El micro
Es él, se dice Wilfor, mientras su corazón se salta un latido al observar al individuo que sube al micro. Los ojos achinados, el cabello hirsuto, la expresión de ausencia. Cinco años han pasado, pero no tiene dudas. Es él.
Se atropellan en su mente las preguntas que se ha prometido realizar, los reclamos circunspectos. Ahora, él está ahí. Wilfor quiere ponerse de pie, recorrer los tres metros de distancia que lo separan de su pasado, pero sus miembros no obedecen las órdenes que les da su cerebro.
Wilfor, aún un niño, miraba por el ojo de la cerradura. Ella, con esa expresión perdida, se bamboleaba al ritmo de las embestidas de un desconocido. El vapor de la respiración del niño caía al piso de cemento, convertido en pequeñas partículas de hielo.
Me gustaría contarte que, a pesar de todo, estamos juntos y bien, piensa Wilfor. La María ya es toda una mujer. Es bien responsable y estudiosa. Ella nos ha sacado adelante. El Sergio y la Mariana ya están en la escuela y son bien fregados. No se acuerdan mucho de ti, ni tampoco de ella. Cuando nos preguntan sobre ustedes, preferimos quedarnos callados, Wilfor susurra en su mente y las imágenes caen hechas añicos sobre los asientos rajados.
Muchas personas han subido al micro a lo largo de la avenida Buenos Aires. La posibilidad de desmenuzar los rasgos de ese rostro le ha sido vedada por la muchedumbre compacta al interior del vehículo. Sin embargo, la consciencia de aquella presencia le oprime los intestinos. La sensación de retorcijón empeora con la mezcla de olores provenientes de las ventas de patitas, chicharrones y sándwiches de chola que se cuelan por las ventanas, y con los aromas producto de los sudores diurnos y nocturnos de aquellos que pelean por obtener mayor espacio para derramar su humanidad en ese estrecho hormiguero.
Arcada.
Wilfor no está seguro si es la señora con tufo a guardado que ocupó el asiento contiguo o, si acaso, es el recuerdo de esa mañana que se ha colado en sus fosas nasales, dejando, otra vez, ese ardor de su cara paspada no solo en los recovecos de su memoria, sino también en la superficie de su estómago.
Por fin habían llegado las vacaciones de invierno. Ese año no irían a la comunidad. Él había obtenido un puesto en una lujosa construcción de la zona Sur. Las noches en que no llegaba a dormir se habían sumado una tras otra. Transcurrieron meses, años de una ausencia justificada por la promesa de un futuro mejor, pero a ella ya no parecía importarle, aunque la promesa se había convertido en una realidad. Habían iniciado el traslado a una casa propia en El Tejar. Abrirían su distribuidora de cerveza que primero administraría solo ella. Tenían previsto que él se incorporara al negocio en un par de meses más, cuando hubiese concluido aquel último trabajo como albañil.
Esa fría mañana, los niños se encontraban en la casa nueva, realizando una limpieza general como preparación para el día que habían esperado tanto: la mudanza a la ciudad. María mantenía a los pequeños en la labor de sacar brillo a los pisos recién encerados, mientras se dedicaba a organizar algunos muebles en la sala. Wilfor había ido al mercado.
Con las bolsas llenas, regresó a la vieja casa de El Alto. Estuvo allí antes de lo previsto, apurado por recoger el almuerzo y entregarlo a sus siempre voraces hermanos. Le había llamado la atención la tabla de madera con la cebolla a medio picar, abandonada junto al cuchillo, en la habitación que les servía de cocina-comedor. Pensó que ella había salido, pero sus zapatos de calle, como siempre que estaba en casa, yacían apoyados al lado de la puerta. De pronto, el sonido de una respiración contenida que se escapaba por los labios, los golpes de una cama de metal que parecía chocar contra la pared había estremecido su cuerpo.
No habló con nadie sobre lo que había visto detrás del ojo de la puerta.
Fue tu culpa, repite Wilfor gritando dentro de sí. Si hubieras pensado en nosotros, si nos hubieras amado como dicen que solo las madres saben amar…
La ve ayudándolo con sus tareas de matemáticas. Cómo odiaba llenar las interminables páginas de su cuaderno con las familias de los números, las sumas y las restas. En esos momentos, hubiera preferido estar en la calle, haciendo rodar la pelota de trapo en medio de los ladrillos que les servían como arco a él y a sus vecinos.
Ella le sonreía y le daba un tecito con marraqueta, los mejores días eran cuando había mantequilla o pasta de hígado, y le contaba las historias de su comunidad, cuando era pequeña y ayudaba a sus padres en el pastoreo de las ovejas.
–Yo harto quería ir al colegio, pero tenía que ayudarles a mis papás –le decía–. Solo mi hermano iba. Un día, mi mamá le convenció a mi papá, no sé cómo, así he entrado solo a primaria pero. Vos tienes que estudiar, hijo. Tienes que ser buen alumno como la María. Yo te voy a ayudar, vas a ver que es facilito.
