Agosto

Entre humillaciones recibidas en un trabajo para un ser que ya de por sí es humillante, el deseo de ser una gata se planta en la mente de la protagonista de este intenso cuento de Fernanda Verdesoto, parte del libro Jano Bifronte (Ed. 3600, 2022)

Siempre quise ser un gato. Convivo con una y es emocionante verla escurrirse entre mis manos cuando quiero darle un poco de ese amor forzado al que estamos acostumbrados los humanos. Es como una pequeña víbora que se escapa de los cazadores. Y eso está muy bien, ella sabe cuándo querrá amarme y siempre a su modo. Yo sé que me quiere, que me ama, pero ella sabrá cuándo y cómo. Entiendo que hoy me ama un poco más porque se acuesta sobre mis nalgas mientras veo el primer noticiero en la televisión acostada de panza sobre la cama. Yo también amaría un buen par de cachetes carnudos y rebotadores donde se pueda descansar, pero tengo que conformarme con un colchón duro donado por los buenos vecinos, ellos dicen que es bueno para la espalda. Tal vez, pero yo no quiero una espalda recta. Todos los días veo a la gata que se estira y su espina dorsal se convierte en una pequeña serpentina que oscila entre el cielo y el infierno sin dolor. Si el mar fuera un animal, sería un gato. Estornudo y la gata sale despavorida antes de que pueda reincorporarme, porque la comodidad del poto se esfumó y ella no volverá por horas. Porque el amor tiene que venir por dosis y ella ya tuvo la suya. Quiero ser un gato y cargar una columna vertebral que pueda doblarse, por arriba y por abajo, que un dragón bailarín sea el controlador de todo mi cuerpo. Como la culebra que aparece día por medio en el baño, pero con pelo. 
La gata se escondió en un ropero y yo debo ir a trabajar. Se me hizo tarde, hace demasiado calor y nunca hay excusas para faltar. Tomo el uniforme apestado a productos de limpieza y le dejo los pelos de la gata, porque su manera de amarme se manifiesta en pelos que se acumulan en mi nariz y en mis ojos. Cuando estamos echadas en la camita, estornudo varias veces por la pelusa y ella se espanta. Es todo un ciclo vicioso que la gata provoca. 
Esta vez, dejo la ventana abierta por si la gata quiere salir a pasear y ponerse de novia. Hoy hace demasiado calor y uno de esos soles que te pintan la cara de rojo de un solo brochazo. Tal vez hoy ella solo quiera tomarse un baño de luz mientras admira el movimiento de los tendederos del patio. Hoy hubiera sido un buen día para lavar ropa. 
El bus tardó mucho tiempo en llegar y temo que me regañen en el trabajo, o peor. Por suerte, el chofer parece estar consciente de su impuntualidad y acelera tanto que el motor empieza a calentarse. Desde mi ventana veo los ríos de árboles que parecen ser uno solo a esta velocidad. Los pelos se van despegando de mi uniforme, uno a uno, y se van juntando con la polvareda que deja el autobús en apuros. Pienso en qué fue de la gata. En si está durmiendo una de esas interminables siestas o si está comiendo alguna de esas croquetas que valen más que mi propia comida. Le dejé la tele prendida para que sienta que alguien la acompaña. No es tonta, pero lo hago para sentir que no la estoy dejando sola. 
Se va haciendo tarde, pero ya voy llegando a la parada cercana a mi trabajo. Soy la última pasajera, como siempre. Bajo cuando el bus ya tiene que dar la vuelta. Aunque sea temprano en la mañana, el sol pega muy fuerte y corro hacia los árboles para cubrirme. Me gustaría ser un gato para poder disfrutar del sol en la ventana, mientras miro a los otros animalitos corriendo por las estrechas calles de tierra o revolcarme en el lodo en esas noches de lluvias torrenciales y calor húmedo. Para tomar agüita de lluvia de las hojas de las palmeras. 
Tengo que entrar por la izquierda, por el árbol grande, hasta encontrar el sendero que se fue armando con los pasos cansados de los trabajadores de la pista de aterrizaje. Somos pocos, pero de pisadas fuertes. Tengo que empezar a apurarme para que no me dejen. No sería la primera vez. Hace un par de semanas llegué tarde porque tuve que rescatar a la gata del árbol. Se lanzó en el momento que escuchó a los pichones llamar a su madre. Ya que soy tan pequeña, tuve que buscar sillas y escaleras para alcanzarla, y, el momento en que logré acercarme a ella, se lanzó de un solo brinco de nuevo al suelo del patio. Una vez que aterrizó, salí corriendo a tomar el bus, pero ellos ya me habían dejado. Me descontaron todo el salario de ese día. Al volver a casa, me di cuenta que la gata me dejó el cadáver del pajarito encima de la cama. Ella tiene su manera de decirme que me ama. Así que ese día fui feliz, pese a la pobreza. 

