1999: el público absurdo

Adrián Nieve nos invita a revisar la cartelera de cine y televisión de 1999, un año en que las películas se animaron a ser un poco más oscuras y absurdas, retratos de una época con una particular “falta” de crisis.
Editado por : Fernanda Verdesoto Ardaya

***ADVERTENCIA: El contenido del siguiente artículo no es una invitación a la nostalgia y mucho menos a proferir la frase “antes todo era mejor”. Si usted es de esos, ni modo, hágalo si quiere, pero el autor no lo aprueba y escribe este disclaimer desde la impotencia de que no puede hacer nada al respecto***

Veinticinco años después, por fin lo hice: vi el primer capítulo de Los Soprano, la legendaria serie de HBO que marcó un antes y un después en cómo se concibe a la televisión en el mundo entero. ¿Cómo fue que tardé tanto? No importa. No estoy aquí para justificarme ante nadie, ni siquiera voy a hablar solamente de Los Soprano. Hoy quiero hablar del año en que se estrenó esta serie, un año caracterizado por algunas de las mejores películas en la historia del cine y la televisión por la manera en que retrataban lo más absurdo de la sociedad.

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Imagen: 88 Grados

Sí, estoy hablando del año que ves en el título del artículo.

El contexto por delante

Bolivia cerraba el milenio pendiente de un montón de promesas no cumplidas de sus figuras políticas, siempre atrapada en la contradicción de una sociedad que negaba esa parte indígena de su identidad, buscando imitar al mero mero de los países en esa época: los iu-nay-ted es-taits

Sí, Estados Unidos, ese país que venía de ganar la Guerra Fría en 1989 y al que le faltaban dos años para que, en 2001, cayeran las Torres Gemelas. Entre ambos hechos históricos, los yanquis vivieron una época de relativa estabilidad: la economía se disparó, los políticos equilibraron el presupuesto y había una sensación de bienestar en el presente y de un futuro venturoso. 

Así que mientras Bolivia tenía —¡democráticamente!— como presidente a un antiguo dictador, al norte de México, Bill Clinton esquivaba exitosamente las consecuencias del caso Lewinsky; mientras que en nuestro país las luchas sociales y los movimientos indígenas alzaban más y más la voz contra la narrativa extranjerista de los sectores hegemónicos, en Estados Unidos la única guerra librada era la “guerra contra las drogas”1, por lo que su presencia en Bolivia era tensa y represiva.  

Además, es el año en que Bolivia juraba estar en un momento de crecimiento económico asombroso, cuando en realidad la pobreza persistía y la tasa de desempleo no mejoraba. Resultado: la clase media vivía una fantasía de bienestar y las clases bajas no podían ver más allá de la precariedad. Mientras que en USA, la década del noventa se cerraba con estabilidad en (casi) todos los sectores sociales, ocasionando que los yanquis se animen a mirar activamente hacia el futuro. A eso se suma que ellos ya estaban en un apresurado proceso de digitalización y acceso al internet, lo cual ocasionó cierta mentalidad futurista: las empresas tecnológicas no eran valoradas por lo que valían en ese momento, sino por lo que podrían valer. 

Un año de peliculones

Es 1999 cuando se estrenan series como Los Soprano, Futurama, One Piece y Digimon, y películas como Sexto sentido, American Beauty, Being John Malkovich, The Matrix, Las vírgenes suicidas, El club de la pelea, Ojos bien cerrados —el último baile de Kubrik—, Rushmore, Office Space, Boys Don't Cry, Magnolia, El proyecto de la bruja de Blair e Inocencia interrumpida. Ahora, hay varias cosas que se puede decir de estas producciones, pero me quedaré con dos: todas mantienen su relevancia aún hoy (tal vez no la popularidad) y todas son un poquito oscuras; retratan cierto malestar en atribulados héroes o villanos que viven en un mundo absurdo. 

En ellas no es raro ver a protagonistas que no están conformes con el orden de las cosas. Hombres y mujeres que miran a su sociedad y sienten que no pertenecen, que hay algo podrido por dentro y que ellos quieren más que lo que la sociedad yanqui de 1999 ofrecía. ¿Y cuál era esa oferta? Un trabajo seguro, de oficina, sin riesgos y con muchos beneficios, es decir, bien inmerso en una rutina estable. Trabajos de ocho horas con los que te podías costear sostener una familia y gozar de alguna que otra delicia de la vida moderna y clasemediera. Nada épico, solamente estable.  

El arte refleja a su época, a la cultura que lo genera. Entonces, ¿por qué todas esas producciones yanquis que mencioné retrataban situaciones tan oscuras? ¿Acaso no surgieron en tiempos de paz y seguridad general? ¿No era que los iu-nay-tet es-taits estaban viviendo una época de bonanza?

