Códigos de calle

Las pandillas dejan su huella en las calles y en los titulares, siempre al margen, pero su realidad es más compleja. A través de relatos personales y testimonios, Mauricio Aliaga revela el trasfondo humano detrás de la violencia y la búsqueda de pertenencia en un entorno hostil.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

Regreso a mi casa después de rondar por bares de dudosa reputación. Primer viernes, 12:35 y los minibuses que ingresan por la avenida Cochabamba todavía están desfilando en el cruce a Villa Adela. El grito de una señora que vende tripitas en esta parada improvisada me saca del letargo previo a encender un cigarro. Frente a ella, a unos diez metros de su puesto de comida, un grupo de jóvenes en evidente estado de ebriedad comienzan a pelear. Mi atención llega a la escena cuando uno de ellos ya está tumbado, en el suelo, retorciéndose para evitar el impacto de las patadas del otro; a defensa del caído acude un tercero que empuja a quien está parado y le advierte con “puntearle con sus cuates” si no se calma. El agresor se reintegra a su grupo, que son otros dos jóvenes, y se van, perdiéndose en el camino que lleva a Viacha. Quien yacía en el piso se reúne con su defensor y ambos toman la dirección contraria, pasando cerca mío y otros parroquianos que nos detuvimos a ver el espectáculo. A modo de hablar de lo que pasó, me acerco a la casera para comprarle unas tripitas y preguntarle si ese tipo de escenas son comunes a esa hora y me responde que así siempre es, sobre todo los fines de semana. Parece reírse a mi ilusa pregunta que refiere a los policías y sentencia la charla con una frase que continuará por días en mi cabeza: “Son pandilleros pues joven, a ellos ni la policía los quiere”.

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Grafiti con el nombre de una de las pandillas en la zona 1.o de Mayo. / Fotografía: Mauricio Aliaga.

Es entonces cuando me asaltan los recuerdos de mi paso por el Jesús Obrero, un colegio de convenio en el que tu valor social se sostenía en la capacidad de pelea que tuvieras y la cantidad de Deleite que aguantaras. Tenía catorce años cuando los chicos populares me pusieron frente a Carlitos, otro adolescente al que le sacaba tres cabezas y con quien compartía el gusto por una niña blanquita de cuyo nombre no quiero acordarme. Con la mano ensangrentada, la ropa llena de tierra y la adrenalina rebosando mi sistema, conocí a quienes eran parte de Las 3 Coronas, la pandilla local que, al ver mi inutilidad para los puños, prefirieron no considerarme como alternativa cuando hubiera “campales”. 

No es lo que le pasó a mi amigo Daniel M., actual compañero del taller de melamina donde trabajo. Cuenta que lo reclutaron porque era bastante fuerte y, junto con su hermano, lo llamaban para pelear contra los otros grupos de colegios en grescas grupales de todos contra todos. Es evidente su emoción cuando me narra cada una de las peleas que recuerda, reviviendo con detalles el uso de pistolas, bates de béisbol, puntas, machetes y otras armas que se llevaban a modo de intimidar y hacer presencia, pero casi nunca volvían a sus lugares sin haber tenido contacto directo con los otros.    

El término “pandillero” es usado de forma peyorativa por la mayor parte de la sociedad que los relaciona con los conceptos de violencia, uso de drogas, territorialidad y juventud. De acuerdo con la investigación “Pandillas Juveniles en La Paz” (2015) de Juan Yhonny Mollericona, las pandillas juveniles son “un conjunto de jóvenes que se reúne cotidianamente en lugares fijos y que han desarrollado un vínculo o lazo afectivo que les permite sentirse parte de una identidad social que comparten entre todos sus integrantes”. El investigador menciona que si bien dentro del imaginario colectivo las pandillas son consideradas como “grupos juveniles violentos”, el delinquir no es el factor de principal motivación para su conformación sino el sentido de pertenencia, pues la mayoría de sus miembros provienen de familias desestructuradas que buscan refugio y conformar una identidad basada en el respeto que estos grupos generan en sus entornos.

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Daniel M y Joel V., dos expandilleros. / Fotografía: Cortesía de Mauricio Aliaga.

Daniel tiene nueve hermanos, me cuenta que su padre es alcohólico. Su testimonio confirma la teoría de Mollericona pues, al crecer en un hogar donde no tenía control de sus padres y con sus hermanos lejos, encontró contención emocional al reunirse con los miembros de la New Generation durante sus dos últimos años de colegio. Tenía nueve años cuando comenzó a beber y doce cuando estuvo involucrado en su primera pelea. Cuenta que en callejones y casas abandonadas de la zona cerca al colegio Julián Apaza se consumía satuca, pepas, pilas, miel, cristal e incluso algunos inyectables. Estas referencias trasladan mi memoria con el Loco y el Calacas, camaradas de cuartel con quienes hablábamos de lo mismo al humo de unos porros en las largas noches de guardia. 

“Pero depende de la zona, por ejemplo abajo lo que más reina es el alcohol”, dice José, mi cuñado. Su naturaleza amiguera le hizo pasar por todo tipo de grupos sociales, y por supuesto que las pandillas no fueron la excepción. Cuenta que se movía por La Portada y lo que más disfrutaba de esas épocas era grafitear, dejar tags en las paredes para marcar su territorio. Las pintarrajeadas me recuerdan el nombre de Urban Plan que se repetía en todas las paredes que me mostraba el micro de camino al Plan 3000 en Santa Cruz, en los Vatos Locos de Villa México en Cochabamba o en Los 420 de mi actual barrio. Al tratar de unir cabos caigo en el lugar más común de estos espacios, la periferia. 

