Ciudad de México: Entre el cielo y el subsuelo

En una odisea para conocer la nueva Cineteca Nacional, Hugo José Suarez transita el subsuelo de Ciudad de México en un viaje que lo eleva hasta los cielos de la urbe mexicana.
Editado por : Adrián Nieve

Es domingo por la tarde, ideal para recorrer la ciudad. Quiero conocer la nueva Cineteca Nacional que se inauguró un tiempo atrás en algún recóndito lugar del Bosque de Chapultepec. Emprendo mi viaje. Salgo de mi departamento cerca del metro Coyoacán. Me sumerjo en el laberinto bajo tierra que transita por rieles. 

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Foto: Hugo José Suárez

Primera parada: transbordo en metro Zapata. Bajo y subo gradas, llego a un pasillo fabuloso con un título en el arco: Caricaturistas mexicanos. En efecto, en el 2017 se inauguró un museo subterráneo dedicado a estos maestros de la viñeta. Fue un homenaje, una manera de mostrar el trabajo de tantos que, desde su tablero de dibujo, con lápiz y papel, crearon una cultura político-visual nacional. Paseo por el túnel cobijado entre figuras a ambos lados. Me recibe José Guadalupe Posadas, el enorme grabador originario de Aguascalientes que regaló una imagen que se reinventa constantemente: la catrina. Está ahí, dibujada en toda la pared, elegante, sonriente, vigilante. 

Sigo, llego a Ahumada, el mágico “monero” de La Jornada que murió en el 2014. No me perdía sus tiras, como nadie supo conjugar la vida urbana, la azotea, las ventanas, la ropa colgada, el tendedero, con el cosmos, la luna, los cometas. Solo en su mente cabía tanta imaginación. Se fue repentinamente sin que lo pudiera entrevistar. Continúo acompañado de los grandes pensadores del dibujo. Rius, y sus magníficas historietas “Los Supermachos” y “Los Agachados”; aquí se reproduce la clásica “Última cena” que en realidad es un desayuno, una sátira con los personajes políticos de su tiempo. Me detengo en Naranjo, aquel michoacano de nacimiento, cuyo trazo, precisión e inteligencia eran inigualables. Lo veía cada domingo en Proceso, cuando aquel semanario circulaba sin restricción. 

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Foto: Hugo José Suárez

Llego a la correspondencia con la otra línea color oro del metro, aunque sigue siendo Zapata. En el pasillo central se reproducen las múltiples maneras cómo los caricaturistas interpretaron el principal ícono revolucionario. Hay un Zapata que tiene una boina con estrella, cabello largo y bigotes, sofisticada combinación del Che con el revolucionario morelense; es Ahumada, claro, sólo podía ser él. También está el Zapata tradicional, con el bigotote que lo caracteriza; otro sentado, con las piernas cruzadas, afeminado; alguno con el sombrero exagerado; uno más con botas, pistola, chaleco con adornos, babero colgado al cuello y cubiertos en las manos, listo para comer. Hay de todo, Zapata no se detiene, el ícono vive, se reinventa sin prejuicios, sin límites. Zapata es para todos. 

Prosigo. Me siento en el tren. El toque moderno de esta nueva y controvertida línea está a la orden: hay música ambiental, suena Bob Marley, y una voz anuncia que llegamos a la siguiente estación, además de dar las indicaciones sobre la apertura de las puertas. Dos paradas más tarde, me toca transbordo en Mixcoac. Me sumerjo todavía más hacia el centro del planeta, como en un viaje de Julio Verne. Desciendo tres largas escaleras mecánicas, estoy a unos cuarenta metros bajo tierra. La estación está dedicada a Octavio Paz, cuya infancia transcurrió en esa zona. Las paredes tienen siluetas de personas y animales sobre un fondo blanco. Frases fuertes del poeta están inscritas en los muros: “La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver”; “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”; “El único que ha cambiado soy yo, mi vida sigue igual”; “La libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”; “Aprender a dudar es aprender a pensar”.

