'¿India eres?': T’aras mentales en torno al consumo de la hoja de coca
Pijchar, bolear, acullicar (o akhulliña en aymara)… todos estos verbos hacen referencia a la misma acción: mascar coca. Desde tiempos prehispánicos la hoja de coca ha sido usada para fines rituales y medicinales. Más allá del misticismo que la envuelve, en la vida cotidiana resaltan sus utilidades para combatir la fatiga y mitigar el hambre. A lo largo de nuestra historia, hemos sido millones quienes con placer nos declaramos consumidores asiduos: incas, mitayos, chasquis, primero; pongos, aparapitas, choferes, mineros, universitarios, campesinos, comerciantes, después. Tantos y tantos devotos a la hoja sagrada; los picos verdes son un ostinato en la historia y el espacio andino. Y a pesar de que pijchar puede ser considerado un acto común, en algunos contextos sociales continúa siendo estigmatizado. En esta oportunidad me permitiré desempolvar un peculiar incidente ocurrido hace un par de años que me recuerda las t’aras mentales que aún atraviesan el consumo de la hoja de coca.
En 2018 fui estudiante de promoción en un colegio católico de Villa Balazos (Villa Victoria). Mi colegio pertenecía a la rama de la familia salesiana, identificable por su dinamismo y entusiasmo en el cotidiano vivir, cosa que desentonaba con el ateísmo nihilista de mis años mozos. Ese año se conmemoraba el centésimo aniversario de la llegada de las Hijas de María Auxiliadora a Bolivia y, como dicta el buen código de comportamiento boliviano, una festividad de tal envergadura debía celebrarse con danzas. A mi curso le había tocado bailar tarantela, que es una danza de origen italiano. Dicho baile, caracterizado por sus movimientos rápidos y giros, exigía un importante esfuerzo físico.
Faltando dos días para la celebración y con la coreografía a medio armar, rogamos al profesor de Filosofía que nos dejase ensayar. El Octavio siempre había sido un hueso duro de roer al momento de pedirle prórrogas o permisos. Después de muchas súplicas, aceptó a regañadientes y nos llevó al coliseo para practicar. Llegamos al lugar y rápidamente formamos dos filas. Sonó la música y comenzamos a bailar. Al ritmo de las panderetas, giraba acompañada de mi pareja; aunque no fuéramos muy diestros bailarines, pudimos entendernos bastante bien. La coreografía fluía magníficamente: elegancia y fuerza se entremezclaban perfectamente, alegría y dinamismo coloreaban el ambiente, pasos y jadeos resonaban por todo el coliseo. Mientras formábamos cuatro filas para complejizar la danza, una pareja se distrajo y terminó desorientando al resto del grupo. A pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos seguir el ritmo de la música. Había que comenzar de nuevo. La segunda vez, las parejas no habían sincronizado en el cambio de lugares. A empezar otra vez. En el tercer intento estábamos fuera de tempo. Da capo, se dijo. Entre errata y errata, las fuerzas menguaban y el cansancio aumentaba. En definitiva, después de media hora de tarantela, estaba hecha trizas.
Debido a las muecas de tedio y las quejas del cuerpo, decidimos darnos un descanso. Aunque me senté y respiré profundamente, no había recuperado ni un ápice de energía. Necesitaba despertar con suma urgencia. Mientras pensaba en las dificultades a sortear para poder conseguir algo de glucosa o cafeína, toqué mi bandolera y recordé que dentro de ella tenía la otra opción: la opción verde.
