Los Marqueces, esplendor y caída
A mi padre santo
La mañana del 7 octubre de 1970 se oyeron en la calle, cada vez más numerosas, las voces de una turba enfurecida: “¡Mátenlos! ¡Sí, los mataremos! ¡Hay que matar a esos maleantes antes de que lleguen los milicos y los protejan!” Los hermanos Márquez vivían entonces en la casa de su madre, en la parte más alta de la calle Casimiro Corrales, en Miraflores, y solo en ese momento comprendieron que los rumores eran ciertos: había triunfado el golpe del general socialista Juan José Torres. A los gritos se sumaron pronto las patadas destempladas en la puerta de la calle y el estruendo de los disparos.
En la calle, incrédulo e impotente entre la multitud, Freddy del Castillo presenciaba el asedio creciente de estudiantes airados. “¡Sáquenlos de la casa!, ¡hay que lincharlos!”, gritaban con los puños en alto. En eso, un alma piadosa le tocó el hombro: “Freddy, andate”, le dijo, “ya te han reconocido: saben que eres uno de Los Marqueces”. Del Castillo comprendió que la cosa iba en serio y se marchó de inmediato.
Sobrecogidos, los hermanos Márquez, así como la madre, la tía y la abuela, oían los llamados multitudinarios que subían desde la calle. Eran tres hermanos: Javier, el mayor, callado y discreto, pero tan explosivo como temible en las peleas; Freddy, el más llamativo, con su negra melena peinada hacia un lado, la barba sombreada, el bigote asiático y un parecido físico insoslayable con el Che Guevara de los últimos días; Miriam, la menor, de catorce años y unos ojazos tan dulces, que a primera vista resultaba sin duda imposible adivinar que se trataba de la líder de Las Marquezas, ya conocidas por toda la juventud paceña como las chicas malas de la ciudad.
Para defenderse, Javier y Freddy Márquez se hicieron con dos sendas pistolas calibre 22 y respondieron a los disparos que provenían de la multitud. Llegó la Policía y tiró gases lacrimógenos que caían en el patio delantero, invadiendo el interior de la casa, y la familia Márquez tuvo que echarse en el suelo en busca de oxígeno. En medio de arcadas y vómitos, Freddy Márquez oyó que los instaban a abrir la puerta de la calle. Era un cura que pretendía hacer de intermediario. Le franquearon la entrada. “He hecho un trato con los universitarios”, les dijo el hombre. “Si ustedes se entregan, les garantizamos su seguridad. Solo tienen que ir a la UMSA para hacer una declaración”. Y ante las dudas de los hermanos Márquez, el otro remató: “Piensen en la seguridad de las mujeres de la casa”.
Apenas salieron a la calle, tomada por la multitud, Javier y Freddy Márquez comprendieron que habían cometido un grave error. A la lluvia de insultos siguió una brusca granizada de golpes y, en todo el camino a la UMSA, donde más estudiantes los esperaban para “ajustar cuentas”, no cesaron un instante los escupitajos, los puñetazos, las patadas y los azotes con palos. Era un linchamiento en toda regla. “No se desmayen”, les dijo un dirigente cuando faltaban dos cuadras para llegar, “porque aquí los matan”.
Dos años antes, en 1968, nacía en Miraflores el club “Los Marqueces” (plural del apellido de sus líderes, los Márquez) con apenas 18 integrantes y un afán futbolístico que pronto cedió el paso a la obsesión por tomar el control del barrio. Hacía ya tiempo que el fenómeno de los clubes sociales existía en la Paz: allí estaban Los Jets, Los Haraganes, Los Esplendid y Los Sharks de Sopocachi o el famoso Olympic de San Pedro. Ninguno de ellos, sin embargo, constituía una pandilla tal como la entendemos hoy. Fueron Los Marqueces quienes, por el impacto de su imagen y sus acciones, en cuestión de meses le dieron un rumbo vertiginoso a la dinámica de las agrupaciones juveniles en el país.
A la manera de los Hell’s Angels, Los Marqueces vestían chaquetas de cuero negro con hebillas, jeans y botas de caña alta; cruces y medallones con la letra M colgaban de sus cuellos, y entre los miembros de la banda no eran raros los bigotes ni las greñas. Con el tiempo, adquirieron unas cuantas motocicletas Harley Davidson y otras de marcas más accesibles, que conducían tocados de cascos que recordaban los del ejército del Tercer Reich. Los caracterizaban el deseo de llamar la atención, la busca de camorra gratuita y los robos puntuales a plena luz del día: según varios testimonios, les gustaban las chaquetas de jean, que parecían coleccionar a su antojo. Su especialidad, sin embargo, eran las trifulcas con cadenas. Entre los jóvenes paceños corría el rumor de que el rito de iniciación para integrar la banda consistía en aguantar diez minutos de cadenazos en el garaje de los Márquez. Este tipo de rumores concitaban la fascinación de los jóvenes. Además, Los Marqueces parecían regodearse inquietando a los otros clubes de La Paz. Mi padre, que vivió con plenitud aquella época juvenil, cuenta: “Aparecían de pronto, sin invitación, en las fiestas de otros clubes para buscar pelea; a veces incluso entraban montados en sus motos en los salones de los ‘niños bien’ y se ponían a dar vueltas en círculo, ahogándolo todo con el rugido de sus motores”.
