Verdugos con brazos abiertos
Son las 7:55, Ana apresura el paso para llegar a tiempo al colegio antes de que suene el timbre de ingreso. Sortea a los coches que avanzan tan rápido como pueden por la avenida Saavedra y, a medida que se acerca a la facultad de medicina, siente que se pondrá a toser, ¡ajem!
La cabeza gacha, compra rápidamente dulces, esos de 10 centavos que no son ricos pero que tienen el azúcar que le hará sentir bien, al menos la primera hora de clases ¡ajem! Evita mirar el portón plateado del ingreso mientras se abre paso entre los padres que intentan despedir a sus niños en la entrada al colegio.
Sube al segundo piso ¡ajem! Siempre murmurando para ella misma. Ana sabe que al entrar al salón es muy posible que ellas, aquel grupo de chicas que la miran con desdén, estarán sentadas cerca suyo y al menos una de ellas apoyará su inmenso trasero sobre su mesa, tomará asiento y solo tendrá la gran espalda frente a sus ojos hasta que la profesora ingrese al salón. ¡Ajem!
La tortura inició desde muy pequeña, cuando las compañeras de curso, a nombre de inclusión, le daban la misión de cuidar las mochilas en lugar de jugar con todo el grupo. Ana nunca fue como los demás, y eso es algo que nunca nadie pudo entender. Era callada, no le gustaba hablar con todos y le costaba entender no solo las clases, sino también los juegos. Mientras los demás utilizan esto como una excusa para tildarla de rara y hacerse la burla de su manera de ser, dentro de Ana crecía la frustración.
Tenía tan solo nueve años, pero se daba cuenta de que le costaba seguir las lecciones y pronto dejaba de poner atención mientras la maestra levantaba la voz y criticaba públicamente a los estudiantes que no podían seguir el ritmo de la clase. Ana empezó a sentir un estrés difícil de controlar, se metía en el baño del segundo piso a llorar y protestar en voz alta.
Para el resto de los compañeros no solo era la rara sino también la loca y pronto empezaron a inventar historias: “Ana escribe groserías en el baño”, “Ana come tiza”, “yo la vi comiendo carne cruda”.
Al terminar cuarto de primaria, Ana tuvo que repetir el curso, no porque no hubiera aprobado las materias, sino porque el colegio consideraba que debía mejorar sus relaciones sociales. Por supuesto, ella era el problema y no los niños y niñas de nueve años que, sin ningún remordimiento, inventaron historias y evitaron acercarse a ella. Se pidió a los papás de Ana que la llevaran a un psicólogo “porque no es normal que sea tan callada”, pero no se citó a todos los padres de familia del curso, haciendo ver como algo normal que los niños sean crueles y que aquellos que sufren acoso sean quienes tengan que solucionar el problema.
Aún podemos ver en las noticias cómo un grupo de jovencitos atacan sin miramientos a un niño con discapacidad dentro de sus colegios y no nos deja de horrorizar ver a dos niñas envueltas en una nube de polvo mientras se aferran a los cabellos la una de la otra, mientras todos los demás miran el espectáculo y lo graban felices, sabiendo que tendrán muchas visualizaciones en TikTok y nos preguntamos: ¿dónde aprenden estas actitudes? ¿Por qué los colegios y los padres permiten que los niños y jóvenes lleguen a estos extremos? Y simplemente nos conformamos con que todavía ningún niño inició un tiroteo en las escuelas de nuestro país.
¡Ajem! Es la hora del recreo y Ana camina del brazo de su única y también rara amiga. Darán vueltas atravesando los patios cubiertos de cemento, comiendo sus dulces con ansiedad ¡ajem! mientras sentirá uno que otro golpe en la espalda con un papel enrollado que le dará una compañera con mala intención al verla pasar.
Seis años más durará el martirio, mientras llena los cuadernos con dibujos al sentirse incapaz de seguir la clase y la tos nerviosa será cada vez más aguda y frecuente. Es parte de ese 40 % de estudiantes que sufren acoso y parte de ese 14 % que prefiere callar. Los profesores recomendarán que vaya al médico para curar esa tos y continuarán ignorando los empujones al entrar al salón, los traseros encima de su mesa de trabajo y los rumores mal intencionados de los compañeros, al igual que ignoran a los grupos de estudiantes que beben, fuman o vienen de hogares violentos y también son atacados en aquel lugar donde se deberían sentir seguros… tan seguros como en casa.