Conventillos y palomas
Si nos inspiramos un poco en Tolstoi, podríamos decir que todos los conventillos se parecen, pero cada uno es feliz, tranquilo y triste a su manera. Un conventillo es una entidad que vive a lo largo del tiempo mientras la ciudad se transforma a su alrededor. Un conventillo es, sin lugar a dudas, la suma del carácter de sus habitantes.
Las familias, los amantes, y los solitarios están ahí, vivos y repletos de anhelos y sueños rotos o grandes esperanzas por cumplir. Pero también conviven entre sí los estudiantes, los ancianos y aquellos que intentan —con la bruma del enamoramiento en los ojos— la primavera de la convivencia. Y luego, tenemos a los dueños, los propietarios con sus familias y familiares; y después, inquilinos que están por un semestre o se quedan para toda la vida.
Cada habitación, cuarto, despensa, cocina y baño posee un acento particular. Podrían contar una historia distinta según el visitante que se presente. Porque hay conventillos que jamás vieron crecer una planta en su interior, y hay otros que tienen jardines y árboles que se deben podar cada invierno.
Los conventillos son también un imaginario. Los podemos rastrear en ciertas novelas de nuestro panteón nacional. Desde Bajo el oscuro sol hasta La tumba infecunda. Y todas ellas intentan captar la respiración y el eco de las voces que alguna vez deambularon por los pasillos, corredores, y balcones de un conventillo. Las gradas son su huella de identidad. Derruidas, nos muestran la piedra y la graba, el cemento y la arena, incluso el ladrillo y los clavos que forman las barandas y se articulan con el hierro en varillas que termina por incrustarse en la madera casi siempre guinda o roja. Aquellos elementos serán los soportes de futuros cimientos que sostendrán la vida.
Todos aquellos nobles materiales nos recuerdan que, en cierto momento, albañiles y peones pusieron manos a la obra durante algunas semanas con el fin de realizar un trabajo que, sumado a muchos otros esfuerzos, con el tiempo, terminaría por dar formar a una estructura llamada hogar. Y cuando vieron el trabajo concluido y los jornales cancelados, todos se sentaron a comer mientras escuchaban viejas canciones para ir enamorándose del alcohol que sostenían y con el que luego les serviría para brindar en nombre de la prosperidad y la buena suerte del conventillo.
Miramos los conventillos como rescoldos de un pasado al cual nos da temor regresar. La ciudad los oculta y los coloca en callejones y en barrios que no pasan de moda. Ahora se prefiere la comodidad de un departamento al interior de un céntrico edificio inteligente. O la casa de dos pisos donde sus ocupantes se reparten las cuentas del agua y la luz a partes iguales. Y con insistencia los condominios también cubren las expectativas de todos los que en la actualidad buscan un lugar bajo el sol donde puedan sentirse a salvo. Inevitablemente se prefiere el anonimato, el muro que franquea cualquier necesidad. Y con ello se termina priorizando el aislamiento a la comunidad.
Porque es cierto, nada escapa a los oídos guardianes de un conventillo. Todos se conocen y entre todos han relatado sus historias. A la George Eliot se podría decir que aquellas reuniones y bienvenidas que se dan a los nuevos inquilinos es el origen de todas las mitologías, porque si el carácter de un conventillo es dado por la suma de todos sus habitantes, la fisonomía de la ciudad es el resultado de todos sus conventillos.
La ciudad no sería la misma sin ellos, porque como los Tambos, cada conventillo nace donde mejor le parezca. Y algunas veces tienen nombres propios que rinden testimonio y gratitud a los primeros propietarios, pero también están los que reciben el nombre religioso derivado de la fecha de su fundación e inauguración. Otras veces es un color o el nombre de una flor. También un diminutivo referido a la zona donde se encuentra ubicado como si al hacer aquel bautizo el conventillo deseara jamás ser olvidado o desconocida su ubicación.
En ciertas ocasiones los conventillos son los sitios que las palomas privilegian en invierno. Se presentan en todas las plazas y calles de la ciudad, buscando calor y alimento. Restos de pan y arroz. Pero siempre con la esperanza de que alguien, sean niños, adultos o creyentes, les arrojen semillas de maíz. El ruido es intenso, el aleteo de las alas, su color y su suciedad forman un mosaico imposible de olvidar.
