Peregrinación a la Virgen de Surumi
Entre rocosas y enormes montañas se encuentra Surumi, una comunidad que es parte del municipio de Colquechaca del departamento de Potosí. Esta tiene una altitud de 3.385 metros, presenta pisos ecológicos de Puna, Chaupirana y Valle. Sus pobladores, que son alrededor de 254 habitantes, son azotados por el implacable frío.
En Surumi, la actividad principal es el cultivo de maíz, papa y oca, practicada en tierras de secano y pendientes. Esta agricultura está orientada al autoconsumo, destinándose aproximadamente un 20 % de la producción a la venta en los mercados locales. Pese a que hoy en día cuenta con una carretera, los productos no son distribuidos a otros mercados. Ante este panorama adverso, se alza su iglesia, una de las primeras construidas en la Colonia, en 1550, notable por su gran altura y gruesas paredes. En su interior, se encuentra una imagen de piedra: la Virgen de Surumi.

Al igual que otros santos, como el Tata Bombori entre otros, la Virgen de Surumi concentra gran cantidad de personas que llegan en peregrinaje desde los valles de Cochabamba (Mizque, Aiquile, Punata, Cliza, Tarata, Anzaldo)1. La peregrinación dura una semana. Las personas llegan en buses, motos, caballos o mulas y a pie con todo su equipaje. A su vez llegan los Jula Julas, la música autóctona de la región.
En 1993, como era de costumbre, por las radioemisoras y por uno de los canales de la Provincia de Punata, se emitía publicidad respecto a la peregrinación que se realizará el día 25 de agosto. El destino era la “Mamita de Surumi”2. Como acontece cada año, los fieles devotos, en grupos de familia y amigos o vecinos se reúnen y con anticipación reservan los pasajes. Los feligreses participan de esta costumbre bajo una promesa de fe que realizan a la virgen, y reciban bendiciones en su prosperidad tanto en el trabajo, salud y familia, ese año no fue diferente.
Don Gonzalo Montaño López, nacido el 22 de marzo 1961, relató que cuando él tenía 32 años participó en la peregrinación: “Era un agosto de 1993. A mi hijo lo llevé a su un año, ahora tiene 29 años. Yo fui porque prácticamente había mucha creencia en ese tiempo en la Virgen de Surumi. Tenía cuatro hijos pequeños, el último es Roberto. Ese año estuve desesperado, porque tuve un accidente en el camión. Ese un gran recuerdo que tengo, yo trabajaba con el camión de mi papá, y antes de ir a Surumi ese camión lo choque en la comunidad de Tablas Monte, me hice cargo de unos 6.000 $, yo tenía que comprarme camión, y más al contrario, con esa desgracia no compré nada y entré a una pobreza única. Mi papá me hizo cargo de su vehículo. Mis suegros me dieron dinero para que vaya a Surumi a pedirme a la virgen su bendición. Viajamos mi esposa, mi hijo menor y mi ayudante en el micro de mi padrino Mario Gonzales”.
Antes del viaje, los peregrinos compran víveres, maletas, frazadas, abrigos y otros insumos necesarios para alimentarse y resguardarse del frío en la región. A esta canasta se añaden rosarios, velas, mantos y virgencitas para su respectiva bendición en Surumi, los cuales deberán regresar con ellos para entregarlos a sus seres queridos. En la jornada de don Gonzalo pasó eso, además, los choferes y algunos pasajeros también se abastecieron de coca, cigarrillos, bebidas y chicha para poder resistir el viaje.
Aproximadamente a las dos de la tarde, los peregrinos ya tenían las maletas empacadas y bultos de aguayo con frazadas, ropas y alimentos. Entre varones y mujeres, tanto como niños, adultos y ancianos junto a sus familiares asistieron al punto de concentración, que es el galpón de papas3, para ser parte del festín que se celebraba con bandas de orquesta, mistura, galones de chicha, petardos, cuetillos y otros materiales que amenizarían la kacharpaya4.