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Foto: Hugo José Suárez

Subo al convoy de la línea siete, la de color naranja. Ya casi llego, salgo en la estación Constituyentes. He pasado muchas veces por fuera, pero nunca llegué desde el metro a la avenida del mismo nombre. Nuevamente asciendo hacia la superficie: repito las tres largas escaleras mecánicas que, por suerte —no siempre es así—, están funcionando normalmente. A unos pasos está la entrada al Cablebús número 3, que es el que atraviesa por el bosque hasta llegar a la Cineteca. Cómo su apertura es reciente, la fila es enorme, veo que no fui original en mi paseo dominical. Llovizna, dudo entre abortar el plan o seguirlo, pero ya llegué hasta aquí. Me formo. Avanza lento, hay gente de todas las edades y clases sociales, de todos los estilos y tenidas. Se me acerca un funcionario que me pregunta: “No es adulto mayor, ¿verdad?”. Las personas de la tercera edad no hacen fila. Es la primera vez que alguien duda si pertenezco a ese grupo etario, y si por lo tanto, puedo acceder a esos privilegios. Agradezco por la formulación de la pregunta en negativo, respondo rápido, casi instintivamente: “no, ¿parezco?”. Cruzamos una sonrisa que cierra el diálogo. Mi vanidad me lleva a esperar una hora en la fila con una tímida lluvia que viene y va. Finalmente, me embarco.

Tengo mucha familiaridad con los teleféricos, me he subido decenas de veces en La Paz. Para mí no es experiencia nueva, que sí lo es para los nueve pasajeros que me acompañan. La composición social es interesante, un reflejo del México urbano. A mi lado una pareja joven, universitarios, tomados de la mano disfrutando de las alturas en un romántico paseo. A su lado, un joven en shorts y sudadera, me parece que tiene algún trastorno mental, carga un discman —de esos de los noventa para reproducir los extintos discos compactos— con los audífonos puestos. Cada que cambia de canción, él repite su título en voz alta y mira al horizonte. Al frente, una chica de preparatoria pública, toda de negro, con flores en las manos que llegan a cubrirle el rostro; luego me comenta que iba a la tumba de su amiga recientemente fallecida a dejarle el ramo, pero se le cerró el cementerio antes de que pueda hacerlo. A su lado hay dos parejas de la misma edad —calculo unos sesenta años— de dos polos sociales. Los de origen popular, con ropa sencilla, ella con vestido y bolsa, él con una pequeña mochila barata. Ella con el cabello negro, poco canoso, recogido hacia atrás y aretes de colores colgando; él con corte sencillo, cabello negro, abundante. Cada uno carga su celular en las manos que lo miran con regularidad, hablan en voz alta: “Aquí no hay baches”, le dice él a su esposa. A su lado la pareja de la misma edad, ambos con jean y tenis blancos de marca, ropa fina, él con la cabeza rapada y ella con el pelo blanco, muy corto, de peluquería. Ambos con lentes de marco invisible. Miran con atención el paisaje, ella saca su binocular y empieza a identificar espacios con familiaridad: aquí es el Centro Ecuestre, allá está la Cineteca. Cuando llegamos en el lugar más alto, a unos 35 metros de altura, la cabina se detiene. Es una sensación de extraña fragilidad, sin movimiento, se siente el viento, la altura, un poco de vértigo. Ahora está claro que estamos colgados en un cable entre dos postes. Lo habíamos olvidado. Una voz con acento español dice “atención, la estación se detuvo por causas operativas. En breve se reestablecerá”.

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Foto: Hugo José Suárez

A todo esto, entre la espera y el transporte, se hizo tarde, oscureció y llueve. No iré a la Cineteca, de hecho imagino que ya no hay funciones y si salgo demasiado tarde tal vez ni el Cablebús estaría abierto. No quiero encontrarme al final del domingo en otro lado de la ciudad sin tener cómo volver. Son como diez kilómetros hasta mi casa. “Me devuelvo”, como dicen unos amigos. 

Sigo el mismo camino en sentido contrario: Cablebús, nueve estaciones de metro, dos trasbordos, caminar, casa. Ya sé, no pude ver un filme ni conocer la Cineteca de Chapultepec, pero transité por el cielo y el subsuelo de esta ciudad y de su gente. Es la película más interesante. No fue un domingo perdido.

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Foto: Hugo José Suárez
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