Fronteras
Son las ocho de la noche aquí en Cochabamba. El cielo está despejado y no se divisa la luna desde donde estamos. Las casas alumbradas son las únicas que nos demuestran que aún hay vida en el barrio. La pandemia hizo que mucha gente volviera a sus pueblos. Las casas de campo se reactivaron en Mizque, en Tarata y en Cliza. Los que quedan son los nuevos propietarios, los que no tienen otra opción que quedarse: dueños de hostales, tiendas de abarrotes, serigrafías, tiendas de calzados de cuero y una que otra ferretería. Aquí es donde vive Mariana, una venezolana de 23 años que llegó a Bolivia a mediados del 2019. Vive sola. Es soltera y no tiene hijos. Las únicas personas que dependen de ella son sus padres, que se quedaron en Puerto Cruz, una ciudad costera que tiene poco más de trescientos mil habitantes. Ella, que estudió derecho y no logró defender la tesis de grado, pensó que Bolivia le abriría las puertas, pero no fue así.
Visitó por primera vez el país en 2011, al calor del Primer Encuentro de Juventudes Socialistas, y asistió a la celebración que conmemoró el día de la lucha por la recuperación del mar. Estuvo todo ese día con la delegación chavista y se enamoró de la ciudad. Asegura que no le afectó la altura, tal vez por la emoción o la euforia de sentir que hacía la revolución desde las calles de la ciudad, quizá más alta del mundo. Recuerda que en aquella oportunidad habló con otros universitarios, algunos de la Universidad Pública de El Alto, otros de la Universidad Mayor de San Andrés, y se alojó las últimas noches en la casa de una estudiante de ingeniería civil oriunda de Sucre, que le tomó cariño. Mariana dice que cuando llegó a Bolivia en junio de 2019 la buscó, pero ya no pudo encontrarla, el número al que llamaba era inexistente. Durante algunos meses, dice con un poco de ingenuidad, rondaba la universidad esperando encontrarse con ella de casualidad. Pero nunca sucedió. Los caminos no se cruzaron y ella, a falta de trabajo, pensó en sus opciones. Podía regresar a Venezuela o quedarse en Bolivia, pero ya no en La Paz. Supo por amigas venezolanas que en Cochabamba las cosas eran mejores; después de algunas semanas de buscar, algunas de ellas habían encontrado trabajo como meseras en restaurantes de la zona norte y otras como vendedoras de zapatillas y accesorios para mujer, en las casetas de la Cancha. De esa manera, el Centro Comercial Colonial parecía perfilarse como el refugio de las venezolanas que, como ella, necesitaban con urgencia un trabajo.
Los primeros días
Al principio le costó darse cuenta del nombre de las calles. De las casas con doble numeración y del dinero. A veces gastaba más de lo necesario, porque todavía no había aprendido dónde hacer las compras. Supo que el mercado Calatayud era más barato y que la pampa era el lugar perfecto para encontrar los alimentos más cercanos a los que conocía. Su estadía en La Paz no le dejó casi ninguna enseñanza. La vida empezaba en Cochabamba y el ritmo de trabajo no dejaba mucho espacio para conocer más que las rutas para ir del puesto donde vendía a su casa. Pero vinieron los malos entendidos: la voz dura y elevada, propia del caribe, hizo estragos. Los clientes pensaban que ella gritaba, que ella los reñía, aunque no era así. Eran otras las palabras y otro el tono que se necesitaba para tratar con el cliente cochabambino, pero ella tardó en darse cuenta. Luego, cuando las cosas mejoraron, le redujeron el sueldo, porque las ventas empezaron a bajar.
Las compatriotas también tuvieron sus problemas y casi no hablaban. Al llegar a casa no había mucho tiempo para las conversaciones. Dormían lo justo y los fines de semana cada quien hacía lo suyo: lavar la ropa, hacer las compras, limpiar la casa compartida y dormir —a veces mirar juntas una película en la televisión que el dueño de casa les había prestado a condición de que cuidaran de los perros los domingos por la tarde, llevándolos a pasear a uno de los parques cercanos.
Como le redujeron el salario, ya no pudo continuar viviendo con ellas. Se marchó a un alojamiento, donde pagaba semanalmente una cuota y tenía derecho a baño privado y agua caliente. Pero las comidas debía realizarlas fuera. Eso significó un gasto extra, y casi no tenía para ahorros. El plan parecía desmoronarse.