A medida que la gente iba llegando y se unía al festejo, con pañuelos blancos en las manos, la cueca y el huayño tomaban el control del escenario, en complicidad del cautivador casco de chicha. Los recientes viajeros recibieron abrazos a son de bendición con mistura. Sonaban los petardos y cuetillos, anunciando que la caravana estaba lista para partir rumbo al destino soñado “Surumi”.
“Era como las cinco de la tarde, fuimos unos 36 micros, 10 camiones y unas 15 camionetas, todos con pasajeros llenos. Éramos cerca de unos 1.800 a 2.000 personas, para el pueblito que íbamos, éramos muy en excesivos”, menciona don Gonzalo.
Los buses con los peregrinos a bordo partieron, sus familiares con lágrimas en los ojos los despiden augurando bendiciones de un buen viaje y retorno ameno. El viaje fue por Oruro, Ventilla, Macha, Colquechaca y la cumbre de Surumi. En esta cima frígida cesó el viaje en buses, se estacionaron y los choferes aseguraron sus motorizados; junto con ellos, los viajeros alzaron sus bultos, y emprendieron la caminata de bajada hasta el pueblito de Surumi. Este trayecto era rocoso y resbaladizo, haciendo cadenas de manos, con los niños y ancianos en espalda, descendieron a los pies de la mamita Surumi.
Entre los viajeros se encontraba don Saúl Montaño Rocha, mecánico y amigo contratado por los choferes micristas, quien recuerda: “Todos los pasajeros salieron con fe y devoción, en el camino ya empezaron a arruinarse los micros, y yo, como soy mecánico, empecé a quedarme arreglando uno tras otro, hasta llegar al lugar. Al día siguiente, a media noche, llegamos transportándonos en varias movilidades, después de ahí estuvimos en la Virgen de Surumi en la fiesta”.

Don Edwin Claros, pasajero de uno de los micros, manifiesta que cerca a las cinco de la tarde emprendió la aventura. Explica que la travesía para llegar a la Virgen de Surumi empieza atravesando la ciudad minera de Oruro, siguiendo la árida carretera hacia Potosí, ahí se hace una parada en el cruce Macha, comunidad Orureña. Al día siguiente, por la madrugada, se llega a Colquechaca, una serranía alta. Siguiendo el camino, como tres horas más de viaje, se encuentra la cumbre helada, que por esos días aún no presentaba la nevada. Es en ese sitio donde estacionan los buses, y se baja a pie al pueblito de Surumi, llegando cerca a las cuatro de la tarde a la plazuelita colonial rupestre.
Normalmente, cuando los pasajeros llegan a Surumi, suelen buscarse habitaciones para residir los días que dure la estadía. Los ambientes son cuartos pequeños como para cuatro personas, propios de las viviendas que ofrecen los comunarios. Las paredes y el piso están hechos de adobe, no suelen tener camas ni otros muebles, son espacios vacíos. Los feligreses suelen ocuparlos con sus bultos y demás maletas; tienden en el piso sus carpas, colchas, etc. para dar descanso a sus cuerpos entumecidos.
Sin embargo, eso no sucedió cuando llegó don Gonzalo: “Llegamos a Surumi, desde el primer día ya vimos que el tiempo cambió, estaba muy frío y el cielo muy nubloso, soplaba bastante el viento. No teníamos dónde dormir, ese año excesivamente éramos muchos”.
Por horas de la noche, llegó el padre, quien desde Colquechaca asistía solo para celebrar la misa. Los feligreses con velas y flores en mano ingresaron a la iglesia, se arrodillan en la puerta y así avanzaron hasta el altar de la virgencita como es de costumbre. Además, se encienden velas, se llenan las vasijas de flores y se escucha la misa.
“Recuerdo que esa noche llegamos y, después de la misa, hice descansar a mi familia y yo no sabía dónde dormir. Encontré un corral, lo limpié y ni pude dormir. En un cierto momento había estado soñando, la virgen apareció y me dijo ‘Hijo ya no vas a sufrir, ya sufriste bastante, te voy mandar a otro lado’, agarró una flor y me bendijo. Cuando despierto había estado lloviendo, asustado salté y me fui a la banca de la iglesia, mi pensamiento desde aquel instante se concentró en mi sueño, y me decía: por qué siempre me soñé con la virgen, por qué me dijo eso”, cuenta don Gonzalo.