Había comenzado a pijchar coca desde hacía algunos meses producto de las necesidades de mi vida estudiantil y mis actividades extracurriculares. Este era un acto que estaba reservado a la intimidad de mis madrugadas. Quizás también adopté este hábito por una suerte de capricho con el pasado familiar. Recuerdo que cuando era pequeña, mi abuela Natalia solía pijchar todas las tardes en nuestra sala de estar junto a la radio. Quién sabe qué ideas recorrían su cabeza con cada hoja de coca mascada; era una meditación andina: sacar la hoja de la bolsa, doblarla, llevarla a la boca, separar la fibra del tallo, retirar el tallo, da capo. Ella también hablaba aymara y quechua pero, al igual que mascar la coca, nunca me enseñó esas artes secretas. Muchos años más tarde e impulsada por la curiosidad comencé a preguntarle a mi madre sobre la coca: dónde podía conseguirla, cuánto costaba, si debía mascarla, etc. Con el pasar del tiempo compré mi primera bolsa; las memorias desenterradas me sirvieron para adquirir poco a poco el hábito. Sigilosamente solía llevar mi bolsa verde al Conservatorio, osando mascar coca en las clases de teoría musical y en los pasillos. Algunas veces sentí que ese era un acto fuera de lugar; quiero decir, era normal beber una Coca-Cola o saborear unos caramelos, pero mascar coca era “otra cosa”, si me dejo entender. Nunca recibí una reprimenda formal o verbal por hacerlo, aunque las miradas y los gestos que me dirigían me provocaban una disonancia interna. Mis compañeros me colocaron la chapa de “Tía Coca”, un apodo que me pareció un tantito chistoso. De todas formas, ya había asumido una posición de rebeldía en aquel espacio: era mascacoca, comunista y utilizaba sombrero. No era extraño para mí sentirme como un objeto/persona fuera de lugar, por lo cual unas miradas adicionales no significaban demasiado allí.
Mis pensamientos volvieron rápidamente al presente. Mientras palpaba la otra opción en mi bandolera, me aparté sigilosamente del tumulto de bailarines que se había formado. Después de encontrar un lugar más tranquilo en el coliseo, saqué mi bolsa de coca. A pesar de haber guardado una distancia prudente, pude percibir las miradas de soslayo de algunos compañeros. Intentando ser lo más natural posible, llevaba algunas hojas de coca a mi boca. De pronto, escuché un grito estridente:
—Rocha, ¡ven aquí!
Conocía muy bien esa voz: El Octavio me llamaba.
Giré la cabeza en dirección hacia la fuente y la escena que vi me resultó pintoresca. Sentado en una silla de plástico, cual si fuera el trono de un rey, El Octavio me observaba desde lo alto del escenario. El paso de los años había hecho del profesor de Filosofía una persona bastante irritable. Conservando aún la tez clara de su juventud, siempre ostentaba un porte de seriedad y profesionalismo que se diluía rápidamente en las clases. Con algo de pereza, me acerqué hacia su majestad. Era común que el profesor cobrase a sus estudiantes un impuesto en especies cuando los encontraba en posesión de productos alimenticios en clases. Imaginé que, como me había pescado in fraganti, debía tributar. Después de subir al escenario, me paré frente a él. Quedé sorprendida por la demora con la cual me cobraba el impuesto respectivo. Una mirada incisiva adornaba su tan amable rostro. Algo incómoda y con deseos de retirarme pronto, decidí romper aquel silencio.
—¿Gusta? −dije mientras le extendía mi bolsa verde. La respuesta que lanzó fue inmediata.
—¿Por qué estás mascando coca? ¿India eres?
La pregunta me dejó anonadada. No sé con certeza cuánto tiempo me demoró procesar lo que acababa de escuchar. Parecía que el oleaje de ideas que se estrellaban en mi cabeza no se reflejaba en mi semblante de piedra. Al no obtener respuesta alguna, El Octavio comenzó a increparme.
—Esas cosas son de indios, vos eres una señorita.
¿Señorita? ¿Qué diablos significaba “ser una señorita”? ¿Cuáles eran las “cosas de indios”, pues? Disgustada por el comentario, no reparé en contestarle lo primero que se me vino a la mente:
—¿Y qué? Estoy cansada ¿No puedo mascar coca?
—¿Acaso has visto a un economista serio andar con la boca verde?
