Disonante encuentro con el tango
“hablaremos de todo lo que pasa en silencio”
Orquesta Típica Fernandez Fierro
Manifiesto, en este primer párrafo, mi admiración por las casas construidas con piezas de containers, chapas onduladas y pedazos de madera. Una especie de obra dadaísta. Pensé en tantos otros barrios latinoamericanos que acorazan su fragilidad con fachadas multicolores.
Me alejé del resto de turistas por un momento y vi, desde fuera, el estadio de Boca Juniors: La Bombonera. Era distinto al que aparecía, con aura de gigante imbatible, en Fox Sports los miércoles de Copa Libertadores de América. Era uno en medio de un barrio con aceras agrietadas y calles con baches en el asfalto. Siento miradas inquisidoras de los locales: ¿es hincha de algún club este pibe?
Imagino a los primeros inmigrantes asentados en esta orilla del Río de la Plata a principios del siglo XIX. Discuten sobre la necesidad de construir un estadio, tal vez a manera de pesebre. En un conventillo de un arrabal tan nuevo que aún no ha sido nombrado, la voz de un viejo anuncia la llegada de un enviado divino con un balón de fútbol en los brazos. Toca un bandoneón mientras canta su profecía. Debí encomendar mi bienestar a uno de los tantos murales de Diego Armando Maradona y avanzar. En lugar de eso, di marcha atrás y caminé con dirección al puerto.
Pablo Sandoval a Benjamín Espósito en la película El secreto de sus ojos de 2009: “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión; pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín: no puede cambiar de pasión”. En aquel momento, mi pasión era el tango: tratar de comprenderlo para fundirlo con mi episteme. Mi motivo para estar en Buenos Aires en el invierno de 2016.
El sol empezó a caer. Llegué al puerto de La Boca y comí un pancho, imposible no compararlo con el que comí el día anterior en otro puerto de estilo vanguardista en la misma ciudad. Un intervalo disonante. El río estancado, quizá muerto sin saberlo o gangrenado —a juzgar por el penetrante olor— en este margen, guarda historias que algún lejano día se llevará a una tumba seca.
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El viaje de Caminito a Plaza de Mayo es de algo más de una hora en colectivo. Recuerdo el día anterior. Mientras observaba los rascacielos en Puerto Madero, un grupo de adolescentes en skates me gritó: “Si acá no es Nueva York, pelotudo”. Al ver la ciudad desde la ventana, comprendo que tenían razón. Grafitis pintados sobre otros más antiguos, ocasionales vendedores de artilugios chinos en las esquinas y promesas de una vida mejor pagadas en cuotas.
La cita es en el CAFF al otro lado de la ciudad, en el barrio del Abasto. Subimos al Subte. Un grupo de muchachos tatuados va en el mismo vagón. Por sus movimientos de cuello, diría que escuchan Slayer o Pantera. Carlos —líder de la expedición— cuenta que en Alemania dos euros alcanzan para tomar un café. Es lo que necesitamos ahora: el invierno porteño hace sentir al de La Paz como el microclima de un resort vacacional.
Pino y Euge nos esperan en la estación Carlos Gardel. Vamos a escuchar a la Orquesta Típica Fernández Fierro: banda de tango con fama de poco ortodoxa. Llegamos. El lugar está repleto, se parece a algún canchón de fiestas al aire libre en Sacaba. Permanecemos de pie y apretujados. Hablamos de nimiedades. Circulan, de boca en boca, vino y un descomunal trozo de queso. Una ovación inesperada nos pone en contexto. El primer impacto es visual, los cuatro bandoneonistas se parecen a los muchachos que vimos en el Subte. Detrás, los violinistas visten casacas de San Lorenzo y Huracán. A la izquierda del escenario, está el pianista. Tiene mirada tímida y ropa oscura, casi formal. El contrabajista parece cubrir una mirada altiva con sus gafas oscuras. De frente, la cantante, emana un cosmos gótico. La mitad de su rostro está cubierto por su ensortijado pelo.
El primer acorde me estremece, disonante como el grito de una fiera azotada por Piazzolla. Los bandoneonistas tocan con potencia. Mi cuerpo tiembla ronco a ritmo de fuelle. El piano marca el compás con la precisión de Ferrer con la pluma sobre una hoja en blanco. Al ver a los violinistas mover sus arcos, imagino el vaivén de barcos cargueros que llevan catalanes, genoveses, polacos y tantos otros seres al nuevo mundo. La cantante permanece quieta, agazapada en su propia atmósfera. Canta.
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No puedo recordar lo que pasó durante los siguientes noventa minutos. Cuando el concierto terminó, busqué alguna explicación de lo que había sucedido. Vi el parche de aguayo de la manga izquierda en mi chaqueta. Parecía un sueño, pero no. No. Como en El Túnel de Sábato, no vi el cuadro, fui parte de él.