La periferia tiene una baja oferta de alternativas de recreación vinculada con las artes, está al margen, son outsiders por naturaleza, generalmente viene de la mano con desestructuración familiar, pobreza, marginalidad, ausencia del Estado y bajos niveles de atención en servicios básicos como salud o educación. En su investigación, Mollericona informa que se tuvieron dos anteproyectos de “Ley contra las pandillas”, con un enfoque estrictamente represivo y nada preventivo, presentado por legisladores el año 2011 y 2013. Ninguno prosperó, aunque el Estado sí ejecuta acciones policiales concretas, como el plan “Cero tolerancia a la delincuencia juvenil”. De acuerdo a datos oficiales de la FELCC, publicados en Los Tiempos el 21 de abril de 2024, en Bolivia existen más de 700 grupos delincuenciales conformados por jóvenes y se encuentran en mayor medida en el eje central del país. A pesar de que los golpes delictivos son leves en comparación a otros tipificados en el Código Penal, los perpetradores no pueden ser juzgados sino hasta cumplir los 18 años; sin embargo, esto no evitará que se formen una reputación negativa en la policía que aplacará la violencia con violencia. 

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Rastro de una de las pandillas en la zona 1.o de Mayo. / Fotografía: Mauricio Aliaga.

Es una problemática tan común que se hizo cine el año 2009. Bajo el título Pandillas en El Alto, el colegio Puerto del Rosario de la zona Nuevos Horizontes bajo la dirección del profesor de literatura Milton Ramiro Conde lanzan una propuesta cinematográfica que pasaría a formar parte del patrimonio de la cultura popular. El blog “La llegada del tren” cuenta que el mismo Conde reconoce al film como un proyecto educativo más que como una película, pero por filtraciones y la magia de la piratería (que la distribuyó a 3x5) esta historia pasó a formar parte del imaginario colectivo. Una hipótesis del porqué de su popularidad es que, antes de Tik Tok, los habitantes de esta ciudad tenían la necesidad de reconocerse detrás de una pantalla tras el protagonismo de personajes comunes y corrientes. La película, disponible ahora en Youtube, dura 3 horas, tiene una perspectiva melodramática, carece de sofisticación técnica, cuidado de guion o fotografía. Es esencia, muestra una realidad sin maquillaje, por ello la categorizaría dentro de la estética del feísmo. Mauricio Souza Crespo en una reseña publicada en el periódico Los Tiempos en abril del 2018 dice: “Quizá Pandillas en El Alto proponga una alegoría después de todo: una alegoría de las violencias –del transporte, del maltrato en la calle, del comercio, del colegio, del trabajo, de los trámites– que parecen organizar nuestra vida cotidiana, en las ciudades, en Bolivia. Y quizá Leo [el protagonista de la película] no esté equivocado: acaso una buena manera de sobrellevar o sobrevivir esas violencias sea formar parte de una corporación. Hasta las últimas consecuencias”.

Hasta las últimas consecuencias llegaron María y su hermano Ángel, un amigo de colegio que se unió a una farra que compartía con otro grupo de frikis el 2018. En la mesa Ángel nos contó que su hermana estaba enamorando con un sujeto de Los Real 4 Life; cuando ella decidió terminar la relación sentimental, el otro que ya se la tenía jurada, decidió vengarse. Una noche, mientras regresaban de una fiesta, en la puerta de su casa, robaron a María y apuñalaron por la espalda a Ángel. El periplo que narró después incluyó una larga internación en el hospital Korea, lugar donde salvaron su vida “Ahora si soy un ángel, ya tengo mis alas” me dice señalándome los lugares donde habían descansado los puñales de su agresor. A mi inevitable pregunta de cómo fue llevar la cuestión económica le sigue la emoción de su respuesta. “Los amigos son familia” y me cuenta cómo es que los miembros de la pandilla a la que pertenecía se organizaron con otras personas del colegio y la parroquia para hacer una colecta, kermesse y otras movidas económicas para aliviar la emergencia sanitaria. 

El fenómeno de las pandillas está arraigado en nuestro imaginario social; forma parte de nuestra cotidianidad y evoluciona a medida que los recambios generacionales van encontrándose en sus espacios de ocio. El que “ni la policía los quiera” puede ser una exageración porque están presentes en el cine, la academia y la vida misma, formando esa identidad en la complementariedad del grupo. 

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¿Cuántas latas de clefa caben en un corazón?, artista Cuyohijoserá, instalación de arte contemporáneo expuesta en Kiosko en agosto del 2024. / Fotografía: Mauricio Aliaga.

Ese primer viernes, en una mesa coja de ese bar de mala muerte y casi como premonición a lo que vería después, escuché a un changuito hablar a voz en cuello de las peleas en las que participó, las violaciones que realizó y los robos que perpetró. A pesar de la molestia que me generó, me limité a escuchar, y lanzó una de esas frases lúcidas de un borracho. “Al final el tiempo pasa, los que estaban al principio ya tienen hijos, tienen que dedicarse a otras cosas, te llega la madurez… así nomás es la vida”. Su sabiduría me reveló que, a pesar de esa necesidad de sentido de pertenencia y formación de identidad que tienen los adolescentes, el camino que eligen no es definitivo. La popularidad de ser “el chico malo” termina por diluirse a medida que la vida va golpeando y termina siendo una etapa más. Obviamente habrá muchos factores que influyen para que las decisiones que se toman a partir de esos golpes ayuden a madurar, buscando otro estilo de existencia, quizá más honesto, cambiando de ambientes y con otros valores, más pegados a las buenas costumbres de una sociedad progresista. Lo escribo porque es el caso de mi amigo Daniel, que, a sus 24 años, se desvive por ser un buen esposo para Gladis y dar un buen ejemplo a Ian, su pequeño hijo de dos años.

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