La casa viva de la abuela

Isabel Antelo explora los recuerdos de dos hermanas recorriendo los laberintos de la niñez en un cuento tan fantástico como emotivo y que forma parte del libro Memorabilia (Ed. 3600, 2023)
Editado por : Daniela Murillo

Cuando Arturo me pregunta cómo era la casa de la abuela, yo aspiro fuerte, me froto el rostro con las manos y cierro los ojos. Muy despacio le cuento que la casa de la abuela era enorme, más grande que cualquier casa que él hubiera visto, porque la casa de la abuela era una casa viva. 

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Imagen: 88 Grados

En voz baja le voy contando que nos mudamos a la casa de la abuela el año que mamá murió. La casa de la abuela era vieja y se alzaba junto a un río grande en donde Delia y yo pasábamos horas pescando y buscando a mamá, a quien imaginábamos convertida en pacú. Alrededor del río se extendía el campo, amplio, lleno de árboles y enredaderas; en aquel lugar nos perdíamos durante horas buscando a mamá convertida en ratón o en flor de durazno. Dentro de las paredes gruesas de la casa, mamá era las infinitas polillas o los sapos que se metían por las puertas abiertas en verano.

La casa de la abuela era una casa viva, una casa en perpetuo movimiento, que, así como Delia y yo, no se podía estar quieta. Pronto descubrimos que bastaba adormilarse en la mecedora de la sala un momento para encontrarse, al momento siguiente, recostado en el suelo de un comedor largo. O abrir la puerta del baño que se recordaba estaba ahí el día anterior, para luego aparecer frente a una terraza desnuda. La abuela se reía de nuestros rostros desfigurados por el miedo a perdernos en los laberínticos pasillos de la casa; con el tiempo empezamos nosotras también a reírnos con ella, encontrando cada vez más gusto a perder el día entero buscando la cocina, o a jugar una versión de las escondidas en la que ambas éramos, simultáneamente, la que buscaba y la que se escondía. Por las noches nos dormíamos abrazadas en alguna cama y despertábamos separadas por persianas o gruesas paredes de piedra. Nos buscábamos a gritos y una vez juntas trepábamos ruidosas escaleras de madera o las elegantes escalinatas metálicas con pies descalzos (los zapatos perdidos para siempre en algún armario), ansiosas ante la posibilidad de encontrar una sala gigantesca con chimenea y sillones de cuero o un cuarto de baño enorme con una tina de cobre al medio o ese pequeño cuartito utilizado como depósito que llevábamos semanas buscando. 

A medida que pasaba el tiempo, la casa silenciosa de la abuela se llenó de nuestras risas infantiles y los juegos crípticos que creábamos. Si en medio de nuestras apresuradas carreras de pasillo en pasillo nos encontrábamos con la abuela, ella nos llenaba los bolsillos de puñados de maíz y coime, en caso de que demorásemos demasiado en volver, cosa que no sucedía, pues los movimientos reumáticos de las paredes no eran rival para nuestra propia vitalidad. También papá aparecía en nuestro camino, con su paso lento y su rostro flaco, cada día más parecido al fantasma en que se había convertido desde la partida de mamá. Entonces le hacíamos muecas, le tirábamos de las mangas, le llenábamos el rostro de besos y le despeinábamos los cabellos. Pero ninguna acción servía; el rostro del fantasma seguía asomándose por sus pupilas apagadas, y decidíamos dejarlo atrás, corriendo como bólidos, aburridas de su amodorramiento.

A veces un giro brusco en una esquina nos mandaba directo al exterior y echábamos a correr por el jardín y por el campo, más allá del río y hacia huertos desconocidos. De repente, el rostro preocupado de la abuela se asomaba por alguna ventana y su voz angustiada nos llamaba adentro, entonces regresábamos veloces para ser recibidas por sus brazos firmes. Luego, sin separarnos, partíamos las tres de la mano por galerías inmensas y corrales abandonados; caminábamos por pasillos oscuros llenos de cuadros y fotografías; subíamos y bajábamos escaleras y peldaños; abríamos un par de puertas y recorríamos persianas. Y de algún modo encontrábamos siempre el camino hacia la habitación de la abuela, en donde un espejo grande, que dominaba la habitación entera, nos devolvía nuestro reflejo de niñas mugrosas y salvajes. Después de mirarnos reflejadas en el espejo, la abuela se ocupaba de nosotras como algún día había hecho mamá, y nos permitíamos entonces recordar sus caricias delicadas y sus besos sobre la sien. Dóciles y adormiladas, tomábamos un baño largo si encontrábamos la tina o una ducha fría si dábamos con ella y la abuela nos frotaba los cabellos y el cuerpo con jabones y líquidos olorosos. Y tras embutirnos en cómodos camisones, la abuela nos peinaba, perfumaba, y recordábamos a mamá cantando con nosotras en su regazo. Solo en días así, es que nos atrevíamos a preguntarle a la abuela como era posible que ella jamás se perdiese y supiese siempre como encontrarnos en el enredado laberinto que era su casa. Ella entonces nos explicaba que cada lugar de la casa viva era un lugar vivido previamente por ella y que, en una casa como esa, en la que los lugares cobran vida, los vivos vamos cobrando inercia.