La mamita de Surumi, como lo llaman los feligreses, es una virgencita cuya imagen está retratada en una piedra, tiene una altura de unos 25 cm y está ubicada en una vitrina de cristal, en un subterráneo dentro la capilla. Viste un manto blanco obsequiado por los visitantes. A ella le ofrendan velas y flores, aromatizándolos con un fogón de incienso “k’oa”.
Don René Balderrama, chofer de uno de los micros, indica que el día en que se llegó a la mamita de Surumi, como una tradición, se celebró una misa en honor a los viajeros. Se bendijeron los rosarios, mantos, virgencitas y a los mismos peregrinos. Al culminar la misa, los viajeros a fin de celebrar su llegada a Surumi, se organizaron para preparar un olla común, acompañada con su chichita para todos.
Esta estadía normalmente dura de dos a tres días en el mismo pueblito. En esa ocasión, al tercer día, tras la celebración de la misa de despedida, los peregrinos comenzaron a distribuir alimentos a los pobladores de Surumi, víveres que sobraban y ocupaban espacio. Decidieron donarlos, considerando que era una comunidad muy pobre cuyos habitantes apenas contaban con alimentos distintos a la papa, oca y chuño. Después de esta generosa acción, la planificación original era celebrar un festejo antes de que los feligreses regresaran a la cumbre, donde esperaban los buses.
“Como es de costumbre, siempre mi papá solía llevarse su cocina, garrafa, alimentos, platos, ollas, etc. a fin de hacer cocer sus alimentos –menciona dando un suspiro don René– Esos mismos insumos sirvieron para cocinar el plato grande de festejo. También los pasajeros aportaron con alimentos, cocinamos el mismo plato para todos. Después de tres días de residencia, retornamos hacia los valles cochabambinos”.

Cuando don Gonzalo y otras personas más fueron a lavar algunas ropas al cañón, notaron que se veía venir un mal tiempo. El cielo cargaba nubes densas y oscuras, y junto al soplido del viento el frío se intensificaba. Ellos algo asombrados contemplaron el panorama, y de pronto empezó a chilchear (rocío de lluvia), se presintió que algo trágico estaba por llegar. Pese a esa intuición, no le dieron mucha importancia, más al contrario, con la sobredosis de energía que tenían, se integraron al festejo que se les hacía como una despedida, ahí bebieron cerveza y chicha, pijchiaron coca, y jugaron rayuela entre amigos.
“Era jueves, me acuerdo, –dijo don René– hubo procesión, toda la gente se empezó a alistar, pero algunos nos emocionamos en la fiesta y tuvimos que quedarnos nomás. Otros pasajeros subieron a la cumbre a los buses, tipo cinco a seis de la tarde, y ahí nos aguardaron hasta que todos subiéramos. Como hasta las nueve de la noche, todos ya estuvimos en los micros. Algunos buses, como dos más o menos, encendieron el motor para su retorno y se vinieron. Era las diez de la noche, se veía venir nubes negras y empezó a caer un chilchi. Pese a eso, aunque algo tarde, decidimos emprender el viaje. Ahí uno de mis compañeros micreros parqueo mal su movilidad del barranco. Con los pasajeros y choferes a bordo, nos quedamos a dormir dentro los buses.
Don Gonzalo y sus acompañantes también compartieron ese destino. El frío era intenso, aunque no había nevada. Para no incomodar a su familia, los dejó bien abrigados en el micro. Uno de sus compañeros había armado una tienda de campaña de plástico, con capacidad para ocho personas. Acomodaron ocho colchones dentro la carpa e ingresaron a acostarse catorce personas, eran puro varones y amigos. Se acomodaron de costado, uno tras otro. El tiempo que duró su descanso fue de una hora, ya que pronto sintieron pesadez sobre ellos.