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Imagen: 88 Grados

Hay que caminar un largo trecho para tomar la lancha que me lleva al otro lado del río. Lo bueno del sol es que nos deja navegar tranquilos. Ya casi es hora de zarpar, entonces comienzo a acelerar el paso, cada vez un poco más rápido. Mi respiración es lo único que se escucha en medio de la selva. Si hay algo que me gusta, es correr. Cada vez más rápido, salto un poco y me siento como un gato. Llego tarde, los demás trabajadores me reprochan que nos van a descontar, como ya sucedió tantas veces. Les guardamos los peores secretos, pero aun así se dan el lujo de guillotinarnos el salario cuando llegamos tarde, ya sea por fallas en el transporte, ya sea porque el río creció y está tratando de matarnos. Pero hoy está todo claro y transparente y podremos llegar a tiempo. Cinco trabajamos en la pista de aterrizaje, y enfatizo en que trabajamos, porque el resto gana millones sin mover un dedo. 

El que realmente me cae bien es el carguero, el que clasifica y encaja todos los paquetes de polvo blanco o las cajas con agujeros en cada avioneta que viene. Todo muy bien ordenado y equilibrado, sin dejar espacios en blanco. Para él es un placer inigualable ver todo perfectamente encajado, concordando milimétricamente con cada nuevo espacio que le toca. Creo que él es el único que realmente disfruta de su trabajo y por eso me cae bien. 

Sumerjo mi mano en el agua. Está helada. Este río proviene de nevados en la sierra, así que meterse en él es como si el corazón fuera un freno de mano activado. La vida se detiene en estas aguas. El río me da curiosidad, por eso mojo mi mano y la velocidad de la lancha se encarga de que salten muchas gotitas por el aire que me parecen extraordinarias. 

Ya llegamos. Empezó el día. Ya estamos todos uniformados, y solo falta anunciar nuestra presencia. Después estamos todos listos. Llegan los dueños del boliche y todos tenemos que comenzar a trabajar, calladitos y siempre mirando al piso. Dañarme el cuello y hacer lo que me digan: llevarles cosas o trapear los pisos, ya sea mugre, polvos blancos o sangre. La clave para estar bien es siempre mirar abajo, aunque esto quiera decir que los jefes me toquen el poto una vez cada hora cuando estoy limpiando el piso. Ese poto que únicamente debería ser el colchón de la gata. 

Siempre quise ser una gata.    

Ya está, ya me agarró el culo el malnacido. Quiero arañarle el rostro a alguno de estos señores y que les salga sangre. Pero sigo mirando el suelo que restriego y no digo nada. El jefe se ríe y me dice que le lleve una cerveza porque hace calor y quiere festejar su nueva adquisición. Hago lo que me dice, tomo una botella de litro y me dirijo hacia su oficina. Allí hay una caja de madera enorme, con agujeros del tamaño de un limón. Le dejo la botella en su mesa, saco un destapador del uniforme y le abro la cerveza. Suena fuerte y sale un humito hipnotizante de la botella que indica que la bebida está muy fría. El jefe toma un sorbo y suelta un bufido refrescante. Eructa. 

—Fuera. Y límpiate esos pelos del uniforme, que se te ven horribles.

Procede a agarrarme una vez más. Ahora lo hace de una manera brutal. Su mano estampada en mi cuerpo provoca un estruendo seco. La caja gigante rebota de un solo movimiento. Mi pecho se paraliza y me duele el hígado. Tengo mucha rabia, tengo ganas de pegarlo, pero bien sabemos que si lo hago me perforará el cráneo con una de esas pistolitas tan brillantes que tiene atadas al cinturón. Quiero arañarlo y rascarlo. Me duele el estómago. Quiero decirle algo, pero tengo que mirar al piso. Hay algo que siento en la nuca que me jala la cabeza hacia arriba, siento mis pupilas dilatadas, pero hago fuerza para irme. Un pie tras otro, tengo que salir y no decirle nada. Ya falta poco para que termine el día y tengo que llegar a casa para darle de comer a la gata y limpiar sus porquerías. Tengo que empezar a salir de allí, pero mi columna empieza a retorcerse, mi garganta se carraspea, me hago hacia atrás, lo miro a los ojos y le lanzo un bufido, de esos que hacen los gatos. 