Recordaba haberle comentado −en un momento de delirio, ciertamente− que había decidido estudiar Economía. Esa vez él me felicitó por tan acertada decisión. El profesor de Filosofía se había alegrado bastante al constatar que había abandonado el sueño descabellado de continuar mis estudios en Música. Aunque la señorita Rocha hubiera sido una gran ingeniera o doctora, la profesión de economista no se quedaba corta para su inteligencia, o al menos era un oficio “aceptable” dentro del abanico de posibilidades. Qué mejor momento para anunciarle el cambio de planes, pensé. Con una sonrisa en el rostro hice el gran anuncio:
—Voy a estudiar Sociología.
La respuesta fue contundente e inmediata:
—No andes con macanas. Primero se piensa con el estómago, después viene el resto.
—No son macanas. Los sociólogos no son cualquier cosa: planifican proyectos sociales, hacen investigación…
—Ajjj.
La poca paciencia que tenía se había agotado. Al comprender lo infructífera que resultaba esa charla, me retiré embanderando una sonrisa sardónica, ostentando intencionalmente el verde de mis dientes. Me prometí que iba a pijchar durante el resto de las clases de Filosofía que aún quedaban. Además, la coreografía no se iba a terminar sola. Días después de lo ocurrido, aún sentía el sabor amargo de aquella discusión. Bullía en mí una mezcla de enfado e impotencia. Definitivamente, el profesor de Filosofía había sobrepasado los límites de su rol; sus palabras estaban llenas de un desprecio que rezumaba discriminación. Quizás por mis ocupaciones y debido al hecho de que muy pronto me iba a librar del Octavio, olvidé el incidente rápidamente.
Ya fuera de la cárcel del colegio y siendo felizmente estudiante de la carrera de Sociología, recordé el incidente ocurrido. En mi primer semestre, después de algunos meses haciendo funcionar el cerebro como nunca en la vida, me percaté de que estos pequeños momentos podían servir como un prisma para contemplar fenómenos estructurales. Lo que me pasó, mutatis mutandis, pudo haberles pasado a muchas personas. Más importante aún, las palabras del Octavio podían dilucidar algo más profundo y oscuro: la existencia de una mentalidad retrógrada que se mantiene ajena al paso del tiempo.
Fue inevitable preguntarme ¿Qué significaba (no) ser indio? ¿Cuál era la frontera entre lo que es propio de los “indios” y lo que es propio de los “no-indios”? ¿Por qué lo “indio” era percibido como negativo o malo en ciertos contextos? En todo caso, no tendría por qué ser considerado como algo malo, más aún si pensábamos en todos los impactos que tuvo el denominado Proceso de Cambio allá en el lejano 2006. Concretamente, pensé en la Ley N°070 “Avelino Siñani – Elizardo Pérez”, que en teoría había revolucionado la educación en Bolivia haciendo énfasis en la inclusión, interculturalidad y descolonización. De hecho, los maestros estaban obligados a cursar el famoso Programa de Formación Complementaria para Maestras y Maestros en Ejercicio (PROFOCOM), donde debían nutrirse de una versión más plural de nuestra historia para construir un país cimentado en el respeto, la diversidad y la tolerancia. Sin embargo, recordaba que mis profesores habían cambiado poco o nada durante sus clases del PROFOCOM, incluso lucían más molestos por tener que invertir las valiosas horas de su vida en escuchar esas ‘macanas azules’. Entonces, ¿cómo se podía cambiar la mentalidad de las nuevas generaciones si aquellos encargados de realizar esta labor permanecían reacios al cambio, anquilosados en el pasado?