“Recuerdo –dice don Gonzalo algo nostálgico– en la carpa yo estuve junto a mi hermano mayor, delante mío estaba mi padrino. Descanse como una hora, debió ser cinco de la mañana. Aunque se dijo que íbamos a partir a las cuatro, no fue así. Nos tuvimos que quedar porque faltó don Vicente Valencia, es de aquí de Punata, uno de las cabezas que vestía a la virgen y por eso se quedó en Surumi. Hasta esperar y todo nos agarró la nevada. Mientras dormíamos en la carpa, mi padrino me codeaba y me decía: ‘Gonzalo levantate estás encima de mí’, desperté, me fije y le dije: ‘¡Yo no estoy encima de usted, padrino!’. Teníamos un peso encima. A mi amigo Carlos Camacho, conocido como Toro, le dije: ‘¡Toro, Toro alguien se está haciendo la burla, está aquí encima!’. Se levantó, abrió la carpa y se nos llenó la nevada. Era como arena, y el viento que soplaba nos hizo sentir el frío. Ese rato, difícilmente pudimos salir de la carpa y nos fuimos a los micros”.
Así mismo, con gran angustia don René relata: “Nos despertamos muy temprano, bueno, no se podía dormir con el frío que hacía. Había nevado fuerte, todo estaba cubierto de nieve, quedamos atrapados como 36 micros y otras movilidades particulares como camionetas, vagonetas, etc. La nieve cubría una altura de un metro”.
Tras el amanecer del día siguiente, todos los feligreses al observar con asombro la nevada, emocionados, salieron de los buses y empezaron a disfrutar de ese panorama. Tomaron la nieve en mano y empezaron a hacer sus muñecos, correteaban y jugaban tirándose unos a otros con bolas de nieve. Comían el poco alimento que tenían, incluso algunos de ellos ya no tenían nada y compartían, pensando que, al día siguiente, ya estando en Colquechaca, se podrían abastecer de alimento fresco.
“La chacota de la gente era tremenda, todo era risa y juego –menciona don Gonzalo– la ladera con la carretera se veía un mismo nivel, todos mirábamos con asombro. En ese instante nos echamos de menos a los pasajeros, faltaba dos personas, don Félix el Trancalín. Todos gritaban: ‘¡Don Félix, don Félix…!’. A los comunarios, quienes nos ayudaron a subir nuestras cosas, les cancelamos antes de que se retiren a sus comunidades. Ellos nos dijeron que don Félix Ardaya ya se había marchado a pie por otro camino, por San Pedro de Buena Vista, trayecto por donde se va a Surumi en mula”.
Con la alegría sentida y la seguridad de que el tiempo mejore, culminó la jornada. Amaneció y la nevada persistía, se hacía temible. La preocupación en los pasajeros y choferes empezaba a sentirse, ya no había nada que comer ni frazadas para calentarles, el cuerpo ya pedía auxilio. Reunidos los choferes, veían la manera de avanzar sobre la nevada, encendieron los dos primeros motorizados para dar marcha, las llantas se atrofiaron y el motor empezó a enfriarse. Todos lo veían como un castigo de la virgen, oraban y oraban, y el mal tiempo se apoderaba de sus mentes.
Don Saúl, indica: “Empezamos a preocuparnos, el frío era insoportable. Al primer bus que se abarrancó, tampoco podíamos auxiliarlo, la gente ya estaba desesperada. Los choferes tuvimos que reunirnos para ver alternativas de cómo podríamos avanzar la marcha. El acuerdo fue sacar las palas y picotas para despejar la nieve. Por su parte, los pasajeros sacaron sus ollas, platos, tapas y otras cosas de fierro. Incluso trataron de ayudarnos a despejar el camino utilizando solo sus manos para continuar el viaje. Pero no se podía combatir contra la nieve, seguía aumentando y el frío aún más. No había de otra que quedarnos nuevamente en los micros”.

