Oriente Medio, ¿punto de inicio de la III GM?
Uno de los mayores polvorines del mundo es un estrecho de apenas 39 Km de ancho, llamado el Estrecho de Ormuz. Por este vital cuello de botella pasa entre un tercio y la mitad de las exportaciones de petróleo crudo del planeta, sin mencionar como la quinta parte del gas natural licuado (GNL) de la Tierra.
Es probable que el caro lector nunca haya oído hablar de este lugar. O bien, si ha escuchado el nombre, es probable que no lo asocie con este delicadísimo balance geopolítico, pues los aparatos comunicacionales de todo el espectro insisten en reducir el lío a un tema religioso-ideológico. Esto merecería una columna aparte, pero en realidad el trasfondo sociopolítico llega a niveles de complejidad y enredos de alianzas y enemistades que, bueno, ya lo pueden ver en el meme que gentilmente se robó la capísima Sayuri Loza y que yo se lo robo a ella: simplemente no tiene arreglo. Intentar arreglarlo invariablemente acaba complicándolo más.

Pero aprovechemos el meme para tener un mapa a mano; así no sea uno muy grande ni detallado, deberá bastar. Fíjese el querido lector cómo la península árabe está flanqueada por dos golfos profundos. Uno es el Mar Rojo, al oeste, que conecta al Asia con Europa a través del Canal de Suez y el estrecho de Bab-El-Ehr, también recientemente asociado a motones de dolores de cabeza.
El otro, al este, es el que nos interesa para este análisis: el Golfo Pérsico, famoso por sus dos guerras homónimas. Este Golfo Pérsico, si se fija el lector, tiene como una boca en su entrada ─el estrecho de Ormuz─, inconvenientemente situado entre Omán y los Emiratos Árabes Unidos al sur, e Irán al norte, y es, por mucho, el paso más importante del comercio internacional de los países de esa región. De hecho, para Irak, Kuwait, Bahréin y Qatar, es el único paso que evita atravesar algún país vecino.
Inconvenientemente, digo, porque Irán, país gobernado por un régimen teocrático islamista y radical desde 1979 y que tiene antipatías severas con al menos tres países interesados en este lugar, esto es, Israel, Estados Unidos y Arabia Saudí, podría decidir cerrar el paso, por pura pataleta, constándole al mundo pérdidas por 2.000 millones de dólares diarios, solamente en crudo inmovilizado, y causar una crisis mundial de proporciones bíblicas.
Resulta que Irán, que se imagina potencia regional y ambiciona crear una esfera de influencia, tiene la capacidad de interrumpir el flujo de petróleo a través del estrecho, lo que podría desencadenar una crisis global. Al lado opuesto, Estados Unidos, que se cree garante del comercio marítimo global, y sus aliados en la región, tienen un interés vital en mantener la libre navegación por esta vía marítima.
Otra rivalidad importante es la que existe entre Irán e Israel. Ambos países tienen ideologías irreconciliables y han estado involucrados en diversos enfrentamientos, tanto directos como a través de proxis. Irán apoya a grupos como Hezbolá, Hamás y los hutíes yemeníes, mientras que Israel busca neutralizar esta influencia.
Además, las tensiones entre Irán y los países del Golfo Pérsico, como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, han aumentado en los últimos años. Estos países ven a Irán como una amenaza a su seguridad y estabilidad ─a la familia real Saudí no le hace ninguna gracia la prospectiva de acabar como el Shá de Irán─, y han buscado fortalecer sus relaciones con otros actores regionales e internacionales, como Israel y Estados Unidos.
Es tentador pensar que todas estas grietas geopolíticas son una garantía de que estallará una guerra, que tiene el potencial de engullir a las grandes potencias mundiales en un tercer remake de las dos guerras mundiales del siglo pasado. Después de todo, igual que en 1914, aquí están presente una colección de alianzas y pactos de defensa mutua, unos más abiertos que otros. Afortunadamente, esto no es inminente, de hecho la probabilidad es baja. No es nula, pero es baja.
Y es que, aunque el clima en la región ha sido cualquier cosa menos armónico en las últimas décadas, no bastan los desacuerdos sustanciales para provocar una guerra. Como en cualquier escenario conflictivo, hace falta una fricción de negociación para que el conflicto se manifieste en violencia. Sin esta fricción, pueden producirse un montón de voces irritadas pero muy poco en términos de grandes explosiones.