Justo en ese momento llegó la pandemia. Mariana al principio pensó que pasaría rápido y que, dentro de todo, era más el miedo que otra cosa; pero se equivocó, como tantos de nosotros. Se dio cuenta de que esta daba para largo cuando dictaron el confinamiento y las medidas sanitarias. Fue entonces que tuvo que reinventarse.
Ritos de inicio
—¿Hablabas con tu familia?
—Sí. Lo normal. Ellos estaban con miedo, pero sabían que estaba bien. Yo no iba a decirles que estaba mal.
—¿Te enfermaste?
—No, gracias a Dios. Pero sí vi a mucha gente caer.
—¿Qué hiciste?
—Al principio nada. Aquí comíamos con el guardia y el resto del tiempo me la pasaba escuchando música por el celular o jugando. Casi no dormía. Fue horrible.
—¿Estabas sola en el hotel?
—Yo pensé que sí, pero luego me di cuenta que había una pareja de argentinos y un chileno. La pareja hacía música en la calle y el de Chile era malabarista, pero era muy sucio y no le gustaba estar con nosotros. Con la chica de Argentina me llevé bien. Pero de un día al otro se fueron. Y creo que ni se despidieron del dueño, aunque el portero me dijo que dejaron todo pagado. La verdad no sé. No creo que se gane tanto con eso de hacer malabares en los semáforos.
—¿Cómo empezaste?
—Con el portero. Un día le dije entre chiste y chiste, como jugando, y él se lo creyó y vino en la noche a mi pieza y hablamos. Y bueno, como no se iba, le dije directamente y él pagó.
—¿Sentiste algo?
—Nada.
—¿Luego qué pasó?
—Volvió unas dos veces más. Un fin se semana me dijo que sus amigos también querían. Entonces le dije que sí, pero que el dinero sería solo mío. No quería que él estuviera controlándome.
—¿Aceptó?
—Sí. Era un buen hombre dentro de todo. Me ayudó con la comida y no quiso aprovecharse. Supongo que, si hubiera sido otra clase de persona, yo tampoco hubiera hecho nada.
—¿Dejaba que entraran los demás sin decir nada?
—Sí. Solo le preocupaba lo del alcohol o lo del gel y esas cosas. Pero creo que él conocía a todos. Así que confiaba.
—Se portó bien, entonces.
—Sí, sí, y los demás igual. Ahora todavía uno que otro me llama y me pide que nos encontremos. A veces acepto. Pero ya no me gusta verlos. Mejor estar con personas diferentes todo el tiempo. Es más seguro, luego la gente se confunde.
—¿Siempre fue tranquilo?
—Sí. Es que hay que poner claras las cosas. Yo puedo ser delgada y todo lo que quieras, pero sé defenderme y les paro de frente cuando quieren hacerse a los chistosos. Yo no hago esto porque me gusta, ¿eh? Lo necesito. Es mi trabajo. Entonces, como ellos, merezco respeto. Si me buscan, me encuentran. Ellos saben eso.
La rutina y los días futuros
Veo a Mariana recoger la ropa del tendido. Está completamente seca y ella está feliz. Hace tres días que no pudo hacer nada por la lluvia. Pero ahora ya puede salir de nuevo a trabajar. Primero, sin embargo, irá de visita donde Consuelo, su mejor amiga, una chica que vende ropa de segunda mano en la Esteban Arce y que tiene una hija de tres años y hasta ayer estuvo casada. Hoy el hombre con el que vivió durante más de diez años se fue a otra ciudad. Según él, al norte de Chile, pero Consuelo sabe la verdad. Él no viajó, simplemente se mudó de barrio, de casa, de vida; ahora vive con otra mujer. Una menor que él y que conoció repartiendo trajes de bioseguridad.
Pero, según Mariana, Consuelo está mejor sin él. Así que vamos caminando por unas cuadras llenas de comerciantes que venden ropa, electrodomésticos de línea blanca, barbijos, dulces, café en tarros de cristal y variedad de zapatos y zapatillas. Algunos de los productos claramente son argentinos, otros provienen del Perú. Los que venden, en su mayoría, no superan los veinticinco años. Tienen gorras y portan sus teléfonos celulares. Quedaron con posibles compradores y ahora responden mensajes para dar la ubicación exacta por medio de Google Maps.