Caigo en cuenta de lo que acabo de hacer. No le doy tiempo de reaccionar y salgo corriendo, porque si hay algo en lo que soy buena es correr. ¿Por qué hice eso? ¿Por qué? ¿Cómo salió eso de mi boca? Hisss o gggghhh le grité, sin saber qué significa. Es el ruido que le hace la gatita a los perros callejeros y a las ocasionales ratas que nos visitan en la casa. 

Siento que se me cayeron las orejas. Ya me puedo dar por despedida o por muerta o por golpeada o por violada. ¿Por qué hice eso? ¿Cómo lo hice? Estoy asustada. 

Escucho un ruido desde la oficina y el jefe sale. Me siento mareada. Me mira y me encojo. Siento mis ojos aguarse. Se queda en frente mío por un largo rato y no me atrevo a devolverle la mirada. ¿Por qué no me dice nada? ¿Por qué no se va? Me pega con el revés de la mano y siento su anillo de oro perforarme el ojo. Caigo al suelo envuelta en un dolor que no sabía que fuera posible. Como agujitas de crochet en los huesos. Me quedo en el suelo mientras todos los trabajadores vuelven a sus labores sin decir nada, porque todo lo que pasa aquí es invisible. 

—Tendrás que pagar por un uniforme nuevo. Este está todo sucio de sangre y pelos. Lo descontaremos de tu salario de hoy. 

Y se fue. Ya no tengo con qué pagar el descuento. Una vez que se cierra la puerta de la oficina, me levanto para ir al pozo de agua. Me desvisto para restregar mi uniforme, luego me ocupo de mi rostro, eso ya está demasiado roto como para arreglarlo ahora. Froto y restriego mi ropa, una y otra vez. La profundidad del algodón ha absorbido todos los pigmentos de la sangre. Es demasiado tarde y habrá que comprar un nuevo uniforme. Me miro las manos, están heridas de tanto fregar. Y otra vez se manchó el uniforme, es el eterno ciclo de la sangre. 

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Imagen: Editorial 3600

Miro que el cielo está del color de mi ojo y es hora de volver al pueblo. Me pongo la ropa mojada y me acerco hacia donde parquean la lancha. Ya no está. El río está libre de transportes. Me desespero y comienzo a buscar por todo lado; en la sala de herramientas, en el depósito, hasta me atrevo a buscar en la oficina. Ese era el castigo. Dejarme a que duerma aquí en el piso, o que lave el uniforme toda la noche. Tal vez mañana lleguen temprano a matarme. 

Volví a entrar al galpón. No hay nada, solo la caja enorme. Me acerco para ver si por allí hay un espacio para dormir. La caja está sellada, pero, de repente, veo un ojo acercarse por uno de los agujeros. Es un ojo rojo y más grande que mi nariz. Dentro de la caja rebota un rugido adolorido, de mucha tristeza, de saberse cerca de la muerte. Allí en la caja, había un jaguar. 

Esa era la nueva adquisición del jefe, su premio. Tener una mascota en una caja, tener un esclavo para presumir su poder absoluto sobre los humanos y los animales. O tal vez sea que vaya a venderlo mañana, una transacción más, la de un jaguar que se va a morir pronto. 

Ese gato grande está triste, está claro. No sé dónde lo han agarrado, pero hoy no está bien. No sé qué estoy pensando, pero a este animal hay que sacarlo y que se las arregle solo. Quisiera poder encontrar el machete con el que el jefe le corta los dedos a la gente que habla de más. Pero no lo veo, solo encuentro una plancha de metal que vomita óxido. Mañana me van a matar por sisearle al jefe, mañana me van a matar por querer arañarlo. Entonces hoy voy a sacar a este gato enorme de su caja, y, aunque no tenga sentido, tal vez se anime a adoptar a mi gatita. Nada de lo que estoy pensando tiene sentido alguno, pero aun así le encuentro lógica.