Don Gonzalo recuerda con tristeza: “Después de la chacota que se hizo, las movilidades nos pusimos en filita para avanzar en la nevada, pero no se podía ir contra el volumen de la nieve. Lo dejamos por el frío y, al día siguiente, empezamos a trabajar todos con palas, ollas, picotas, tapas y manos para levantar el hielo del camino. Una vez que se despejó un poco la nieve, avanzamos hasta una lomita ubicada a tres kilómetros, pero nuevamente nos encontramos con obstáculos. Al frente, como a cinco kilómetros, estaban dos buses que habían escapado en la madrugada. Decían que ni bien oscureció abordaron el micro y partieron, pero por la poca visibilidad del camino, se quedaron en ese lugar, justo en un surco de río, por eso los buses estaban algo inclinados. Aparte de eso, no podían funcionar porque se habían congelado las mangueras y el tanque de los micros. Solo teníamos dos mecánicos. Recuerdo que don Raúl Montaño era joven, él estaba a cargo del micro de uno de sus parientes y de un cliente suyo. Todo el santo día a mucho esfuerzo avanzamos hasta esos dos micros, nadie se animaba a irse a pie, no se veía dónde se pisaba”.
Al segundo día varados en la nieve, sin mejoras en el tiempo y sin nada que comer o beber, buscaron formas de alimentarse y mitigar la sed. En uno de los micros, los pasajeros tomaron ollas y otras fuentes para llenarlas de hielo, para luego derretirlas en el fogón de la cocina de uno de los choferes. Esa agua caliente la distribuyeron entre todos e incluso la dieron a otros micros. Bebían a sorbos, como para que alcance para todos. También, surgió la idea de preparar su propio alimento con insumos que aún tenían de sobra.
Argumenta don Gonzalo: “Desde las cuatro de la mañana avanzamos unos o dos kilómetros hasta el sector del Yana Corral. Por la poca experiencia que teníamos, nadie había sobrado comida, todo el pan que teníamos lo regalamos a la gente del pueblo: queso, sardina, pan, etc. No pensamos que íbamos a pasar por esta tragedia. Unas mamaquitas, comunarias de ese lugar, nos trajeron café, supongo que estaba hecho con hielo derretido, todos nos quitoneamos ese café. Ese día avanzamos unos dos kilómetros por la ladera, cubierta de una nieve increíble. Como hormigas, trabajamos juntos despejando el camino para que el primer micro pase ese sector. Luego, tratamos de avanzar cinco kilómetros a un lugar llamado k’umir Qhocha. Para despejar el camino utilizamos nuestras manos, palas, picotas, tapas, todo lo que podíamos; algunos choferes tenían sus herramientas. Todos en columna trabajábamos, entre regaños y discusiones, algunos reclamaban diciendo que por qué no están los pasajeros de los últimos micros ayudando”.
Así también don René menciona: “Mi padre, como es de costumbre, cada año en la peregrinación suele llevarse mechado de cordero. Después de servirse, suele guardar los huesos de la carne y traerlos de regreso para sus perros. Como teníamos ya tanta hambre, mi papá sacó su cocina, garrafa, ollas, platos, y la poca harina que tenía guardada. Un pasajero aumentó su harina y prepararon lawa con agua derretida de hielo sin verduras. Para darle sabor, mi papá sacó los huesos guardados para sus perros, los lavó y colocó a la olla. Esos huesitos sirvieron para tres hervidas. No había de otra. Agua también, solo teníamos dos litros en una botella y éramos hartos. Uno de los pasajeros se ideó algo muy interesante, no encontrábamos pajal ni un papel para hacer un fogón, lo que tuvimos que hacer es quemar la goma de las abarcas de algunos pasajeros para derretir el hielo en ollas y no gastar el poco gas que quedaba. Así les dimos de beber agua caliente a todos. Habían ancianos, niños y bebés, sobre todo a ellos se les daba para que se prepare la leche; el resto tomábamos partiéndonos de un vasito, aunque un sorbo probábamos. Además, para resistir aún más, los adultos tuvimos que pijchiar5 coca, la coca nos salvó, nos hizo matar el hambre que teníamos”.
Don Gonzalo argumenta: “En el micro que estuve, una persona de la tercera edad, que no había consumido nada de su comida seca desde que partió de Punata, cada vez que veía a mi hijito le daba de comer una pierna, una papa, ala, etc. Decía ‘nosotros podemos aguantar, pero esta wawa no, tiene que comer para vivir. Además, la señora está mal, no se mueve por el frío’”.