Marina dice que ese sí que era un trabajo sacrificado. Estar parado todo el día, esperando que llegue la persona y verla regresar días después porque tiene una queja. —Es mejor poner el cuerpo —dice ella, mientras me guiña un ojo y pregunta el precio de unos cosméticos. Al final no le convencen y me dice que la siga...
Creo que ella sabe perfectamente lo que quiere. Y como hace tres días recibió el resultado de los análisis, hoy está contenta. Puede seguir trabajando y, si sigue haciendo trámites, pronto podrá integrarse a una asociación de trabajadoras sexuales. Y eso, según ella, le ayudará a tener un mejor seguro de salud y pelear para que su trabajo sea reconocido como un trabajo de verdad.
—La prostitución es un trabajo como cualquier otro. Te cansas. Envejeces y tu cuerpo ya no vale lo mismo. Puede ser que a algunos les gusten las mujeres mayores, pero la mayoría busca jovencitas. Así que tengo que mantenerme. Antes trabajaba todo el día. Ahora ya no. Descanso, voy al gym. Me compro ropa. Tengo que estar bien para ellos, pero, sobre todo, tengo que cuidarme. Imagínate si me pasa algo.
No deja que responda. Y sé a lo que se refiere. Raysa, una de sus compañeras de trabajo, bordea los cuarenta años y reconoce que ya tiene menos clientes. Algo pasó con su cuerpo los últimos años. “Engordé y me salió celulitis, y por más que tomo agua como loca y que corro unas vueltas al manzano, no se van. Mariana me dice que me compre unas cremas que venden. Pero son caras y prefiero invertir en ropa o pagar el hostal”. Entonces Raysa, que es de Colombia y tiene un hijo en Barranquilla, me dice que lo mejor es buscar un nuevo empleo. Quisiera atender una tienda de ropa o una peluquería. Le gusta la gente y sabe que el trato con las personas es lo más importante. Lo que no está en sus planes es volver a Colombia. Salió de allá cuando se firmaron los acuerdos de paz y la guerrilla empezó a perseguir a su familia. Sus tíos ahora viven en Perú y su madre en Esmeraldas, una ciudad portuaria del caribe ecuatoriano. Llegó a Bolivia porque supo que era un país tranquilo y barato para vivir.
Mariana quiere tener un portafolio con sus fotografías, así que me pregunta si conozco algún fotógrafo que sea capaz de hacer fotos eróticas para publicitarse por internet y WhatsApp. Como le digo que no, me ofrece que sea yo quien se las tome, pero también me niego. Al final, luego de insistir un poco, me dice que nadie se enterará. La propuesta queda colgada en el aire.
Poco antes del final de julio me muestra su vestuario. Es lencería de fantasía. Hay ropa de látex negro y vestidos rojos y un uniforme de chica de instituto norteamericano, idéntico al traje que usó Britney Spears cuando saltó a la fama por su videoclip Baby one more time, y me río porque ella como que modela con él. Parece convertirse en otra persona. Incluso, reconoce, pensó en ponerse otro nombre, pero no pudo, porque adora el suyo. Después de todo, era el nombre de su abuela.
Mi trabajo, mi cuerpo
Cuando mira mi tatuaje, Mariana sabe que la entiendo de alguna manera, pues para ella también el cuerpo es “el lugar sin límites”. Vemos la película que se hizo sobre la novela y le gusta y luego le presto Tengo miedo torero, de Lemebel, y le gusta aún más. Unos días después algo se mueve en su interior y me dice que no estaría nada mal escribir sobre ella y sus amigas. Ellas tienen historias que podrían ser novelas.
Le pregunto si ellas no se molestarán y me responde tajantemente que no. Al contrario.
—Les fascinaría. Son unas divas. Les encanta ser el centro de atención y contar sus historias… Sí, eso es lo que más quieren.
La miro y no estoy tan seguro. Pero ella remata ante mi incertidumbre:
—Sí, en eso se parecen a los hombres. ¿Sabías que muchos ni siquiera hacen pieza? Solo quieren que alguien les escuche. A veces incluso se quedan sentados en la cama, hablando y hablando, soltándolo todo. Otros, luego de hablar, quieren algo más, pero nunca llegan. No se les para. No terminan. Así que se van con la misma cara de aburrimiento y de tristeza con la que vinieron.