Me explico. Más allá de los detalles que distinguen entre sí estas rivalidades, los tres actores tienen el mismo problema: Irán quiere extender su influencia hacia el oeste, y EE. UU., Israel y Arabia Saudí quieren impedirlo. Ahora, uno puede pelear una guerra para decidir militarmente las “fronteras” de la influencia política de cada uno. En este escenario, una serie muy diversa de resultados es posible, y estos dependerán de factores tan aleatorios como la ocurrencia de una tormenta de arena ─algo que pasa con frecuencia en el Golfo Pérsico─ que detenga el avance en seco.
Incluso haciendo el cálculo predictivo considerando todos estos factores, es probable que el resultado no sea, en sí, una ampliación significativa de la influencia propia, y por lo tanto resulte aceptable para la parte contraria. Para eso, mejor nos ahorramos los ingentes recursos financieros, militares, humanos y políticos que se necesita invertir en la guerra. La relación costo-beneficio simplemente no cuadra.
Mientras este sea el escenario ─el que los riesgos y costos sean demasiado grandes para justificar una guerra─, el status quo puede mantenerse indefinidamente. Mucha retórica, alguna que otra escaramuza fácil de negar, unos ataques puramente performativos como mandar misiles a Israel sabiendo de antemano que ninguno va a llegar a su objetivo, en otras palabras, mostrar los dientes y ladrar mucho, pero de morder, muy poco. Felizmente.
Esto puede sin embargo cambiar, con un factor desequilibrante que puede poner muy nerviosos a todos los líderes de estos países: el programa nuclear iraní. Si bien Irán jura y perjura que su programa tiene fines estrictamente pacíficos, la realidad es muy evidente. Nadie necesita uranio 235 a 60% para producir electricidad cuando basta una pureza de 5%. Una bomba atómica, en cambio, necesita una concentración de 90% del isotopo. Es muy fácil ver con cuál de estos guarismos están más cerca las existencias de uranio de Irán.
En este escenario complejo y de alta tensión, en el que a todos les interesa mantener el equilibrio, este es sin duda un factor que no le gusta nada a los vecinos, especialmente a Israel. Como qué, el 26 de octubre recién pasado, Tel Aviv montó un operativo que atacó específicamente una parte de la infraestructura de Irán destinada al programa nuclear. Casualmente, la semana pasada la Unión Europea anunció que había logrado que Irán retrase significativamente su programa de enriquecimiento de uranio. ¡Qué coincidencia!
Esto no es, por supuesto, señal de cobardía, debilidad ni falta de decisión del gobierno iraní. Es que Irán sabe perfectamente que la estrategia hasta aquí utilizada le ha permitido a su régimen permanecer en el poder por 45 años, y no tiene planes de poner eso en riesgo. Una guerra frontal simplemente pondría en peligro al Ayatola y al gobierno islamista.
Si a Irán no le interesa iniciar una aventura bélica, entonces, ¿tal vez pudiera interesarle al bloque liderado por Estados Unidos? La respuesta es muy simple: no. Una operación militar tipo Tormenta del Desierto, muy exitosa en las planicies del valle del Éufrates y el Tigris, simplemente no es posible en el terreno montañoso de Irán ─como lo descubrió muy rápidamente el propio Sadam Hussein en los años 80─. El dominio naval y aéreo de una coalición liderada desde Washington no tendría mucha dificultad en despachar muy rápidamente a las fuerzas iraníes, pero invadir el territorio de ese país simplemente está fuera de cuestión.
Mucho peor si se agrega aquí la otra gran lección aprendida de Irak: una cosa es invadir a otro país, y otra muy distinta es ocuparlo. Si la primera Guerra del Golfo y el inicio de la segunda fueron un éxito aplastante, la secuela de la operación, especialmente tras la “des-baathificación” del estado iraquí, fue un absoluto desastre, con inmensas consecuencias políticas en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Uno tiene que asumir aquí, por supuesto, que el futuro gobierno gringo mantenga la cordura, cosa que no está garantizada dados los actores, pero al menos de momento el señor Trump se muestra entusiasta del aislacionismo, poco predispuesto a “exportar la democracia” y, ciertamente, con muy pocas ganas de tener que administrar un país de 1,6 millones de kilómetros cuadrados y 90 millones de habitantes, dispuestos a hacerle la vida a cuadritos.