Tras lentos progresos, los feligreses llegaron a su tercer día durmiendo en los micros. Todos empezaron a sentir dolencias en sus cuerpos, efecto del frío y del reflejo de la nieve. Don Gonzalo dijo que la primera noche sintió ardor en los ojos. Otra gente con experiencia le indicó: “Gonzalo no te quedes así, agarrá a tu mujer y a tu hijo y pónganse un poco de hollín del escape al contorno de los ojos, haznos caso”. Él se atemorizó y obedeció, pero sus amigos lo tomaron como chiste, incluso rieron de los ojos de don Gonzalo. Al poco tiempo, el ardor y la visión borrosa comenzaron a afectar a los demás, y las lagañas, como si fueran gusanos, invadieron los contornos oculares de sus amigos.
Don Gonzalo alude: “No avanzábamos porque el camino estaba obstruido, lleno de nieve, teníamos que limpiar los 100 metros para avanzar. Las camionetas se plantaban harto, renegamos por la desesperación”.
En el transcurso del tercer día, con el hambre, sed y frío bien sentidos, ya sin nada que alimentarse, tuvieron que socorrerse más. Varios de ellos, entre choferes y pasajeros adultos, tuvieron que salir a buscar ayuda, y para que no les lastime los ojos el reflejo de la nieve, se pintaron el contorno de los ojos con la grasa negra del escape del bus, solo así veían bien. Apoyados en palos, cubriéndose con todos los abrigos, empezaron a atravesar la nieve y bajar a la comunidad más cercana, Colquechaca.
Don René indica: “La desesperación por el hambre y la necesidad de calor nos empujó a bajar hasta Colquechaca. Al llegar, nos abastecimos de algunos alimentos y agua caliente, y regresamos a los buses para socorrer a los demás, especialmente a los niños, mujeres y ancianos, que sufrían por el frío. No aguantando así, algunas mujeres con sus niños se animaron a emprender la caminata hasta la comunidad, el frío era demasiado fuerte, tanto así que llegaron al cantón en un estado muy delicado; el padre y los pobladores trataron de socorrerlos en la iglesia con algunos alimentos, agua y frazadas calientes”.

Caía la nieve como arenilla directo a los oídos y ojos; ya sentían dolor en los pies, los zapatos estaban rígidamente helados, no se podía ni lavar, parecían la panza del sapo porque el frío los quemó por completo. Se buscaba con desesperación alimentos y agua caliente para los niños, mujeres y ancianos. Don Gonzalo menciona: “Mi hijito era el único niño del bus donde estuvimos, las personas de la tercera edad parecían momias, no se movían, llorábamos y decíamos a qué les hemos traído. Estaba muy penoso porque mi hermano fue a Colquechaca. Antes de su partida, le encargué que, si encontraba a alguien, me envíe leche, comida y agua para mi hijo, aquí les pagaría. Al estar trabajando con el despeje del camino, un hombrecito llegó, preguntó por mí, y me entregó lo enviado por mi hermano: alcohol, cigarro, comidita, leche, etc.”.
Mientras todo esto ocurría en la cumbre helada, en el Valle Alto de Punata la noticia de la helada se hacía pública. La desesperación del pueblo punateño estalló en llanto y sufrimiento por sus seres queridos que habían partido en peregrinaje. Los que decidieron emprender el regreso a caminata, que fueron don Feliz Ardaya y otro señor, había dado alarma de la tragedia diciendo: “Nos atrapó la nevada y no sé cuántos muertos ya habrá, yo y tres personas más escapamos de milagro”. La radio emisora Continental y la Voz del Valle habían difundido la desgracia. El alcalde de Punata, notificó a Cordeco (Corporación de Desarrollo de Cochabamba), y juntos lanzaron una campaña para recolectar frazadas y víveres en apoyo a los náufragos. Dispusieron de una avioneta (de apoyo desconocido) y una volqueta de la Alcaldía de Punata, una Nissan Cóndor, para trasladar lo recolectado hasta el lugar de los hechos.