Las Marquezas, por su parte, lideradas por la jovencísima Miriam, llevaban chaquetas lustrosas, hot pants de color negro, medias a gogó y botas altas, y su fama se debía tanto a su belleza como a su animosidad. Despertando a la vez deseo y temor por donde pasaban, solían alborotar las proyecciones en los cines del centro y en las fiestas de otros clubes, llevándolos a menudo al terreno pantanoso de las peleas campales. “Una noche, como sabíamos que siempre hacían quilombo, les negamos la entrada a una fiesta en el sótano de la iglesia de San Miguel”, cuenta mi padre. “Ante la negativa, Las Marquezas nos encerraron atrancando el portón desde fuera y, cuando al fin pudimos salir por una puerta lateral, nos dimos cuenta de que habían robado la camioneta de un amigo. La encontramos varias horas después, ya de madrugada, en Obrajes”.
Desde sus inicios, Los Marqueces llamaron la atención de los otros clubes paceños, pero también de la Policía, que desde 1968 tenía fichados a varios de sus miembros por grescas callejeras o peleas campales a cielo abierto con cadenas y cuchillos. Los Marqueces seguían siendo los 18 originales, pero varios grupos emuladores, como Los 508 y Los Calambeques, se habían ido adhiriendo a ese núcleo duro, lo que ampliaba el poderío de la banda.
Paralelamente, al calor de las bravatas, surgieron pandillas pendencieras en barrios rivales, como Los Tigres de San Pedro, con los cuales Los Marqueces tendrían, durante el Carnaval de 1972, un último altercado sangriento que acabaría con la muerte de Miriam Márquez.
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El 14 de febrero de 1972, la noche en que murió su hermana, Freddy Márquez llevaba solo tres días fuera de la cárcel. Su liberación, tras dos años de encierro, había sido inesperada y se debía probablemente al triunfo del golpe de Banzer. Esa noche las ansias de parranda y de bronca se mezclaron en una sola corriente irresistible que llevó a Los Marqueces y sus aliados, Los Calambeques, a tomar por asalto Cenafi –local situado en la calle Ballivián, a dos cuadras de la plaza Murillo–, donde se desarrollaba una fiesta de todas las pandillas de San Pedro. La manzana de la discordia era un grupo musical. Tabú, en efecto, había declinado la invitación de los miraflorinos, prefiriendo tocar para sus rivales de San Pedro, así que Los Calambeques y Los Marqueces irrumpieron en medio del jolgorio para reclamar la presencia de Tabú en su propia celebración. Según un amigo de mi padre, que estuvo presente aquella noche en la fiesta, los miraflorinos trataron incluso de secuestrar a los miembros del grupo musical, lo que concitó la ira de los presentes. Hernán Vallejos, el líder de Los Tigres de San Pedro, convocó a los miembros de su pandilla en las puertas del local. Entonces se desató una reyerta confusa en la que brillaban los cuchillos y, aquí y allá, increíblemente estallaban algunos disparos.
En la acera iluminada, se vio salir una silueta titubeante que cayó de bruces, derramando en el suelo lustroso su larga cabellera negra. Era Freddy Márquez. Acababa de recibir seis puñaladas en la espalda. Lo seguía de cerca Hernán Vallejos, el líder de Los Tigres. Pronto a acometer de nuevo, sujetaba una daga en la mano derecha. Más rápida fue Miriam Márquez, que cubrió con su cuerpo el cuerpo del hermano caído y recibió diez puñaladas.
Ensangrentados, pero todavía lúcidos, los dos hermanos Márquez se pusieron de pie, subieron a un taxi, pidieron que los condujeran hasta el Hospital del Tórax. Miriam Márquez murió en el camino a causa de una hemorragia pulmonar. No había cumplido aún los diecisiete años. Freddy Márquez fue internado en coma, con un pronóstico vital reservado. Sin embargo, tras dos intervenciones quirúrgicas y un largo período de convalecencia, se recuperó de sus heridas.
La Policía no pudo poner fin a la contienda sino con el uso de armas de fuego. El saldo de aquella fiesta –una quincena de heridos, uno de los cuales de bala; la incautación de armas de fuego, algunas de guerra; decenas de detenidos; la muerte de una muchacha de dieciséis años– arrojó una brusca luz sobre la dinámica perdularia que se había extendido entre la juventud paceña.