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Imagen: Adrián Nieve

Sí, pero no. La estabilidad yanqui, a diferencia del delirio boliviano, era real. No había una gran crisis, no había una gran guerra, no había un terrible enemigo amenazándolos, salvo las drogas que afectaban más que nada a los pobres y a otros países, por lo que los clasemedieros (y, peor aún, las clases altas) hacían la vista gorda para no amargarse el día. Entonces, ¡todos felices y contentos! Y con “todos” me refiero a todo aquel que fuera hombre, blanco y heterosexual, porque los demás eran mujeres o raritos a los que no les gustaba lo mismo y por eso tenían que ser ignorados.   

Pero, con lo que no contaban, era con que la felicidad y la estabilidad no vienen solas. 

Yo soy mi primer enemigo

Cuando no hay una amenaza externa a nosotros, los seres humanos tenemos cierta tendencia a estar ojo al charque porque, aun cuando estamos felices, la angustia nos vuelve un poco paranoides. Lacan decía que lo único real es la angustia y si eso es verdad, entonces no importa que no haya de qué angustiarse, de alguna forma lo habrá. Por eso, si no hay una fuente de angustia afuera, habrá que mirar adentro. 

Y, básicamente, eso fue lo que pasó con el cine yanqui de esa época. Resulta que después de la locura que fueron la Guerra Fría, el conservadurismo de Reagan y la cruel locura de Chenney, la sola idea de una Estados Unidos sin un enemigo donde proyectar todo lo que odiaban de sí mismos, hizo que los yanquis (hay que admitirlo: más que nada los hombres) se vieran obligados a reconocer las falencias dentro de sí mismos y dentro del estilo de vida al que estaban sometidos.

Eso es lo que, básicamente, pasa en el primer episodio de Los Soprano. Nos encontramos a un capo de la mafia que entra en crisis porque está aburrido de su trabajo. Es un hombre con el deseo de crear, cuya vida y rol de género lo obligan a destruir. Es un hombre violento que tiene que hablar de tú a tú con una mujer académica para resolver la crisis interna que amenaza su estilo de vida. Tony quiere y no quiere un cambio radical, tal como Rocco de The Boondock Saints (otro peliculón del 99), tal como la mayoría de los personajes que nos regalaron las películas del año titular de este artículo.

Donde mejor se nota todo esto es en filmes como Office Space, Being John Malkovich y un poquito The Matrix, películas en las que la imagen más poderosa y recurrente es la del oficinista atrapado en un cubículo, peor aún, atrapado en una vida corporativa, aburrida e imperturbable. 

En pocas palabras, condenados a una vida de monotonía. 

La monotonía de un pene sin guerra

Hay uno de esos chistes boludos que dice “nunca confíes en algo que sangra una vez al mes”, pero la verdad es lo contrario. Los hombres no tenemos una relación directa con el dolor físico, nuestra adolescencia no es un maldito body horror en el que, de repente, te crecen los senos y te sangra la entrepierna. A eso se añade que las normas sociales (capitalismo y patriarcado, le dicen) buscan que los varones no crezcan muy en contacto con los aspectos más sensibles de su psicología, por lo que la masculinidad era/es/¿será? bastante unidimensional, por decir algo simple. 

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Imagen: Adrián Nieve

Esto se relaciona mucho con lo que ciertos sociólogos y filósofos decían: al no tener una experiencia fisiológica como el periodo, algunos hombres buscan la violencia como una forma de expresar y procesar el dolor. Esta violencia se convierte en la forma dominante de expresión, lo cual lleva a una construcción social de la masculinidad en que la represión predomina al punto de que se empieza a glorificar la violencia y la guerra.

En la monotonía de la que hablábamos antes, aparece el espacio para la introspección. Básicamente, los noventas fueron un periodo que se dividía entre la negación con sitcoms a la Full house y Saved by the bell y la introspección con estas películas y series que mencioné antes, de las que quiero destacar dos: Fight Club y American Beauty.

La mentira de la familia clasemediera, la monotonía y la crisis de la masculinidad son los temas principales de American Beauty, un filme que comienza con la imagen idílica de los suburbios y, poco a poco, la va rompiendo, revelando qué escondían los personajes dentro de sí: el padre está al borde de ser un depredador sexual y el vecino es, en secreto, un supremacista blanco que reprime sentimientos homosexuales. Ambos terminan siendo víctimas de la absurda estructura social noventera y sus hijos escapan de la monotonía de una vida así.