Mientras continuaban con el trabajo de levantar la helada, una avioneta apareció sobrevolando encima de ellos, parecía querer aterrizar, pero no lograba hacerlo porque no había espacio descubierto de nieve. A los pocos minutos, empezaron a tirar frazadas cortas. La gente emocionada de alegría lloraba, aclamaban salvación, seguían el paso de la nave. Todos corrían por las frazadas, cada uno lograba agarrar de tres a cinco cobijas, para luego retornar al micro y cubrir a sus familiares, lo restante lo guardaban en el canastillo o en sus q’epis. Algunos familiares, al enterarse de lo sucedido, decidieron emprender viaje hasta el lugar de los hechos con alimentos y frazadas.
“En la cumbre vimos sobrevolar una avioneta –indica don Saúl– nos hacían señas, notamos que trataban de acercarse o bajar más, y empezaron a tirar frazadas, bolsas de alimentos, etc., pero como se sentía el correr del viento, estos subsidios cayeron lejos de donde estuvimos. No hubo de otra que ir a buscar lo que tiraron en medio de la nieve, para eso nos pusimos todos nuestros pantalones y chompas. Junto a otros choferes, envueltos en carpas y aguayos, fuimos hasta los víveres, algunas cosas encontramos, otras no, porque estaban muy lejos ya”.
Al cuarto día de su tragedia, llegaron a la punta de la cumbre. En algunos sectores del trayecto, no podían subir los micros. Por tanto, lo que se hizo fue unir todos los cables para jalar unos 100 metros, toda la gente sujetaba con fuerza y jalaban el bus como un auto de juguete. Al llegar a la cima, se detuvieron a descansar. Eran cerca de las dos de la tarde y no tenían nada que comer ni beber; el agotamiento se hacía sentir en sus cuerpos. El alimento a consumir era un vaso de alcohol y coca, insumos que llegaron como ayuda de la alcaldía de Colquechaca, acompañados por un médico que revisaría los ojos de los afectados. Don René cuenta: “Dijimos ¡ya estamos en la punta, será más fácil!, pero no era así, era una bajada, y no podíamos soltar al micro. Para mayor rabia, justo en esa parte de la ladera era donde más había nieve. Nos dijeron que estaba subiendo una excavadora, pensamos que iba llegar rápido, teníamos tan mala suerte que hasta la excavadora se nos echó a perder. De dos a cuatro de la tarde, estuvimos pistoleando (plantados) ahí, sin hacer nada”.
La tristeza, las lágrimas y la preocupación invadieron el ambiente de los micros. Los pasajeros sentían que se morían. Las miradas perdidas y los murmullos que intentaban romper el silencio contribuían a un ambiente trágico; solo les quedaba orar.
Con la entrada del sol, los varones, en su mayoría choferes, observaron el atolladero de los buses. Así, hicieron que el primer micro de don Juan Vía avanzara por un lado de una canalización que ellos mismos rellenaron para facilitar el paso. El otro extremo no se tuvo en cuenta, ya que era un precipicio. Tirando por detrás con cables, reteniendo por delante y con el chofer direccionando el volante, se logró avanzar a paso lento para que no resbale de golpe el bus. Ante el primer bus en terreno plano, la alegría afloró y la esperanza de salir de ese martirio se apoderó de todos. “La desesperación nos tenía en aprietos –indica don Gonzalo–, las mujeres nos ayudaban estándose en el micro para dar más peso y así no resbale y baje. Ya el micro, de la mitad para adelante, con su propia fuerza avanzaba. Bajamos unos tres kilómetros, la máquina había estado en el camino, ya estuvimos casi fuera de peligro avanzando nosotros nomás”.
Don Saúl señala que luego “se despejó la neblina y con la calor que se daba empezó a disminuir la nieve. Vino una pala cargadora para levantar y despejar el camino, parece que uno de los alcaldes la había enviado. Con eso ya nos calmamos y nos dirigimos a Colquechaca. Armamos una fiesta de alegría y nos vinimos por Oruro pasando por las aguas termales y el santuario del Tata Bombori”.
Algo similar vierte don Gonzalo: “Llegamos más o menos a las 11 de la noche a Colquechaca. La gente lloraba bastante de emoción, como si alguien hubiera muerto. En Colquechaca, la Alcaldía había organizado viviendas de acogida, es decir, toda su gente nos estaba esperando con los brazos abiertos, nos ofrecían comida, café, cama, etc. Todas las viviendas de punta a punta estaban abiertas por orden de la Alcaldía, teníamos olla común para todos, queríamos celebrar nuestra sobrevivencia. Ahí entendimos el valor de la vida, de nada sirve que tengas un millón de dólares, porque en esos momentos solo sirve para hacer fuego, no se puede comprar nada, lo único que importa es salvar la vida”.