Las palomas, como los conventillos también tienen sus señas de identidad. Gordas, flacas, espigadas, elegantes y rechonchas. Blancas, negras, cafés y de múltiples colores, abigarradas en su plumaje también ellas reclaman a los cuatro vientos su porción de ciudad. Tan distintas como los habitantes de la ciudad, gozan de un genio tan explosivo como ellos.
Pero dentro de los conventillos, las palomas duermen al calor de los entretechos de paja y adobe. Su continuo murmullo parece un arrullo salido de algún cuento de terror. El aleteo nocturno a veces despierta y hace de campana para los que se levantan de la cama antes del alba.
Aún así, como compañeras de vicisitudes, su tiempo final suele llegar en las fiestas patronales o las que el barrio ha fijado en el calendario. Los vecinos se organizan con anticipación y reparten las tareas con plena satisfacción. Algunos de harán cargo de las bebidas, las esposas harán coser papas y verduras. Alguna oficiosa, incluso preparará arroz en grandes cantidades. Otros pondrán los vasos de plástico y las servilletas de papel.
Alguien preguntará si se alquilará una banda de música para que toque al atardecer. Y muchas sonrisas se desprenderán de los rostros brillantes bajo el sol de verano. Unas cuantas cajas de cerveza, otras botellas de ron y muchas de Coca-cola. Y sí, sillas, todas las que haya, dispares, singulares y únicas entre sí, como las mesas y los manteles, con manchas de viejas navidades cargando las eternas quemaduras de cigarrillos de preocupado desvelo.
Siempre una gruta con la virgen y jarrones de vidrio con flores. El cristal dorado, transparente o azul distribuyen sobre el suelo de concreto los rayos multicolores para que los niños puedan perseguir esas centellas como si fueran las siluetas de Campanita anunciando la llegada de Peter Pan. De esa manera dejan por unos minutos tranquilos a sus padres que tienen cosas mejores que hacer. Porque de a poco llega la hora. Una escalera de madera reforzada con alambres y cuerdas se pone junto a la escotilla que da ingreso al entretecho.
De a uno suben los hombres, sin mucha preocupación, ni guantes ni mascarillas. Ellos conocen su tarea y lo único que necesitan es hacerla con rapidez y sin perder la calma. Capturan entonces a las palomas que dormitaban o que tibias se regodeaban entre el calor de la tierra y sus desechos. Las golpean un poco, y las colocan en saquillos. Mentalmente van calculando. Unas veinte o quizá treinta serán suficientes.
Cuando la labor está cumplida descienden sucios, cubiertos de plumas y costras que es mejor no oler. Entregan los saquillos abultados a las mujeres y ellas que ya tienen todo preparado, de a una las ahogan en bañadores con agua. Las palomas al principio se resisten. Aletean, intentan escapar, y con sus picos duros y negros hacen heridas en brazos y manos, pero las mujeres no se rinden, en pocos minutos, terminan con ellas.
Luego llega el momento más violento. Las meten en ollas de agua hirviendo. El olor es fuerte, ácido, agrio y el agua casi de forma instantánea se vuelve negra y turbia. Sobre su superficie aparecen toda clase de suciedades formando una blanca espuma que empieza a cuajarse. Imposible pensar que esa agua pueda servir para algo después. Pero su utilidad es significativa. Ablandar la carne. Limpiar y dejar que las manos sin guantes y enrojecidas por el calor, empiecen a desplumar una a una cada paloma del costal.
Después, y sin el olor de la suciedad o los restos de algún resquemor, con cuchillos de punta acerada y mango de goma las abren en canal por la mitad. Sobre bañadores y bateas colocan las vísceras. Hígados, pulmones, intestinos y corazones. Verdes, guindos y colorados, transparentes y viscosos estallan soltando la sangre que hasta hace poco se bombeaba en su interior. Rematan la faena rascando con las uñas el interior, a la altura de las costillas, con la intención de retirar cualquier parásito o granos de gusanos adheridos entre la piel y los huesos. Se sacuden los cuerpos como señal de que han quedado limpias y están listas.
