Hermanas elegidas
Mujeres de todas las edades, cientos de ellas, de nosotras, de ustedes, ruidosos grupos en los cafés, detrás de escritorios, maquinarias, mostradores o micrófonos; a paso rápido en los parques, recogiendo hijos o nietos de las escuelas, desafiándose en los gimnasios, alocándose en las fiestas de comadres, regateando en los mercados, debatiendo, enseñando, inventando …
En poco más de tres generaciones, calles, oficinas, fábricas, aulas, hospitales, medios de comunicación, laboratorios e instituciones se volvieron territorios comunes para las mujeres; a veces incómodos, pero ya no (tan) temidos. Veo con una mezcla de sorpresa y encanto a las millenials ocupadas y ocupándose de tantos espacios y pienso en mis abuelas, mujeres de principios del siglo veinte, nacidas y crecidas en ámbitos rurales, cuyo mundo fue casi exclusivamente la casa del pueblo y la estancia familiar.
No conocí a ninguna de mis abuelas, muertas prematuramente (en mi familia materna, a lo largo de varias generaciones las mujeres tenemos esa mala costumbre), antes de que yo naciera, así que carezco y envidio la experiencia de ese tipo de amor, mimos y complicidad —dicen que generalmente incondicional— que éstas suelen brindar. Pero, guardo una imagen fija de ellas y algunas anécdotas. Desde las paredes de la vieja casa de mi niñez en Santa Cruz, los retratos en sepia de mi abuela materna Dolores y de mi abuela paterna Tomasa acompañaron mi infancia con gesto adusto y ojos tristes. Desde los recuerdos transmitidos por mi madre doña Dolores fue una mujer valerosa cuyos días transcurrieron entre la crianza de ocho hijos, la fabricación de pan cocido en horno de barro y el apoyo a la atención de los chanchos y gallinas que poblaban el tercer patio.
La ausencia de abuelas, sin embargo, fue compensada largamente con uno de los mejores regalos que me dio la vida (por orden de aparición): cinco hermanas, cuatro cuñadas de un lado, dos del otro, una hija maravillosa y una multitud de sobrinas. Dicen que el parentesco no te obliga al cariño, pero en mi gigantesca tribu, en general y por suerte, la sangre viene mezclada con amor y risas.
Al legado del linaje, a través de décadas he ido añadiendo numerosas amigas con quienes tejemos vínculos duraderos, afectos, rencillas, aprendizajes, militancias, retos y complicidades que sobreviven al tiempo y a la distancia. Mis años de secundaria me tocaron en un colegio de monjas progresistas y en parte a ellas les debo mucho del interés que me despiertan la sociedad, la humanidad y sus alrededores y le debo a la literatura la pasión inagotable por otras vidas y otros mundos, pero son mi tribu de mujeres y el feminismo quienes permanente me enseñan a mirar y apreciar los múltiples universos de las mujeres.
No creo en el mito de la natural hermandad entre las mujeres, así como tampoco es demostrable que solo por ser mujeres estamos destinadas a competir denodada y “naturalmente” entre nosotras. De hecho, entre las personas de cualquier sexo hay corrientes químicas y determinadas circunstancias, muchas veces ajenas a la propia voluntad, que promueven en las relaciones entre mujeres antipatías o simpatías, interés o indiferencia, alianzas y rivalidades. Por supuesto lo mismo ocurre con los hombres, solo que la no tan sutil diferencia es que la competencia entre ellos está bien vista y alentada, mientras que entre nosotras se la considera una disfunción “natural” y se la critica o ridiculiza. Sin embargo, cultivando vínculos a lo largo de todos los tramos de la vida, demostramos las hermandades posibles.
Por todo lo vivido y recibido de cientos de mujeres conectadas con mi vida en una telaraña de relaciones de parentesco y amistades yo defino la amistad entre mujeres, dentro y fuera de mi familia, como una hermandad elegida, que me sigue alimentando con sus encuentros y desasosiegos… ¡y que sea hasta que la muerte nos separe!