El bautizo

Con el presente texto, Juana Martinet se introduce en la revista y realiza un viaje a través de memorias tiernas y otras un tanto trágicas, junto a su familia, en su niñez.
Editado por : Daniela Murillo

Mi papá tenía una vagoneta pequeña a la que cariñosamente llamábamos "carcacho", por su aspecto viejo y destartalado, pero que resistía los difíciles caminos de tierra, trazados sobre la marcha, a lo largo del trayecto con señales dispersas a los costados, advirtiendo piedras, colinas y lagunas, que a su vez marcaban el tiempo restante del viaje.

De niña, fantaseaba con tener unas vacaciones y viajar a la mina. Ese lugar era verdaderamente mágico... y el no contar con los medios de comunicación como los actuales, hacía que aquel espacio se hiciera aún más mágico. Te adentrabas en un altiplano de volcanes extintos, lagunas de colores y cerros de piedras pómez, unas rocas volcánicas tan ligeras y porosas que flotan en el agua. Recuerdo que a menudo rivalizaban con nuestras plastilinas, puesto que con un poco de fricción podías moldearlas y eran parte de nuestras competencias de quien hacía la mejor figura. 

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“Mi mamá era una persona que trabajaba casi todo el día, pero, aunque su tiempo era limitado, siempre cumplía con la religión católica. Para ella, cualquier mandamiento de la iglesia debía ser cumplido, empezando por el bautismo”. /Imagen: Pixabay.

Vivíamos sin tener idea de lo que ocurría a nuestro alrededor y dependíamos de las pilas o baterías para obtener alguna información del exterior, por lo que la radio solo se encendía ocasionalmente cuando mi padre deseaba enterarse de alguna noticia. Así, sin comunicación, nos sumergíamos en un mundo de "qué me importa". Nos levantábamos con el alba y nos retirábamos a dormir al oscurecer, pues dependíamos completamente de la luz natural. Cada noche, mi padre encendía una lámpara a queroseno y comenzaba a trabajar nuestra imaginación, creando historias de terror o proponiendo adivinanzas sobre cualquier objeto. Jugábamos al "haber di..." y todo tipo de juego, y siempre parecía faltar tiempo para terminar, porque duraba hasta que una voz nos recordaba que era hora de dormir.

Llegar a la mina implicaba un viaje de al menos diez horas. Rara vez nos cruzábamos con otro vehículo, por lo que mi padre prefería viajar acompañado. Esto se convirtió en una especie de regla que, durante las vacaciones escolares, esperábamos con ansias. 

En la ruta que trazábamos se divisaban unas cuantas poblaciones de no más de tres o cuatro familias, que hallaban forma de socializar entre sí al tiempo que salían a pastear sus animales, y de paso intercambiar alimentos o medicinas. Las distancias no eran muy largas entre población y población. De igual manera, las crías de llama y oveja eran conducidas por un perro grande que se ocupaba de correr en círculos para tenerlas ordenadas y dominadas.

Para demarcar la propiedad de los animales se hacía una fiesta al año en la que cada familia adquiría un color llamativo de lana con la cual se hacían unas borlas que servían luego de aretes en sus animales. Hecho esto, metían las crías dentro de unas albercas comunes, un tanto grandes, que se llenaban de un líquido especial para desparasitar su piel y lana. Cumplida la labor, las mandaban en dirección al valle cargadas de alimentos del lugar: quinua, chuño, haba seca, charque de llama, sal y mucho más, a fin de efectuar un trueque por alimentos producidos en el valle. El viaje duraba tres meses de ida y la vuelta se acortaba, entonces retornaban con los animales cargados de maíz, fruta seca y todo lo que no se producía en el altiplano.

Se acostumbraba tener la reunión entre las comunidades y sus animales en Uyuni, donde iban a pie y se veía un sinfín de llamas con aretes de múltiples colores. Siempre pensaba cómo sería ese viaje; era de valientes, eso era lo cierto.

Continuando la ruta, cerca de la mina, había una población donde existían vestigios que indicaban haber sido habitada por españoles. En ese espacio se cruzaban dos ríos de agua cristalina y una vertiente de agua termal muy caliente, lanzando un vapor que daba la sensación de habitar en las nubes. Existía también una alberca pequeña y rústica, igual de esa época, construida en piedra, con dos canales de agua, una caliente y otra fría, y dos piedras redondas que hacían de tapones para regular el flujo... Un lugar inolvidable. 

Junto a esta alberca, era visible la construcción de un molino que funcionaba con la fuerza del río; pertenecía a las comunidades y era ahí donde los viajeros asistían por turnos, cargados con maíz del valle para convertirlo en harina. La mina estaba situada a unos minutos de esta población, solo había que bordear el río y llegabas. En este lugar vivía el jilacata, la autoridad nativa encargada de hacer cumplir las tradiciones de nuestros antepasados. Por la cercanía, siempre que podíamos, nos íbamos a bañar en aquella alberca; entonces saludábamos al jilacata, hombre a quien respetábamos mucho por su sabiduría y sencillez. Recuerdo que, al menos para mí, él era el abuelo que no tenía.

