Morir un poco

En su columna para 88 Grados, Carmen Beatriz Ruiz reflexiona sobre la muerte, las pérdidas y cómo estas impactan en la vida y los recuerdos.

Parece inevitable pensar en la muerte y en los difuntos que cargamos… Estos días la parca nos mira en su versión mexicanizada, emperifollada y grotesca, desde las vitrinas de los negocios; hecha pan con caras “plurimulti” desde las canastas de las panaderías, con una repetitiva oferta de disfraces en innumerables puestos de los mercados; halloween y día de difuntos, tantawawas y calabazas, “ñatitas” a la caza de pedidos y seducciones, muertos y monstruos. Todo se mezcla y superpone: tradición y novedades, costumbres y comercio. Es la vida traficando con la muerte. 

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También es la vida sobreponiéndose a las pérdidas siguiendo sus propios caminos y expresiones, como la serenata con mariachis con que un desolado deudo homenajea a sus muertos o el pantagruélico banquete de picantes y chicharrón que la familia “comparte” con sus difuntos en el cementerio entre los nichos del panteón familiar. 

Mis recuerdos de una lejana infancia me llevan hasta un abigarrado cementerio de pueblo en el que niñas y niños juegan entre las tumbas mientras las madres organizan flores, velas y masitas, compartiendo anécdotas familiares, y algunos hombres fuman sentenciosos, discretamente distanciados del barullo. Ante la muerte hay incomprensión en la niñez, indiferencia en la juventud y, probablemente, miedo entre los adultos, lo que tiene sentido porque se la siente merodeando. 

La oferta en las calles y esos fogonazos de memoria me hacen pensar más insistentemente que otros días en mis muertos; los que se fueron como estaba previsto o a quienes asaltó el zarpazo de la mala hora. De una u otra manera yo los cargo como parte de mi equipaje en esta vida y, seguramente, se irán conmigo porque, ¿a quién le importan los muertos de otros? Cada quien carga los suyos, con pesares y alegrías, con devoción o resentimientos. 

Mis muertos son presencias casi permanentes, compañía inevitable, van y vienen desde las brumas de diversos acontecimientos; a veces me hacen sonreír, otras —¡cómo no!— lagrimear, y los cargo a donde vaya, cual estampas de su paso por este mundo y atravesando mi vida: la sonrisa triste de mi madre, su agitación ante los pormenores de la vida cotidiana que no podía resolver y su empeño invencible para darnos la oportunidad de estudiar que ella no tuvo; los ojos pícaros de mi padre mientras, sentencioso, evocaba aventuras y paisajes; los adioses incompletos con mis hermanos, que todavía duelen, y las muertes jóvenes, tan anti natura que incluso no se las puede ni nombrar…

Cada muerto que acumulo me hace vivir y morir un poco. Es que no son solo recuerdos, son circunstancias, desgarros y despedidas, retazos de vida que se alojan en los recovecos de la memoria o se pierden en los meandros del olvido. Y no necesito rezos en el cementerio ni disfraces de halloween para recordarlos porque cada despedida significó morir un pedacito y cada recuerdo es vivir (los) de otra manera.

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