—Pero debe haber de los otros.
—Ah, claro. Nunca faltan. Llegan ansiosos y ni terminan de desvestirse y ya terminaron. Yo no digo nada porque igual pagan. Esos son los que siempre vuelven.
—¿Se hacen amigos?
—No. Eso no se puede, querido. Es cosa de poner límites, luego la gente se confunde. Ah, y tampoco acepto regalos, ¿eh?
—¿Alguna vez te llevaron?
—Sí, siempre. Chocolates, perfumes, peluches. Todo. Quieren que seas su novia. Y cuando les explico que yo trabajo de esto, me dicen que no importa. Que igual les da. Son mentiras. Quieren que no les cobre. Luego se portan de lo peor. Tú no sabes.
Y es verdad. No lo sé. Quizá es por ello que decido que me presente a otra de sus amigas. Fabiana, que es peruana, también trabaja desde hace algunos meses haciendo citas con hombres y dice que es más decidida. Incluso ha participado en tríos. Aunque asegura que no permite que se la filme. No quiere ver su cara ni su cuerpo en portales de pornografía gratuita. “Es mi cuerpo, mi trabajo, y no tienen por qué ir a mostrárselo a otra persona si no paga”.
—Son unos pervertidos, los que quieren filmar. Luego con sus amigos ven el video y se matan de risa, pero bien que quisieran estar ahí. No se animan. No son valientes.
—¿Valor cómo, en qué sentido?
—Sí. Es que mira, de ver un video, papi, cualquier puede. Ahora con la computadora y la Internet es más fácil. Hasta un chico puede. Pero otra cosa es ir donde una mujer y pagar. Dar la cara. Si te acuestas conmigo y luego, a los días, nos vemos en la calle, ¿qué harías? Capaz me hablas, pero si estás, digamos, con tu mamá, o con tu señora o con tu chica, ¿lo harías? Muchos no lo hacen. A otros les vale y me hablan igual, pero no sé qué les dirán a ellas, porque se nota que yo no soy como cualquiera. Paso por la calle y me miran.
Y es verdad. Es alta, delgada. El cabello pintado de rojo profundiza sus ojos redondos y marrones, y las uñas, aunque no las tiene largas, resaltan las manos finas de mujer que trabajó largo tiempo en una lencería en el centro de Lima. Estudió los primeros años de contaduría pública, pero no terminó por falta de dinero y un aborto no planificado que la arrojó a la depresión durante un año. El hombre que vivía con ella no aguantó y, con el pretexto de un trabajo en Puno como gerente de una concesionaria de motocicletas, la dejó. Cambió el número de su teléfono y desde entonces no da señales de vida; pero eso a ella ya no le molesta. Ahora vive mejor sola y, a diferencia de Mariana, ella sí acepta regalos. Trata a sus visitantes de “amor” y “cariño” y “mijito”, y ellos caen en la ilusión. Sabe que nunca se volverá a enamorar, pero eso ellos no tienen por qué saberlo.
—El amor es así, si ellos creen, está bien. Si solo vienen por sexo, también funciona. Sin trámites ni nada. Al punto. La gente se hace mucho rollo. Se complica, cuando es lo más natural del mundo.
Y entonces compara a todas las que conoce. Las que no salen de noche, las que no hablan por teléfono ni responden mensajes de WhatsApp o las que solo aceptan salidas a moteles. O las que quieren que se las lleve a comer algo primero. También están las que conoce y que tienen hijos chicos, o las que ya son mayores y solo atienden hasta las cinco de la tarde. También sabe de algunas universitarias que atienden en sus casas, y de otras chicas nuevas de Venezuela y de Perú que trabajan para otras personas, o de lugares donde hay muchas chicas y el cliente puede escoger.
De entre todas esas posibilidades a ella le da miedo las que trabajan en su propia casa, porque no se sabe qué clase de hombre les puede tocar. Dice que escuchó historias de chicas que fueron golpeadas o violadas entre varios, por eso recalca que es mejor siempre tener amigas del oficio. Y tener un lugar fijo de atención. Así por lo menos el portero se echa de menos y entre todas se cuidan.