Algún día, mientras estábamos en el campamento con mi hermano, acostumbrábamos bajar al río para ayudar a cuidar las crías de las ovejas mientras ordeñaban a sus mamás para hacer quesos y tener leche. La pastora siempre nos recomendaba tener cuidado para acariciar esos "capullos" de lana blanca; eran los mejores peluches que uno podía tocar y cuidar. Aprendí tanto de este lugar, que crecí con la convicción de que fue lo mejor que me pudo pasar en mi niñez.

En uno de los regresos de la mina, cuando ni mi hermano ni yo lo acompañábamos, mi padre tuvo que parar de improviso su carcacho y se vio en la necesidad de auxiliar a una mujer quien hacia un mes había dado a luz, por octava vez, a una niña. La mujer tenía un problema posparto muy serio y desconocido para mi papá, por lo que la trajo al hospital del pueblo para que fueran los médicos quienes la trataran.

Nos contó que los acompañó la hija mayor de la señora, quien se haría cargo de la bebé hasta su recuperación. La muchacha tenía unos dieciocho o veinte años; la nena, un mes o quizá menos, y estaba en una situación también delicada, por razones obvias. Después de que los médicos examinaran a la madre en el hospital, comunicaron a mi padre que la paciente debía ser operada de emergencia. Así procedieron. 

El esposo se había quedado en su comunidad al cuidado de sus otros hijos, y fueron mis padres quienes se hicieron responsables por ellas. Fue así como mi familia llevó a casa a la muchacha con la bebé hasta la recuperación de su progenitora. Mi mamá se preocupó seriamente por la recién nacida; su bajo peso y poco crecimiento daban cuenta de lo difícil que sería su recuperación, más aun con su madre ausente. Después de ocuparse de su salud, lo primero que pensó fue en bautizarla.

“Por el bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la iglesia y hechos partícipes de su misión". (Concilio de Florencia: DS 1314)

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“Aprendí tanto de este lugar, que crecí con la convicción de que fue lo mejor que me pudo pasar en mi niñez”. /Imagen: Pixabay.

Mi padre la llamaba "vieja pechoña". Mi mamá era una persona que trabajaba casi todo el día, pero, aunque su tiempo era limitado, siempre cumplía con la religión católica. Para ella, cualquier mandamiento de la iglesia debía ser cumplido, empezando por el bautismo. No hacía labores de casa por falta de tiempo y porque nunca le gustó; por lo cual, dejaba todo en manos de una señora que hacía estas tareas y que se convirtió casi en una segunda mamá, pendiente del alimento y cuidado.  Recuerdo que madre imponía tareas del hogar para ayudar y hacer más liviana su faena; también que fue a ella a quien pidió que aloje (en su habitación) a las hermanas, y lo hizo por unos días mientras su mamá seguía en el hospital.

Lo primero para mí, en esa época, era jugar básquet, después los estudios y por último los quehaceres en casa. Salía de casa temprano, desayunábamos con el equipo y me iba al colegio. Esta rutina hacía que no viera a mis padres en la mañana, pero a la hora del almuerzo, en punto, teníamos que estar todos a la mesa.

Uno de esos almuerzos, llegué y mi mamá me conminó a que lleve a la niña por la tarde a bautizar con el cura. Ya había charlado con él que la bebé no estaba bien. Todo ello me generaba complicaciones, pues tenía que ir a un campeonato a jugar las finales del torneo de básquet. Le pedí a mi madre que le dijera al cura si podía ir al día siguiente, en la mañana, temprano, antes de ir al colegio.

De muy mala gana, el párroco (que era muy amigo de la familia) aceptó esperarme temprano. Ese día jugamos, no recuerdo si ganamos o perdimos, pero llegué feliz y cansada a casa pensando que debía levantarme temprano para ir al bautismo. Al levantarme al día siguiente para ir a la iglesia, vi venir asustada a la hermana de la bebé, anunciando que amaneció: ¡muerta!

Mi mamá se quedó tan sorprendida, entre queriendo llorar o decir: “Dios, hágase tu voluntad porque la bebé estaba muy débil”. A mi corta edad quedé soqueada. Tenía una culpa y no sabía por qué. Mi mamá salió a buscar al doctor y al cura, debían arreglar lo del certificado de defunción y el entierro, además de avisar a la madre que seguía en el hospital.

La mirada de mi mamá me fulminaba, con ella me mandó al infierno y me rebotó al purgatorio. Luego, me mandó de inmediato y con un grito al colegio, mientras ella, doctor y párroco arreglaban los asuntos para cerrar y enterrar el triste suceso.

No recuerdo ni qué pasó en el colegio, ya que mi mente estaba toda en blanco. Pero pensaba: “Si la hubiera hecho bautizar, pudo haber vivido”; después decía: “¡Quizá no! y su destino era partir...”.

Toda la mañana quise llorar y a la vez no dije nada a nadie. Sonó la campana de salida y, al igual que un preso sale de prisión, corrí a casa.

Mi mamá estaba muy enojada, ya habían enterrado a la beba y la hermana fue al hospital a avisar a su mamá del deceso, pero antes se despidió de la mía, porque volvía a su comunidad. Yo solo acudí a la cocina y abracé llorando a mi nana. Ella con un abrazo y caricias me dijo: “No digas jamás a tu mamá, nos regañará mucho más, pero anoche no pude despertar totalmente, estaba oscuro... pero sentí que ella ahogó con su seno a la bebé…”

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