La Carga de Caballería
El cine tiene la peculiaridad de darnos la posibilidad de vivir otras vidas durante 90 minutos, eso es cierto. Hasta al más sereno de nosotros le ha pasado alguna vez por la cabeza gritar: “¡For Frodo!”, mientras corría contra un ejército de pestilentes orcos imaginarios; o pararse frente al espejo, desafiante, y decir en voz alta: “Are you talking to me?”; claro que volveríamos a la realidad inmediatamente al ver el sticker de “Hello Kitty” o el escudo del “Wilster” pegado en la superficie del espejo y nos sentiríamos estúpidos con la toalla del baño en la espalda, dándonos cuenta que no somos el heredero de Isildur. Lo importante es que, durante las películas, somos War Machine mientras suena el Sound Track de ACDC, somos Harrison Ford tirando a Gary Oldman por la escotilla del avión, somos Gael García Bernal viajando en motocicleta por América del sur. El punto es que todos tenemos deseos reprimidos, anhelos, sueños, aficiones que hacen que al ver determinadas escenas en el cine, se nos erice la piel como a un adolescente, imaginándonos en el rol de esos épicos héroes protagonistas.
Las novelas históricas y en general la literatura, son mucho más apasionantes y eso es un hecho, pues quien se ha emocionado con Aragorn comandando el ejército de los muertos o con Jhon Snow derrotando al bastardo de los Bolton, seguro estaría en un éxtasis total al leer los fragmentos de una batalla dramatizada en una novela histórica. Es casi orgásmico leer acontecimientos históricos cuando están novelados. Además, los hay para todos los gustos. Pues a aquellos que les atraiga conspirar contra el “poder legalmente constituido” y que por su condición de oficinistas remilgados no les quede el papel, les gustará de hecho introducirse a la historia de los reyes de Francia con Felipe el hermoso y su descendencia supuestamente maldita por un artilugio del último gran maestre de la Orden del Temple, Jacques De Molay, que, ¡vaya novedad de la que se enteran! no es un personaje inventado por la saga de novelas de Dan Brown, ni mucho menos un ficticio del imaginario de Jon Turteltaub en la leyenda del tesoro perdido, sino que, señores míos, ¡es una realidad!, un hecho histórico demostrable y fehaciente. Como si esto no fuera ya una verdadera ganga, donde botamos la casa por la ventana, aquellos a los que les agrade mirar al destacado Rusell Crow haciendo de Máximo Décimo Meridio, comandante de las Legiones Félix, le será más que grato leer la saga de novelas históricas de Santiago Posteguillo sobre el emperador Trajano y acompañar a Marcio el Mirmillo asesinando al emperador Domiciano junto a varios conjurados, entre ellos la propia emperatriz.
Ahora, si el lector tiene un paladar exquisito apegado mucho más a lo fidedigno y tiene aversión por los personajes ficticios secundarios que aparecen en las novelas históricas, si quiere algo más vivencial y certero, les recomendamos tomar de su estante virtual de libros digitales, Vida de los doce Césares del magnífico Suetonio.
La historia es la mejor compañera de todas, sirve para abstraernos de la cotidianeidad y la rutina, pues seguro que no había nada de monótono en cruzar los Alpes como lo hizo Aníbal, ni tampoco era poca cosa domar a Bucéfalo como lo hizo Alejandro. Ahí está la verdadera pasión de sentirse un general romano o un oficial macedonio. Esa carga de adrenalina es la única capaz de transportarnos a cualquier parte del mundo. De esto último, está mi propia vivencia en unas pocas líneas.
Hace algunos años, tuve la oportunidad de viajar hasta la ciudad luz, la magnífica Lutecia, la espléndida París. Tenía algunos días en la ciudad después de cumplir con varias actividades programadas en un pueblito cercano llamado Jambille. Al llegar a París, tenía todo mi mapa diseñado a cabalidad, cada calle que quería cruzar estaba trazada en mi mente y eso fue gracias al gran Dumas, al magnífico Maurice Druon, al espléndido Víctor Hugo. Claro, si bien estas calles ahora son bastante modernas, permanece la escena, permanece el perfume. Fue un sueño releer la historia como actor principal de cada espacio visitado.
Cerré los ojos en cada uno de esos magníficos monumentos, reviviendo cada paraje que recordaba de los libros de historia y de las novelas que habían caído en mis manos. Fui un soldado de la guardia suiza reteniendo al pueblo francés en el ataque al palacio real, pensé en el león dormido de Lucerna, en las heridas recibidas de soldados que no comulgaban con una causa en particular, sino que su causa era la propia lealtad, el juramento que habían realizado para proteger a la familia real. Quedé pasmado ante la tumba de Napoleón cuando visité el museo de los Inválidos, pensé por varios minutos, parado frente a aquella gran bóveda, ¿qué habrían sentido ambos?, Napoleón y Bolívar, al mirarse a los ojos cuando el primero se coronó emperador y la mirada de decepción del segundo lo seguía tan agudamente desde la entrada principal, que atrajo la atención del corso. Por largos segundos intercambiaron fijamente la mirada hasta que el emperador giró hacia uno de sus colaboradores para preguntar quién era aquel venezolano de tez bronceada. ¡Sí!, eso es lo que te da la historia, esa magia de detenerte frente al lugar que ha sido testigo de alguna hazaña, que ha sido escenario de hechos maravillosos, mejores que los de una película, pues es la propia mente la que viaja, conversa e imagina a cada personaje que resurge de las páginas leídas.
Aunque esto que diré es un constante cliché, la historia es un boleto extraeconómico a cualquier parte del mundo. Ya cuando tengan la oportunidad de estar físicamente en aquel lugar, dejen fluir la magia, como si fuese una carga de caballería.