Fronteras
La migración construye nuevas identidades y afecta al mercado de trabajo. Reorganiza los cuerpos según su disposición y, en cierto sentido, también con base en sus cualidades, capacidades y posibilidades. Ximena Echevarría, en su investigación Las reglas del trabajo sexual transnacional, piensa en las posibilidades concretas que tienen las mujeres para trabajar desde sus cuerpos en contextos culturales adversos. Reconoce, a través de entrevistas, que las mujeres se organizan siempre y cuando sus intereses no se vean afectados, y estos tienen que ver con los ingresos que generan, el número de clientes que pueden atender por día, el servicio de salud al cual pueden acceder, la relación con la seguridad pública y privada que resguarda sus vidas en los locales donde atienden a sus clientes, y las relaciones económicas, comerciales y afectivas que establecen con los hombres que las visitan. En ese sentido, concluye la politóloga ecuatoriana, mientras más solitaria sea una mujer que trabaja con su cuerpo en el campo del servicio sexual, menos posibilidades tiene de acceder a beneficios, como el carnet sanitario y el cuidado por parte de la seguridad pública. Pero al mismo tiempo, como contrapartida, asegura que el problema radica en que se resta intimidad. Hay un pacto de complicidad entre las trabajadoras que genera una cohesión social, y relaciones jerárquicas, según la antigüedad, la edad, el tipo de cuerpo, el color de la piel y el dinero que sacan cada mes. Lo que genera esas asimetrías es que existan mujeres que someten a otras a quedarse en lugares menos visibles y concurridos, y las obligan a trabajar solo en ciertos horarios. Cuando empieza la organización, también surge la regulación.
Mariana asegura, por lo que leyó sobre el tema en los últimos meses y los documentales argentinos y brasileros que encontró en YouTube, que “eso es violencia simbólica y las mujeres no nos damos cuenta; al final, es lo de siempre. Si no es por los hombres, es por las otras mujeres. Siempre hay una arriba y otras abajo”. Lo que señala acompaña perfectamente la sentencia de Raysa.
—Yo sé que es mejor trabajar en grupo por seguridad. Pero lo que no acepto es que se hagan la burla y quieran sacar dinero de mi trabajo o que me vengan a decir que por ser negra debo trabajar en otras calles o esas cosas. La gente es abusiva y las mujeres están a la pesca de todo, es como si quisieran hacernos daño todo el tiempo. Por eso voy a mi ritmo. Me tiene sin cuidado lo que digan.
Al final, Fabiana resolvió seguir ruta. Irá hacia Argentina. Piensa que allá tendrá mejor suerte que en Bolivia. Tampoco conoce a nadie allí, pero ya tiene algo de ahorros y, como se enteró que la situación empeoró, intuye que con el dinero que tiene podrá moverse con libertad y poner un negocio. Si no resulta, puede alquilar su cuerpo.
Mariana irá a despedirla y pensará que quizás también a ella se le acaba el tiempo. Pero, al final, prefiere quedarse. Recorrió ya muchos kilómetros para lograr lo que tiene. Si decide irse, tendrá que dejar mucho de lo que compró en el último año. Además, aunque le cuesta reconocerlo, se enamoró de la ciudad y cada semana que pasa se lleva mejor con sus compañeras de trabajo. Siente que necesitará un poco más de esfuerzo, pero que al final podrá estabilizarse y así, de a poco, mandar dinero a su familia. Me pide que la acompañe porque comprará un nuevo colchón y quiere también ver si le alcanza para una estufa eléctrica. De a poco está aclimatando el pequeño garzonier que alquila en la 16 de julio y Aroma.
En un arrebato de felicidad me pregunta si le podría enseñar inglés. Escuchó que en Canadá necesitan todo tipo de trabajadores y cree que dentro de un año puede ir hasta allá.
—En un año las cosas van a mejorar y ya se podrá viajar y, como allá hay trabajo, hay que ir. Yo no me voy a morir de hambre. Si me va bien, luego me llevo conmigo a mi familia y listo. Vos también deberías pensar en irte. Es lindo tu país, pero es lo de siempre. Hay que moverse para entender qué pasa realmente. Lo malo es que eres hombre, si fueras mujer harías como yo. Para trabajar solo necesito de mi cuerpo, y ya viste, no me va nada mal.