Comencé a encontrar atisbos de respuestas en la obra de Sergio Almaraz Paz. En su libro Réquiem para una República (1969), Almaraz analiza la transición entre dos élites bolivianas allá por el siglo XIX-XX: la vieja élite de la plata y la nueva élite del estaño. Estas roscas de poder se habían enfrentado dramáticamente en la famosa Guerra Federal, donde la disputa por la capitalidad fue una fachada para su pugna particular. Cuando Almaraz intentó ahondar en la psicología de la nueva rosca descubrió horrorizado que aunque la vieja rosca hubiese sido desplazada, la nueva rosca seguía pensando y actuando como su antecesora. Sin embargo, el país ya no era el mismo y se estaba encaminando a una profunda crisis económica, social y política que devendría en la Guerra del Chaco y la Revolución de 1952. Ingenuamente, la nueva rosca creía gozar del mismo poder y legitimidad otrora existentes. Empero, como en la casa solariega de Chirveches, las condiciones materiales de prosperidad habían cambiado, y aun así las viejas mentalidades se aferraban caprichosamente al presente ¿Qué otra prueba además de los comentarios del Octavio? A pesar de tener el título de haber cursado el PROFOCOM, seguía pensando de la misma manera que hace 30 años atrás, cuando el país era un poquito más neoliberal y un poquito menos orgulloso de sus raíces indígenas. Para él, la coca era un producto de “indios” que las señoritas no deberían ni tocar. Quizás él me consideraba “señorita” por mi tez, que era ligeramente más clara que la de mis compañeras; o tal vez por el apellido Rocha que, a pesar de no pertenecer a la alta sociedad, no era igual que los apellidos Mamani, Quispe o Huanca… quién sabe qué otras locas ideas hayan estado en la mente de aquel hombre al decirme que el mascar coca “es para indios, vos eres una señorita”. Esto me llevó a preguntarme ¿Qué clase de mentalidad era la que se encontraba manteniéndose ajena al tiempo y a los cambios de las condiciones materiales? ¿Cuáles eran las t’aras mentales que aún no se habían superado?
Encontré otro atisbo de respuesta en La Revolución India (1970) de Fausto Reinaga, donde se sostenía que “En Bolivia hay Dos Bolivias. Una Bolivia mestiza europeizada y otra Bolivia kolla-autóctona. Una Bolivia chola y otra Bolivia india”. Para Fausto existían en un mismo país dos clases de personas, dos culturas y dos formas de vidas que se encontraban separadas por un muro invisible e infranqueable. Esas dos Bolivias eran antagónicas. Esas dos Bolivias eran enemigas. Nunca se miraban, nunca se tocaban.
Fue ahí donde encontré un rayo de luz: una de las lógicas erradas que se encuentran más arraigadas dentro de la psique de la sociedad boliviana era la burda distinción entre lo indio y lo no-indio, las dos Bolivias, básicamente. Empero, más que tratarse de un monstruo tangible, se trataba de una pantomima.
Hemos construido quimeras imaginarias sobre lo que significa ser indio y no serlo, como si fueran dos mundos antagónicos separados por un muro diáfano. En el cotidiano vivir, el supuesto muro infranqueable que separa a las Dos Bolivias se diluye con suma facilidad. En la vida real, lo “indio” y lo “no-indio” se entremezclan de tal manera que no nos permite diferenciar fácilmente qué pertenece a quién. Si se quiere seguir usando la misma lógica dicotómica, vivimos con un pie en ambos mundos. Muchos somos los que pasamos una mesa en martes de ch’alla y asistimos con normalidad a la eucaristía de miércoles de ceniza. A tantas personas nos da igual beber una tutuma de chicha que un vaso de whisky. Es común que los prestes populares comiencen con cumbias y morenada para después dar paso a las canciones del recuerdo de los años 80 –música rock en inglés–, además de hip hop o tecno. Tantos paceños tomamos Coca-Cola y mascamos coca el mismo día. Al recordar mis momentos de pijchar en el Conservatorio también existían compañeros que me recibían un poco de coca con mucho gusto y agrado, incluso algunos profesores. A veces el “indio” que llevamos dentro tiene que camuflarse un poquito para ser aceptado, supongo.