Los gatos que siempre atentos se van presentando de a uno, esperan para que cada cual reciba su ración. Para ellos la fiesta también es la oportunidad para un nuevo banquete.
Algún oficioso muchacho que desea ganarse su primer vaso de cerveza lleva las vísceras al callejón o al terreno baldío más cercano. Ahí gatos y perros comerán a su gusto no sin pelearse un poco por los restos más grandes y brillantes. Ellos harán lo suyo mientras dentro del conventillo, el perol empieza a tomar la temperatura adecuada. Varios litros de aceite brillan en su interior.
Las palomas, pasan su última limpieza bajo el chorro de agua del grifo de la lavandería. Condimentadas con destreza y sin exagerar, ingresan hasta el fondo del perol y con su peso y crudeza hacen que del aceite se levanten chispas y crujidos. Revientan globos de aceite en el aire y las madres piden a sus hijos que se alejen. Mientras los cuerpos ahora delgados de las palomas se van friendo, arrugan la piel y se contraen, haciendo estallar burbujas diminutas que bordea sus siluetas. Cambian de color tomando un tono que se desliza entre el café y el dorado. Pronto estarán listas. Y nuevas quemaduras aparecerán en brazos y manos, pero ya no importarán, porque pronto estará la mesa servida.
Y así van apareciendo los platos sobre el mantel. Arroz, papa hervida de las que se desprende el primer vapor, y la ensalada multicolor. Aceite, sal, pimienta, todos aderezos, todos los sabores. Las palomas fritas terminan distribuidas en bandejas de blanca loza o en cuadrados recipientes de cristal. Ya nadie quiere acordarse de dónde vinieron ni cómo las capturaron. Lo importante es comer. Respirar el último calor de la tarde y sonreír mientras se recuerdan tiempos mejores.
Mañana conforme vayan despertando del sueño del alcohol y los bailes hasta la madrugada, sin decir nada, se recogerán vasos y sillas, y se guardarán y acomodarán las mesas. De nuevo se baldeará el patio y los restos de servilletas y pedazos de huesos aún con restos de carne se meterán en bolsas negras. Las botellas, platos y paneros se arrinconarán para no perjudicar.
Si algún desconocido entrara por esa puerta de madera de doble hoja y cerradura de los años cincuenta, no podría imaginar lo que sucedió el día anterior. Tendría destellos y atisbos, pero la emoción, felicidad y el hambre satisfecha jamás podrán ser alcanzadas.
Hacia medio día van apareciendo como gotas de rocío, las voces de los vecinos. Incluso la voz de un reportero entregando las noticias del día se desprende de alguna ventana, y luego, desde otra se exhalan intermitentes los sonidos del amor conyugal. A media tarde con la música en la radio se limpiará la casa porque ya es domingo y en la semana el tiempo sólo sirve para trabajar.
Miramos conventillos, pasamos por sus puertas y laterales, y no sabemos qué ocurre en ellos. Tienen sus mitos e historias, guardadas como tapados de tiempos antiguos, entre sus paredes de ladrillo y cal, resplandecen a partes iguales, derrotas y victorias. Los conventillos de esta forma desprenden su cálida luz sobre los vecinos y los cobija junto a sus nostalgias.
Para ciertas personas un conventillo es el signo de la decadencia, la caída en desgracia. Otras los ven como un lugar desde el cual pueden empezar a construirse una vida. Son el principio y el fin de todas las mitologías. Eso son los conventillos de nuestra ciudad, se parecen entre sí, pero cada a uno a su modo guardan sueños, arropan esperanzas y celebran a su manera la vida y sus caminos.
Las palomas por su parte, vuelan para buscar nuevos refugios, otras vendrán para habitar y calentar el entretecho. Serán su aletear nocturno, sus graznidos y ronquidos, el arrullo nocturno que necesitan los vecinos para sentir que no están solos en el mundo, y que, al final, los días pasan presurosos y lo que hoy fue el amor y la compañía, mañana será ceniza y soledad.