Recogía las tazas y los platillos, limpiaba la mesa, acomodaba el cuaderno, el lápiz y la goma y, con sus ojos achinados por la risa ruidosa que parecía alterar la parsimonia de los objetos, le explicaba la tarea del día. El aroma a Selfy de manzana de sus gruesas trenzas se derramaba en su ropa, en sus cuadernos y en la redondez de su letra de niño pequeño, hasta que lloraba Sergio o Mariana y le tocaba enfrentar al mundo solo de nuevo.
Dos lágrimas traicionan sus párpados cansados.
–Mamá –pronuncia en voz baja, imperceptible. Esa palabra le suena hueca, lejana. No la pronunciaba hacía tanto.
La evitaba en las horas cívicas, en las tareas empalagosas de cada mayo, que parecían repetirse año tras año sin posibilidad de modificación alguna. Siempre el elogio a las Heroínas de la Coronilla, que habían luchado por la independencia de un país, en contraposición a aquella mujer responsable de la destrucción de otro concepto al que no le hallaba sentido. Familia.
La gente se intercambia dentro del bus. Historias que suben y que bajan a encontrar sus propios destinos en sus hogares, en sus trabajos, en aquella cita con la nueva pareja de turno. Wilfor permanece. Contempla a través del cristal otros fragmentos de existencia que suceden en la calle, quizás con una mejor suerte que la suya.
Martes de ch’alla. Las nubes grises amenazaban con liquidar la jornada de fiesta que se había instalado en la nueva casa. Ella hablaba sonriente con la comadre Mercedes. Los vasos de cerveza en la mano, que echaban sus bendiciones a la Pachamama de tanto en tanto. Él, abrazado del compadre Aguilar, con el rostro deformado por la bebida, recitaba de memoria los campeonatos ganados por el Bolívar.
Sergio y Mariana jugaban “pesca pesca”, correteando entre las piernas de los invitados, mientras María trataba de llamar su atención con la promesa de enseñarles a hacer acordeones de serpentina. Los niños parecían encapricharse, jugar más rápido, reír más fuerte, mientras Wilfor ponía en la mesa dos platos de arroz con huevo. Ya era la hora del té y no habían almorzado.
No supo en qué momento el Melchor empezó a molestar, a insinuar cosas. Él solo repetía que le iba a sacar su puta, que no podía hablar huevadas de su mujer. Wilfor volvió a sentir el hielo en cada bocanada de aire que exhalaba. Quiso ir con él, estar a su lado, pero el tío Abraham lo había detenido.
Quizás si me acerco y le digo que lo entiendo, que ella no tenía ningún derecho de hacernos esto, piensa Wilfor. Se pone de pie y siente un fuerte pisotón. Es una mujer de espaldas anchas, cuya pollera se restriega contra pantalones y otras polleras, que tratan de mantenerse estáticas para enfrentar los movimientos irregulares de la movilidad. La mujer se desplaza con prisa, abriéndose camino a empellones.
–¡Bajo! –grita la mujer–. ¡Bajo aquí!
Varios rostros la observan con molestia. Wilfor retorna a su asiento, arrepentido de lo que estuvo a punto de hacer.
El micro está muy lleno. De todas formas, no habría podido acercarme lo suficiente, piensa, al ser nuevamente absorbido por la vida al otro lado del cristal de la ventana.
Había despertado en la madrugada. Los ronquidos de Sergio se superponían a otro ruido proveniente de la habitación contigua. Por debajo de la puerta, se podía distinguir una suave luz. El globo ocular fue atraído, otra vez, por el magnetismo del ojo de la cerradura.
Ahí estaban ambos. Ella con los largos cabellos en desorden, lloraba débilmente. Él, inclinado, con el rostro oculto entre las manos ensangrentadas parecía hacer lo mismo.
–¿Por qué me hiciste esto María, por qué? ¿Acaso no éramos felices?
La voz entrecortada, el dolor que lanzaba dardos sobre los ojos de vicuña de la mujer, sobre ese pecho que, de pequeños, los había amamantado. Wilfor también lloraba.
El micro se ha desinflado, libre de la pesada carga de las vidas humanas. Por fin puede respirar y distinguir claramente la figura de aquel hombre. Los cinco años que han pasado le han dejado un nuevo peinado, algunas arrugas alrededor de los ojos y una chamarra de cuero.
¿Qué pensará cuando me vea? ¿Me reconocerá? Wilfor deja caer sus preguntas sobre la cuerina roja de los asientos traspirados y esboza una mueca que, bien podría ser una sonrisa.
Reúne todos sus sentimientos, como si los recogiera en una bolsa de mercado. Lo ha decidido. Llegó la hora de preguntar, de reclamar, de gritar.
El vehículo frena bruscamente. Un coro de ayes responde al unísono al embate que les presenta la vida al interior de ese estómago de metal. Wilfor trata de borrar, con su mano izquierda, el dolor del golpe que lacera su frente.
El micro vuelve a avanzar, pero él ya no está. Wilfor busca atrás, adelante. Sus ojos exploran el mundo del otro lado de la ventana.
Ve a su padre, que se pierde entre el gentío.