Un baldazo de agua fría
Cuando 88 grados me invitó amablemente a contribuir a esta maravillosa revista semanal, inmediatamente pensé en el tema de mi primera entrada, con la intención de transmitir un mensaje de optimismo cauteloso, en el marco de escenarios por los que, al menos desde el 2016, y ciertamente desde la transición 2019/2021, pareciera que nuestra especie va corriendo hacia el despeñadero.
Después de todo, este año en Francia y en Gran Bretaña parecía comenzar a cerrarse el ciclo de expansión y crecimiento de una corriente de populismo iliberal y nacionalista con la que en Bolivia estamos muy familiarizados. Más recientemente, el relevo en la candidatura presidencial del partido Demócrata en Estados Unidos también prometía un retorno hacia una política más institucionalista, con mayor respeto por las reglas de juego y los consensos de la post-Segunda Guerra Mundial, luego ampliados tras la caída del Muro de Berlín. Escribo estas líneas en la mañana del 6 de noviembre, tras el baldazo de agua fría que ha significado la victoria, incuestionable y sin matices, del señor Donald Trump.
Trump es un criminal convicto. Intentó prorrogarse en el poder mediante el uso de la violencia de parte de sus militantes. Trump es incoherente, cuando no incomprensible, en sus largas y surrealistas diatribas públicas y por las redes sociales. Tiene múltiples acusaciones por acoso y violencia sexual, incluso en contra de menores. Es incapaz de hablar sin mentir descaradamente. Es craso y pavoroso, aunque en sus años mozos el hombre fuera convencionalmente atractivo, al menos en términos de su fenotipo. Para contarlo en pocas palabras, cualquier intento de explicar racional y objetivamente su retorno triunfante al poder fracasará estrepitosamente.
Una división dicotómica de las alternativas políticas, ahí donde el pluralismo desaparece, ya sea porque el propio sistema es bipartidario, como en Estados Unidos, o ahí donde la política está muy polarizada, como en nuestro país, suele poner —explicado de manera muy simplificada— a un tercio del electorado de un lado, a un tercio en el lado contrario, y el “campo de batalla” electoral se centra en el tercio restante. Es pues un grave error, aunque no por ello menos recurrente, tratar de entender los resultados en función del comportamiento de los tercios incondicionales y fanatizados: ellos no definen quién gana. Siempre es necesario tratar de entender por qué el tercio más neutral se ha inclinado más por un lado que por el otro.
La racionalidad y objetividad poco tienen que ver con el comportamiento electoral. Mucho menos en escenarios en los que el populismo protofascista está presente, pues su principal característica es la anulación de cualquier vestigio de pensamiento crítico. Aquí lo único que importa son las emociones, y las emociones las genera la narrativa, no la evidencia.
Exploremos entonces cuáles son estas emociones que inclinaron a ese tercio del electorado gringo a votar por una persona que no solo es impresentable, sino que tuvo ya un stint en la presidencia de su país, es decir que los ciudadanos ya conocían cómo se ve su liderazgo y hay muy pocas incógnitas.
De acuerdo con las encuestas en boca de urna, dos factores fueron centrales en la decisión:
Uno fue la sensación persistente de una mala gestión económica, a pesar de que todas las mediciones muestran una recuperación económica post-COVID sorprendente: bajo desempleo (4,1%), crecimiento salarial muy por encima de la inflación (3,6%), saludable crecimiento del PIB (3%), inflación controlada (apenas 2% este año). Si algo se pudiese cuestionar de la situación económica, es la bifurcación entre la población y las corporaciones más prósperas y con menores obligaciones financieras, a las que les fue muy bien este año, y la población más pobre y, sobre todo, más joven, altamente endeudada, a la que las altas tasas de interés establecidas para reducir la inflación han afectado particularmente, y esto no depende de la Casa Blanca, sino del Fed, el banco central de ese país.
Esto es lo que me lleva al segundo factor: los jóvenes, en especial aquellos que votaron por primera vez, votaron casi dos a uno por Trump, a pesar del perdón otorgado por la gestión de Joe Biden sobre las deudas universitarias que sumen en la pobreza a los jóvenes. Sin embargo, los republicanos han logrado proyectarse como el partido de los sindicatos, las madres de familia y las minorías no blancas ─incluyendo a los latinos─, en especial frente a la “amenaza” de la “invasión” de los inmigrantes ilegales, que la propaganda trumpista ha logrado exitosamente establecer como el chivo expiatorio de todos los males.
Esta es una enorme paradoja que tomará años tratar de explicar. Trump y el partido Republicano promueven valores diametralmente opuestos a los de las nuevas generaciones, y su política económica tradicionalmente es pro-corporaciones y pro-ricos, al menos desde los tiempos de Reagan. Los propios republicanos, bajo las órdenes de Trump, derrotaron en el congreso, o a través de la Corte Suprema en la que Trump nombró a tres magistrados, todas las iniciativas legislativas que hubieran ayudado a aliviar estos temas.
Objetivamente, la inmigración, si bien ha crecido en los últimos años, no hace mella los costos incurridos por los servicios sociales, y más bien incrementa la recaudación fiscal. El mal financiamiento a estos servicios se debe a las políticas de recorte y debilitamiento constante promovidas por, lo adivinaron, el partido Republicano. Los impuestos altos recaudados para financiar el aparato se deben, fundamentalmente, a la reducción brutal del impuesto a las ganancias de las empresas, cuyo fin teórico es estimular la inversión, correlación que no parece darse en el mundo real. Dicho de otra manera, las quejas por las que el 52% de los votantes norteamericanos reeligieron a Trump se deben, paradójicamente, a las políticas sociales y económicas que el propio Trump promueve.
Ni el agotamiento debido al torbellino político que ya dura casi una década, ni la galopante corrupción de Trump y sus acólitos, ni mucho menos las consecuencias de las políticas regresivas han impedido que regrese a la Casa Blanca una agenda extremadamente peligrosa para la democracia norteamericana, poniendo, al ser el país económica y militarmente más poderoso del mundo, en serio riesgo la paz, estabilidad y agenda de desarrollo del planeta.
Guardando las distancias, dada la casi nula influencia de Bolivia en el mundo, pero escuchando el eco de todo lo ocurrido por allá, cabe preguntarse: ¿por casa cómo andamos? ¿Podría ocurrir algo similar el próximo año, con nuestro propio populista incoherente? Hasta el martes pasado, dadas sus consecutivas derrotas recientes, tendía a pensar que no. Ahora ya no estoy tan seguro.