La Paz anacrónica: la ‘Zona Sur’ en ‘Chuquiago’
La ciudad de La Paz tiene más de un rostro, sus sombras pueden verse desde distintos ángulos, algunas veces iluminados por la luz del arte. En este caso, esta luz es el cine. Antonio Eguino y Juan Carlos Valdivia narran la cotidianidad de la identidad que se teje con hilos de vida: historias multicolores o monocromas que dibujan patrones andinos, coloniales y otros que son difíciles de describir por su tenue silueta.
Con treinta y dos años de diferencia, las cintas de Eguino y Valdivia exponen o sobreponen realidades que parecen opuestas y, sin embargo, son complementarias. En medio de estas, aparecen realidades intermedias que, en apariencia, matizan las diferencias. Contrario a esto —de forma intencional, con alta probabilidad— hacen evidentes ciertas particularidades. ¿Las ciudades en las que se desarrollan aún existen? ¿Sus personajes aún viven? Son preguntas que vale la pena hacer si comprendemos la historia como un proceso vivo y en constante transformación. Podríamos categorizar a ambas como imprescindibles del cine nacional; paceño, si lo que buscamos es una definición precisa. ¿Son útiles en un análisis presente de la identidad, o identidades de esta ciudad y la de sus habitantes? Como la sal y la miel, hay productos —productos culturales— que son imperecederos, este parece ser el caso de Chuquiago y Zona Sur. Estas dos películas sobre un asentamiento humano de contrastes y más de una verdad, son casi una radiografía atemporal de algo que podemos nombrar como identidad. A riesgo de ser una lectura más de algo ya descrito y estudiado, esta reinterpretación intenta describir matices nuevos o dar nombre a los que en el momento no era posible.
¿Tirar de un solo hilo permitiría comprender los mecanismos que hicieron posible este tejido? La posible respuesta es un rotundo quizás. Un quizás que puede comenzar por mencionar la circularidad de una burbuja como un elemento unificador y, a la vez, laberíntico. Podemos imaginar a Wilson, el mayordomo de Zona Sur, como el ser adulto en el que Isico, protagonista de la primera historia de Chuquiago, se convirtió después de una larga aclimatación en la zona templada —amigable a la existencia de ciertas especies— de la ciudad. Esta forma cíclica de entender la vida, tan propia de la cultura aymara, salpica a ambos filmes de un tinte de color terroso: como moseñada que no termina hasta que termina, por cansancio o por haber llegado al máximo clímax posible.
Son visibles cuatro identidades: la autóctona, la autóctona que ha crecido al rigor de las reglas de la periferia, la híbrida —con raíces nativas— en proceso de decoloración y la trasplantada que habita en una burbuja que no es infranqueable, como aparenta.
Sobre la burbuja y la creencia de que los personajes que en ella habitan no podrían sobrevivir a la hostilidad de los mundos que están fuera, debemos mencionar la fragilidad de las mismas. ¿Podemos considerar la existencia de más burbujas? Quizás. Sí aceptamos esta teoría como válida, veremos fisuras creadas por algo que no puede ser domesticado: humanidad que sostiene, que permite, —al menos a la fecha— la perpetuidad de nuestra especie. Andrés —hijo menor de Carola en Zona Sur— en un funeral aymara, como un violín Stradivarius en medio de una tropa de alma pinkillus; Marcelina en una charla de mujer a mujer con Carola en un jardín de una zona acomodada en La Paz, como un brote de paja brava en los campos Elíseos; Patricia, hija de una familia acomodada, en medio de una casi cacería en una universidad pública. Ninguno allí por voluntad propia; no obstante, capaces de habitar —por un breve instante— en una burbuja que no no es la propia, que parece tener menos diferencias que las pre construidas por prejuicios y estereotipos.
¿Qué hay de las burbujas en medio? Tienen rasgos propios y, a su vez, adoptan características de las que, al parecer, se encuentran en extremos opuestos. Podríamos definir la identidad de los personajes de estas burbujas como mixtas, comprenderlos como injertos con más o menos componentes de un lado y de otro. Aparecen no como protagonistas, sino más bien, como extras indispensables para marcar las diferencias de los opuestos: una docente universitaria miraflorina, con doctorado en Noruega; un servidor público que muere aplastado por la responsabilidad de la quincena.
Patricia y Patricio: a la vez antagónicos y complementarios. Una mujer joven criada para ser el pilar emocional de una familia patriarcal; un varón joven criado para ser el amo de aquel territorio bien definido. La primera inconforme, pero resignada; el segundo ignorante e indiferente a ese destino. Las dos caras de una moneda son apenas impresiones que definen, de forma superficial, algo que ipso facto tiene valor propio.
Detrás de la frontera marcada por los fenómenos mainstream, ambas películas usan la cotidianidad como una herramienta que describe parte de un tejido mayor. La incapacidad de no ver otras burbujas no hace que dejen de existir. Esta es, quizás, la razón de que los ecos de estas cintas resuenen en el presente de una La Paz siempre anacrónica.