Fight Club centra toda su introspección en una conversación sobre el consumismo y la masculinidad. Es el mismísimo Tyler Durden el que dice que la crisis está en que no hay una gran guerra y que las promesas del capitalismo nunca van a cumplirse. “Y estamos muy enojados”, dice mirando a la cámara, justo antes de mandar a sus seguidores a perpetuar actos de violencia contra esa sociedad estable y monótona que se cimenta en mentiras. Y si bien Fincher terminaba el milenio riéndose del aburrimiento y el morbo del público al retratarlos en esta película, muchos hombres la tomaron demasiado literalmente; tal vez la sátira era demasiado relevante para los hombres blancos de clase media en Estados Unidos (y el mundo) que no estaban siendo discriminados por su color de piel o su orientación sexual y tenían el lujo de sentirse aburridos en un mundo sin guerras ni enemigos.

Un mundo sin dolor, donde ellos eran los responsables de su felicidad. 

Sísifo riendo

Las películas de 1999 son el cierre de una época de mucha represión. No es que el 1 de enero del 2000 la represión acabó y, de repente, todos se expresaban sin tapujos y se aceptaban o algo así. De hecho, esta crisis de la monotonía duró —al menos en Estados Unidos. Acá en Bolivia, de alguna forma, sigue— hasta que un ataque terrorista a las Torres Gemelas fue el gatillo de una guerra que permitió a los yanquis encontrar un nuevo enemigo foráneo e invadir un país lleno de petróleo. O algo así, no pienso desarrollar mucho esta parte.

El caso es que durante toda la década de los noventas se fue cocinando algo que llegó a su punto más álgido en el 99, ese momento perfecto en que se acababa un milenio, la gente andaba histérica por el Y2K y el cambio de dígito hacía que exista cierta incertidumbre entre los que amaban la máscara de bienestar noventera y los que ya no podían con la hipocresía de la época. Toda esa gente, aburrida o paranoica, buscaba entretenerse después de pasarse toda la semana trabajando y cuando iban al cine no se encontraban con películas descerebradas, sino con un menú fílmico muy interesante.

El autor Brian Raftery se animó a decir, en 2019, que 1999 fue el mejor año para el cine en la historia. Según él, entre Miramax y Sundance, el cine independiente se había convertido en un fenómeno que recaudaba tanto como el cine pipoquero. Las audiencias de 1997 y 1998 estaban más dispuestas a ver películas de bajo presupuesto y las distribuidoras ya sabían cómo vender el tipo de historia extraña, oscura e inconformista que plagó los cines de 1999. Así fue que Being John Malkovich, Inocencia interrumpida y Boys don’t cry tuvieron un relativo buen desempeño de taquilla y hasta se volvieron clásicos. 

El público estaba más dispuesto a entrar a la sala de cine para hacer un poco de introspección: a lo mejor eso era fantasear con cambiar tu vida por completo o empezar a cuestionar a la sociedad coqueteando con la idea de destruirla. En otras palabras, ver el absurdo, en el sentido camusiano de la palabra. Porque, si simplificamos las cosas, eso es un protagonista de varias películas de 1999: un Sísifo dándose cuenta de lo ridículo de su castigo y riéndose de los dioses por no ser más creativos a la hora de pensar en una tortura.   

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Imagen: Adrián Nieve

El público de 1999 fue expuesto a ideas más complejas para denunciar las falencias de sus estructuras sociales, fue expuesto a ideas algo nihilistas, retratos de impotencia ante la monotonía y algunas retorcidas esperanzas de romperlo todo. El público de 1999 estaba recibiendo un germen para desear romper las certezas de esa estabilidad reservada a los hombres blancos heterosexuales, obligarlos a ver dentro suyo y darse cuenta que algo en sus vidas y masculinidades no estaba bien. ¿Quién sabe qué hubiera pasado si el 9/11 no hubiera mandado de vuelta a los yanquis a la seguridad del cine escapista y la sensación de un enemigo foráneo?

No sé. A lo mejor todo sería igual o un poco mejor. Ya no importa. Por ahora, lo que me queda es la tarea de ver la crisis de un mafioso de Nueva Jersey y comprobar si es verdad todo lo que dijo Bryan Cranston sobre Los Soprano, todavía con la esperanza de que el público vuelva a tener la disposición de ver cosas absurdas, como pasó en 1999.

 

 

1  Sí, maldito sabelotodo, estoy consciente de que tenían cierta intervención en Kosovo y ya habían comenzado sus movidas en Irak, pero no tenían una guerra en gran escala y apoyada por su gente.

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Este texto forma parte del especial Especial del 2024