Los caseritos brindan con whisky
Por diez bolivianos podías almorzar, sopa y segundo, en el comedor del mercado Rodríguez, acompañado con un vaso de whisky. Pero desde hace meses que el sabor de esa bebida macerada por la casera de los dientes de plata está extraviado en mi boca. Ahora la memoria de mi lengua viaja de difusa a confusa cada vez que se me antoja acompañar el almuerzo con este licor que, con el poder de la palabra, bajó de su pedestal de cenas de gala, de brindis, de frac o reuniones pomposas para bendecir el chairo, la sopa de maní, el silpancho, la milanesa con postre o el pollo dorado con chuño.
En aquellos días en los que el whisky abundaba en estas mesas largas del mercado. Cada comensal tenía su vaso lleno, hasta rebalsando, y si hacías amistad con el mesero te podía yapar con un vasito más. Había ocasiones en las que la casera, espontáneamente, ordenaba llenar de canto los vasos de los clientes. Tanta era la confianza, que los caseritos hacían desfilar la jarra con esta bebida de origen escocés e irlandés.

“Whisky, whisky. Llenito”, decían. El comedor del mercado Rodríguez se volvió en un bar europeo con las risas, las charlas, los chistes cómplices entre mi casera y sus habituales. Carcajadas largas seguidas de frases —indescifrables para mí— en aymara.
La maravilla de la ciudad de La Paz está en que todo y nada es posible, con los mercados como termómetros del sistema económico, tejiendo vida en ese microcosmo de colores en degradé y rostros en su mayoría morenos y fundidos por el sol y por el vapor de la sopa hirviendo en las colosales ollas de aluminio.
Esas mesas largas con asientos igual de largos y estrechos, pintados de verde lechuga, celeste o blanco, como los mandiles que cubren las polleras de las cocineras, siempre tienen espacio para recibir a albañiles, heladeros, oficinistas, universitarios, aparapitas, niños, señores, adultos mayores, policías u otros vendedores, mientras las palomas esquivan los zapatos y estiran sus cuellos de goma para alcanzar rastros de arroz o migas de pan o lo que se pueda digerir de los rincones o en plena pista de aterrizaje. Otras aves son pacientes y respetuosas, esperan encima del techo de calamina de los pequeños kioskos.
Una botella de whisky, marca Johnnie Walker, Jack Daniel’s o Grant´s, vale entre 120 a 450 bolivianos, dependiendo el color de la etiqueta, montos que son inalcanzables y hasta ridículos para los que comparten mesa en este comedor, donde se vive al día, quizá con 15 a 20 bolivianos, siendo el destino sagrado de la mayoría de ese dinero para el almuerzo y el resto se encarga de cubrir los pasajes. Ni hablar de los precios inflados de este trago en los bares o discotecas.
Muchos de estos hombres se conocen pareciera de años, juguetean, bromean a la sazón de esta comida, atraídos por el canto de las sirenas de pollera, con gorritos de tela, por donde bajan las trenzas negras. Los clientes van y vienen de las mesas, como si se tratará de subir y bajar del minibús.
Después de mi ausencia de un fin de semana y unos días más, regresé al comedor, cumpliendo la rutina de sentarme, elegir entre sopa de maní o chairo, para después finalizar con una milanesa con ensalada y lechuga, pero me di cuenta que faltaba el licor que encendía el alma y levantaba el espíritu de los hombres.

Imagino que, por consenso, las caseras acordaron guardar sus vasos de plástico: no más whisky para el pueblo. Uno de los clientes se atrevió a preguntar por ese elixir y mi casera le respondió que no había quién prepare. Sin whisky, el trabajo de las meseras-niñas se extinguió, debían enfocarse en la danza de los platos, algunas ascendieron a cajeras, metiendo la mano en esa lata de plástico de pintura pequeña de Monopol que engullía la ganancia del día.
Quizá solo fue por ese día, pensé. Tiempo después, la historia era la misma: platos hondos, platos planos, cucharas de aluminio con el mango dobladas y nada más. Lo único extra era la llajwa y el salero. De whisky nada.
Como ocurrió con el trozo de pan, tampoco me atreví a preguntar por qué el licor había desaparecido de este y de los demás puestos de comida. Tengo la teoría que las vendedoras de refrescos, comerciales y no tan comerciales, ganaron la pulseada y pidieron sacar del menú el whisky, viéndose incapaces de vivir en la competencia. Pero lo que más me preocupa es que la ausencia del whisky sea la antesala a un incremento en el precio del almuerzo y para adormecer el golpe, las caseritas ocultaron este trago hasta el día del incremento, cuando volverá como una gentileza en esta espiral.
En un acto de traición, fui a otros comedores de mercados, como la Camacho, donde el almuerzo está a once bolivianos, sin whisky; sin embargo, en el mercado Bolívar, al lado del Segip, en la Sucre, uno de los puestos ofrece sopa y segundo acompañada por esta bebida de la alegría por diez luquitas. Lo único malo es que ahí no le dicen whisky, sino hervido de quisa y para ellos es un refresco más. Y ahí recién pensé que es posible que el encanto solo existe a partir del bautizo de la boca de los comensales habituales, los que a fuerza de rutina desarrollan chistes cómplices.