Un día, llegamos a un ático angosto a través de una escalerita que descendió del entretecho. Atrapados en el ático, infinidad de objetos se cubrían de polvo y telarañas en silencioso olvido. Entre una multitud de juguetes anticuados y piezas de vajilla rota encontramos una estatuilla de vidrio en la que vimos representada a una niña descalza y de largos cabellos, quien, como nosotras, parecía un torbellino de juventud. Pensamos en guardarla en uno de nuestros bolsillos, entre el maíz y el coime, pero en un impulso definitivo decidimos dejarla en su lugar. Esa noche, mientras intentábamos dormir en una habitación pequeña llena de animales de peluche, comprendimos de a poco que, finalmente y sin buscarla, habíamos encontrado a mamá. 

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Imagen: Editorial 3600

A papá lo encontramos poco después, cuando, hurgando entre la infinidad de libros de una biblioteca gigantesca, dimos con un tomo grande y forrado de cuero, en cuya portada se encontraba grabada la imagen de un muchacho joven con el cabello desordenado. Era un libro sin título, en cuyas páginas en blanco escribimos nuestros nombres una decena de veces, para luego cerrarlo definitivamente y dejarlo en el mismo estante en que lo habíamos encontrado. Con lágrimas en los ojos pusimos llave a la puerta de la biblioteca y entendimos que el fantasma de papá se había quedado entre aquellas páginas amarillentas y con olor a húmedo. Luego sonreímos alegres de saberlo entretenido para siempre entre los cientos de estantes con libros.

Al pasar los años fuimos sintiendo como nuestras alocadas carreras perdían velocidad y nuestros ligeros cuerpos infantiles se hacían torpes. Cuando nos miramos en el espejo de la abuela un día, encontramos que las que nos devolvían la mirada eran un par de mujeres de caderas anchas y pechos puntiagudos. A nuestra sorpresa inicial le siguió una resignación agradable. Nuestros pasos solemnes nos llevaron a un armario grande de donde sacamos elegantes vestidos bordados que vestimos sin demora y dos pares de zapatos de tacón, con listones de colores. Desde algún lugar en la penumbra, la abuela nos observaba sonriente mientras nos pintábamos los labios de color rojo y recogíamos nuestros cabellos en moños y rodetes. Una vez que estuvimos listas, nuestro andar seguro nos llevó a la puerta grande de entrada, la cual abrimos sin demora, seguras de encontrar el mundo entero al otro lado. Cuando ya nos alejábamos a paso rápido por el camino de grava del exterior, sentimos la mirada distante de la abuela desde alguna ventana, en donde se cerraban sus ojos muy despacio mientras se apagaban las luces de toda su casa.

Cuando Arturo pregunta qué pasó después, sonrío, me rasco la mejilla y me encojo de hombros. Mientras la abuela se dormía en la casa viva, Delia tomaba un camino y yo tomaba el otro. En la bifurcación se quedaron nuestros abrigos infantiles con los bolsillos llenos y nuestras cañas de pescar. Por muchos de los años que siguieron yo busqué a Delia en los peces del mar o en las arañas del ático, hasta que mi propia casa se llenó de habitaciones y de risas. Entonces no tuve más remedio que quedarme quieta, ya el movimiento extraviado en los pasillos de mi casa, mis lugares vividos convertidos en estancias y mis párpados cada vez más pesados.

Arturo ha salido al jardín. Mi mirada sigilosa lo acompaña mientras corretea descalzo sobre el césped. Sus pasos curiosos lo llevan cada vez más lejos, hasta que sus brazos le ayudan a saltar la valla baja que nos separa del campo abierto. Desde algún lugar en la lejanía, el viento me devuelve el eco de su voz como oleaje marino y yo me voy meciendo lento, convertida en un bote a la deriva.Voy a llamar a Arturo en cualquier momento. Mi voz angustiada romperá la distancia y lo traerá de regreso. Entonces, le contaré más historias y, tomándolo de la mano, lo llevaré a recorrer todos estos pasillos mal iluminados.

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