La muerte de Miriam Márquez marcó con sangre y fuego el fin de aquel período en que el fervor de las pandillas invadió las calles del país.
Javier Márquez murió seis años después, en un momento de su vida en el que los delitos y las grescas ya eran cosa del pasado. Se cree que murió debido a las secuelas de las numerosas golpizas que sufrió, junto a su hermano Freddy, no solo en las cárceles por las que ambos pasaron, sino también durante aquel linchamiento en toda regla, el 7 de octubre de 1970, cuando una turba de estudiantes los acarreó, a punta de golpes, a declarar en las oficinas de la UMSA.
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“No se desmayen”, les dijo un dirigente, “porque aquí los matan”. Faltaban solo dos cuadras para llegar, pero, zarandeados por la turba como muñecos de trapo, los hermanos Márquez trastabillaban y caían a cada trecho, levantándose luego, a duras penas, para evitar las patadas que los buscaban en el piso.
A cincuenta metros de la UMSA, a ambos lados del ansioso pasillo humano que se abría delante de los Márquez, decenas de estudiantes los esperaban para “ajustar cuentas”. Una voz bien audible se levantó de la muchedumbre y propuso colgar “a esos maleantes” allí mismo.
Entonces, según cuenta él mismo, Marcos Domich –catedrático de sociología que, a la sazón, tenía 35 años– se subió a una tarima e improvisó un discurso apaciguador. “No se manchen las manos”, les dijo a los estudiantes. “Los Marqueses no son más que enfermos sociales y no tienen la culpa. Han sido usados, como otros, por el régimen de Ovando. No sean ustedes, a su vez, instrumentos de la violencia”.
¿Llegaron a enterarse los hermanos Márquez, ya al borde del desmayo, del discurso que probablemente les salvó la vida? Nada nos permite afirmarlo. Más muertos que vivos, llegaron a las oficinas de la UMSA y, antes de ser arrojados a una celda, realizaron su declaración sobre los hechos ocurridos dos meses y medio atrás.
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El 22 de julio de 1970, con escopetas calibre 22 terciadas a la espalda y junto a otros grupos parapoliciales armados por el Ministerio del Interior, Los Marqueces entraron en el Monoblock por la puerta trasera y se atrincheraron en el atrio. Alfredo Candia y Waldo Cerruto eran los artífices de la intervención que tenía como fin “reestructurar” la UMSA, tenaz opositora del régimen de Ovando. Al encontrar la universidad cerrada, los estudiantes protestaron y se pusieron a golpear las puertas y ni siquiera los disuadieron los disparos al aire de los grupos armados en el atrio. Tuvo que intervenir la Policía.
La ocupación duró cuatro días y desembocó en un compromiso entre el gobierno y los dirigentes universitarios. Según Freddy Márquez, Los Marqueces solo intervinieron el primer día; los estudiantes, sin embargo, jamás olvidarían que habían sido Los Marqueces quienes tomaron la UMSA. Era tal vez lo que esperaba el gobierno del general Ovando: que Los Marqueces desviasen la atención hacia ellos. Por su parte, los universitarios esperaban sin duda que el viento de la política pendular y militarizada del país –derecha e izquierda arrebatándose el poder alternativamente, golpe tras golpe– girase a su favor y les diera la oportunidad de vengarse. Como se vio después, no tuvieron que esperar mucho.
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En agosto de 1972, el gobierno del general Banzer ordenó la detención de Freddy Márquez, quien permaneció en la cárcel durante dos años y medio, sin motivo conocido, por lo que figura en la larga lista de víctimas de la dictadura.
En la primera mitad de los años noventa, Freddy Márquez cursó la carrera de Derecho en la UMSA. Luego de titularse de abogado, hizo cinco posgrados y una Maestría en Educación Superior. Desde entonces se dedica a la cátedra y a la asesoría de jóvenes marginales con problemas, haciendo de esta la causa principal de una campaña legal y mediática que iniciara en 1994.
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Cuando mi padre y mis tíos nos contaban en la infancia, a mis primos y a mí, la historia de Los Marqueces, esta cobraba tintes de leyenda. Pero más allá de esta historia singular eran los tiempos de nuestros padres los que nos resultaban fascinantes. Con sus clubes multitudinarios y su música rebelde, sus fiestas apoteósicas de Año Nuevo y Carnavales, sus reyertas con cadenas y cuchillos, su horror y su esplendor y su vértigo, aquella época febril fue sin duda un fiel reflejo del caos histórico del momento. Después fue desapareciendo sin hacer ruido y sin dejar rastro, como los sueños de juventud.