus soldados de elite peleando en el Donbass y en Kursk. Pero Rusia no se queda atrás: son más de 10,000 soldados norcoreanos quienes, tras el eufemismo jurídico de pelear solo dentro de territorio ruso, combaten ya desde hace semanas. Si esto no es una guerra mundial a las que Europa nos tiene acostumbrados, no sé qué es.  

Y es esta última “línea roja”, la que el astuto Joe Biden rompió el pasado lunes 18 de noviembre del 2024, entregando el regalo envenenado, el paquete de caramelos de cianuro (y no, no me refiero a la banda de rock venezolana), no solo al mundo sino, sobre todo, al outsider Trump, quien en urnas revolcó al proyecto político, al partido, a la sucesora y al paupérrimo legado geopolítico del abuelito venenoso.

Pues para lo que me queda en el convento… 

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A decir de la analista política Inna Afinogenova, Joe Biden decidió morir políticamente como vivió: matando. Mas allá de las ya mencionadas metidas de pata dignas de abuelito chocho, sus políticas que destruyeron la ya cuasi extinta clase media gringa, su sordera cruel frente al genocidio sistemático cometido por Israel en Gaza y Líbano, la tozudez de dar dinero a mansalva a una Ucrania derrotada desde el primer día solo para joder a Rusia, estigmatizando de putinista, prorruso y derrotista a quien tuviera la peregrina idea de proponer negociaciones ante una situación obvia, Joe Biden no ha logrado construir un legado político internacional que trascienda y por el cual sea recordado. Eso, la construcción de una herencia para el mundo y no solo para los EE.UU., es la obsesión principal de todos y cada uno de los presidentes de el país de las barras y las estrellas. ¿De qué sirve ser el primer mandatario de la “nación indispensable” si no quedo en los libros de historia de la humanidad? Y es por eso por lo que Joe Biden hizo de la ayuda y apoyo incondicional a Ucrania el eje de su gobierno, se podría decir que le cayó de perlas, ¿o no?

Ante tal oportunidad de trascendencia que esta guerra significa, Biden no dudó en tomar las riendas y volcar todas sus energías empujando al matadero a la pobre población ucraniana, que ya ha perdido una generación completa (de hecho, hay más muertes que nacimientos en Ucrania, la guerra se convirtió en un factor demográfico determinante). Además de demonizar a su antiguo amigo Vladimir Putin y meterle sanciones hasta por donde no le da el sol, inventándose noticias de supuestas victorias de un valiente David contra un abusivo Goliat, la realidad se hizo evidente y las alucinaciones de quienes confunden deseo con realidad se esfumaron; no hay ni habrá manera de evitar que Ucrania y la OTAN pierdan a la larga o corta esta guerra, siendo las consecuencias geopolíticas de tal impacto que estamos ante un cambio de era definitivo a nivel histórico. 

Aún no queda en claro todas las motivaciones que llevaron a tomar tal decisión a la saliente administración y hasta el día de hoy, en que se publica este artículo, Donald Trump y la misma Casa Blanca no dieron un comunicado oficial, pero la noticia es real. Quizás, para llegar a una explicación, varios factores deben considerarse: en primer término la necesidad imperiosa de Biden, junto al conglomerado militar industrial, de asegurar por lo menos 1 o 2 años más de guerra para que la industria siga haciendo dinero (de hecho con el ultimo préstamo a favor de Ucrania, la guerra como mínimo durará 1 año más y al tacho las 48 horas de Trump); después, ante la inminente necesidad de negociaciones debido a que Ucrania se encuentra casi en estado comatoso en lo militar, Biden —a fin de dejar alguna especie de legado político internacional— pudo querer darle un respiro a Zelenski para que pueda sentarse en la mesa de negociación con el as de Kursk en su baraja y reducir el margen de maniobra de Trump (para quien se hará muy difícil negociar rápidamente después de esta escalada); finalmente, quizá como cortina de humo, tal vez la administración saliente busca contrarrestar la simbólica participación de la potencia nuclear que es Corea del Norte en este conflicto, la cual no ha llevado a sus tropas de élite a Ucrania en reciprocidad a su aliado ruso, sino para que ganen experiencia con miras a una futura invasión a Corea del Sur. 

Sea lo que sea, el marrón está servido. Rusia lo ha dicho: esto ha sido un paso determinante y los libros de historia —y los que queden— juzgarán este momento como un antes y un después. Y por más que deseemos tener esperanza, no debemos olvidar que Europa en su conjunto ha vivido más guerras que el resto de los demás continentes juntos, no por nada Robert Schumann, el ideólogo de la Unión Europea, citó la necesidad de la cooperación como la única manera de salvar al Viejo Continente de su sino maldito: “Si en algo nosotros (los europeos) somos mejores que el resto del mundo es en matarnos mutuamente”. Lo mismo sucede con EE.UU., de sus 250 años como país independiente, solo 19 los vivió en paz, el resto del tiempo, igual que Roma, tuvo las puertas del templo de Marte abiertas. De todo eso solo me queda concluir que al parecer no importa cómo te recuerde la historia, sino que te recuerde, así que para lo poco que me queda en el convento, pues, me cago dentro, ¿no, Joe?

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