Años más tarde, le escucharía decir a la Gringa Alicia que “En Bolivia solamente hay dos tipos de personas: los que son indios y los que fingen no serlo”. Pienso que tiene razón en la medida en que estos discursos de desprecio y diferencia pueden esconder el miedo de reconocerse en las prácticas de los demás. Hilando más fino, en la personalidad del Octavio era evidente su español aymarizado, así como su gusto por la cerveza y el baile. Quizás mi profesor de Filosofía vio algo en mí que le recordaba a él mismo, no lo sé. Hay muchas personas a las que les importa poco o nada que la “señorita Rocha” o “la Natalia” masque coca, use tullmas o que le guste la morenada. Sin embargo, hay también muchas personas a quienes les molesta –o al menos pretenden que– e intentan hacerme dar cuenta de los “errores” que estoy cometiendo. Todavía perduran estas t’aras mentales, no solo en torno a la coca, sino alrededor de muchas de nuestras acciones, interacciones y posicionamientos en el mundo. A pesar de ser discursos que se fracturan en los hechos, existen en las palabras y en las maneras de construir barreras entre nosotros. No es coherente que las t’aras mentales perduren tercamente en medio de una realidad que cambia a cada segundo. Solo cambiando la mentalidad retrógrada podremos disfrutar, y dejar disfrutar, del gran chairo de nuestra cultura.
Estos discursos dicotómicos que separan lo indio de lo no-indio, por más ilusorios que sean en la vida cotidiana, cobran cierta materialidad en los momentos de crisis. Durante la crisis política de 2019, fuimos protagonistas en la cristalización de estas fronteras que dividen a los bolivianos. Cómo olvidar cuando en las álgidas jornadas de 2019 grafitearon frente de mi facultad “Indios, fuera de la UMSA”. Cómo no recordar cuando casi me apedrean por utilizar sombrero mientras visitaba a un viejo amor allá por la Zona Sur bajo la sospecha de ser masista/lucir como india. Cómo borrar de la memoria los momentos de división y polarización donde se dividieron organizaciones sociales, compañeros, amigos e incluso familias. Qué les puedo decir, en esos momentos de crisis, lo “indio” se entremezcla con un montón de etiquetas más: salvaje, bárbaro, masista, terrorista… Lo complicado de definir lo “indio” es que se trata de una categoría que muta a lo largo de la historia y el espacio; no tiene el mismo significado que hace 500 años en la colonia, que hace 100 años en la república o que hace tan solo unos cuantos años en la creación del Estado Plurinacional. Sus imbricaciones con la cultura, la economía, la política, la clase social y quién sabe qué otras huevadas más hacen que sea realmente difícil acuñar un significado absoluto. Empero, pienso que no necesita ser definida para ser experimentada y vivida.
Ya fuera del colegio –con un pie fuera de la universidad también– miro el incidente con El Octavio y me río fuertecito. Mascar coca había sido el principio del camino hacia el encholamiento siempre, o hacia el bircholamiento, como quieran decirle. Tal vez con el tiempo uno aprende a no tomarse las ofensas tan enserio, a aceptar el indio ch’ixi que puede llegar a ser; todo jaspeado y atravesado de aparentes contradicciones que lo hacen más vivaz, más dinámico. Tiene todo el sentido del mundo aprender a hablar aymara e inglés at the same time, jilatanaka, o llevar sombrero de chola y pantalones jeans rasgados en un mismo conjunto. Exigirle “pureza” a los indios contemporáneos es un completo absurdo. Si bien es saludable tomar las opiniones punzantes de los demás con un poco de humor, también existen momentos en los que la categoría “indio” debe ser defendida, especialmente si existen personas que pretenden utilizarla para discriminar o dañar a otros bolivianos. El asunto de lo que significa ser “boliviano” es también otro terreno pantanoso que merece una crónica distinta nomás. Anyway, por más que las t’aras mentales pululen a nuestro alrededor es necesario vivir con plenitud nuestro ser y mandar al cuete a los que nos exigen fingir lo que no somos.