Don Gonzalo apareció durmiendo en la sacristía de Colquechaca. El párroco de la iglesia les invitó desayuno. El señor alcalde de Colquechaca los reunió en la plazuela y con su megáfono en mano les dijo: “Querido pueblo de Punata, lo sentimos mucho por la tragedia pasada, no lo tomen como un castigo, la mamita sabe cuánta fe y devoción le tienen, por eso ella les acobijó en sus brazos. Pese a todo, esperemos que la fe no muera y siempre los esperaremos. Nosotros aquí los servimos y ustedes ven que mi pueblo es pobre, apelamos a su buen corazón y les pedimos que nos colaboren donándonos esas frazadas que les envió la gobernación para ustedes, por favor”. Entonces, todos sacaron las frazadas y se las entregaron a los comunarios.
Una vez entregada las frazadas, los comunarios les agradecieron humildemente. El pueblo de Colquechaca los despidió en banda, todos los viajeros se pusieron a llorar. Luego, con los buses ya acomodados en fila y con los pasajeros a bordo, se partió rumbo al pueblo de Macha que era un viaje de tres horas dentro del camino del río en aquel entonces, ahora dura 40 minutos.
En Macha sus pobladores los aguardaban con banda, ahí se vio a la volqueta que envió el alcalde de Punata. Todos los familiares de los viajeros habían enviado encomiendas: comida, frazadas, agua, plata, etc., indicando a los destinatarios con sus nombres escritos en las cubiertas de los paquetes. Don Gonzalo señala: “A mí me había enviado comidita y platita mi papá. La ración era harta, como para ir a la guerra, mi comida era lambreado de conejo y 500 Bs más”. Todos recibían sus encomiendas en comida y dinero, de igual manera, todos seguían llorando por la emoción. De ahí salieron en caravana rumbo a Challapata, el camino era pedregoso con surcos o huecos, pero ya había señal telefónica y se comunicaron con sus seres queridos. Don Gonzalo cuenta: “De Challapata al venir, en el camino nos pasó una camioneta e hizo saltar una piedra directo al parabrisas, se rompió. Más bien el chofer de mi padrino había tenido plástico guardado, lo pegó con maskin”.
Por el lado de René, cuenta que llegaron a Oruro y visitaron a la Virgen del Socavón. Luego tomaron rumbo a Cochabamba y a Punata. Dice: “A las cuatro de la tarde, nuestro pueblo nos esperaba en la plaza principal con desesperación, acompañada de un llanto único”.
Con la angustia de ver con vida a sus seres queridos, los familiares dieron una misa en la iglesia de Punata. Al culminar la misa, por horas de la tarde, empezaron a llegar las flotas. Con los corazones emocionados, al son de besos y abrazos, corrieron hacia sus aventureros rehenes de la cumbre.
Desde aquel entonces, con la experiencia vivida, son pocas flotas que se aventuran a la peregrinación, no pasa de siete micros. Pese a que se ya habilitó la carretera directa al pueblito de Surumi, ya no se atraviesa la cumbre. Por otro lado, esta peregrinación se realizaba a pie, caballo, moto o bus; hoy en día, ya no se realiza el viaje en caballo.

1 Desde la ciudad de Cochabamba hasta Surumi es una distancia de 326 km. De Potosí a Surumi es de 206 km. De Oruro a Surumi es de 253 km. De San Pedro de Buena Vista a Surumi es de 217 km. Y de Colquechaca a Surumi es de 44 km, 3 horas y 50 minutos.
2 Mamita de Surumi es el denominativo que utilizan la población valluna referida a la virgen.
3 Cancha de futbol y básquet que en los días martes de feria suele comercializarse la papa proveniente de regiones altas del valle.
4 La despedida de las fiestas que se realiza en el último día.
5 Masticar la coca.