Entonces agarro la plancha de metal para golpearla contra la caja, trato de hacerla encajar en la tapa. La sostengo tan fuerte que las heridas que habían comenzado a coagular en mis dedos vuelven a abrirse. No me importa y sigo, golpeo varias veces. El animal está estresado, pero me está ayudando, no me quiere comer. Se acuesta en la capa de paja que le prepararon quienes lo encerraron. Cierra fuerte los ojos al compás de mis golpes a la caja. Finalmente puedo abrirla. Él se levanta y a mí me sube el latido del corazón, las tripas y las venas. Es un jaguar, es un gato, hay que dejarlo en sus propios términos, que me quiera o me mate. Tambalea como jirafa recién nacida, veo en sus ojos la pérdida de poder sobre su propio cuerpo y rápidamente se desploma. Me acerco a él y me ruge un grito afónico. El último. 

Me acerco poco a poco, me siento en el suelo junto a él y apoyo su cabeza en mi regazo. Él me observa durante un par de segundos y luego se queda dormido. Y yo me quedo mirándolo, viendo cómo su diafragma denunciaba que todavía estaba vivo. El aire que entra por su naricita raspada es cada vez más escaso. Pero no tengo dónde más estar, salvo en este rincón sucio, mirando a este gato enorme abandonar su vida. 

Me pregunto cómo está mi gata. Si se fue a pasear, si está durmiendo, si se hizo pis sobre el colchón duro. En medio de mi distracción, veo que el jaguar ya está dando sus últimas bocanadas de aire. Lo mataron de hambre y lo mataron de soledad, su pulmón silba. Pero lo último que hizo fue verme, parece que me habla con los ojos. Creo que sabe que yo estaba allí, con él. Al menos eso me repito para estar tranquila y no largarme a llorar. El cielo ya se está poniendo naranja otra vez y en cualquier momento ya vienen, y me van a ver con el uniforme sucio y un jaguar muerto. 

El jaguar se murió, se murió rápido. Y tengo pena por él. La sangre de las manos se me secó. Ya vienen. No falta mucho para que inicie de nuevo un día más de trabajo. 

Y simplemente se me ocurrió: ¿qué pasaría si realmente puedo ser un gato? 

Y decidí ser un gato. Le di un abrazo efímero al jaguar y le pedí permiso, le pedí que me ayude. Su cuerpo inerte solo se tambaleaba en mis brazos, infinitamente más pequeños que él. Siento que hay un poco más de luz. Afuera, se escuchan ronquidos del hombre que debería estar vigilando que yo no haga cosas terribles. 

Pero voy a hacer algo terrible. Voy a ser un gato para poder trepar los árboles e irme o morirme allí arriba. Le doy un besito en la frente y me quito las sandalias. Y, antes de que se congele por la muerte, le abro la mandíbula. Lo más grande que puedo, aplico fuerzas que no sabía que tenía. Veo su garganta dispuesta a devorarme, me acuesto en el suelo e introduzco uno de mis pies en su hocico. Con los brazos bien plantados en el suelo, me voy arrastrando hacia adentro. Hacia sus adentros. Escucho su garganta quebrarse y así puedo entrar más fácilmente. Voy entrando en el cuerpo del jaguar y voy rompiendo todo lo que encuentro. No está tan caliente como pensé que sería, pero él me está protegiendo. Siento sus huesos pegarse a mi piel. Siento sus órganos mimetizarse con mi cuerpo. No es un disfraz, somos dos cuerpos fusionándose. El cuerpo frío del jaguar me está envolviendo entera y trato de darle espacio a mis brazos. Si quiero arañarle la cara a ese hombre horrible, necesito mis brazos y las garras del jaguar. Y, como si fuera un suéter, acomodo mis brazos dentro de sus patas delanteras. Siento que puedo zarpar y que podré sacar sus garras como si fueran mías. Quiero arañar. Siento sus colmillos, que me cortan todo el rostro, pero nada más tengo que aprender a morder, aprenderé a tener una lengua de lija. Su columna fundida con la mía me ayuda a moverme mejor, podré saltar e irme de aquí. 

Escucho llegar al jefe. Viene siempre en helicóptero con sus matones. Pero no les dejaré hacer su agosto con mi cuerpo. Este es mi agosto, aquí estoy, lista. Me los voy a comer. Y aprenderé a ser gato después. 

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